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Simona-Grazia Dima es poeta, ensayista, crítico literario, traductora y periodista. Es redactora de la Academia Rumana de Bucarest, miembro de la Unión de los Escritores de Rumanía, miembro honorífico del PEN-Club rumano. Colabora con regularidad con las revistas literarias más importantes de su país y es la autora de 23 libros, de los cuales, 15 de poesía.
Entre sus libros de poemas destacan: Ecuaţie liniştită/La ecuación tranquila, Dimineţile gândului/Las mañanas del pensamiento, Scara lui Iacob/La escalera de Jacobo, Noaptea romană/La noche romana, Focul matematic/El fuego matemático, Confesor de tigri/Confesor de tigres (premio de poesía de la Unión de los Escritores de Rumanía, Sección Timişoara, 1999), Ultimul etrusc/El último etrusco, Călătorii apocrife/Viajes apócrifos, Dreptul rănii de a rămâne deschisă/El derecho de la herida de permanecer abierta, La ora fulgerului/La hora del relámpago, Interiorul lucrurilor/El interior de las cosas, Pisica de lemn pictat/El gato de madera pintada.
Ha publicado las siguientes antologías líricas: Călătoria în petalele trandafirului/Viaje a los pétalos de la rosa, Armata fiinţelor mici/El ejército de los seres pequeños (bilingüe, rumano – inglés); y Mierea nopții/La miel de la noche (bilingüe, rumano – francés).
También es autora de cinco volúmenes de crítica literaria y ensayo: Baudelaire, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, modelos para los escritores rumanos contemporáneos. Una encuesta literaria (coordinadora y coautora junto a Titu Dumitrescu), Laberinto sin minotauro, La candidez del escorpión, Micelios solares y Árbol en el castillo; y de dos traducciones: Arthur Osborne, Sri Ramana Maharshi y el Camino del Conocimiento Supremo, del inglés y Antonio Della Rocca, Medusas y gerentes, poesía bilingüe italiano rumano. Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, francés, italiano, alemán, húngaro, serbio, eslovaco, turco, galés, escocés, albanés. Ha sido incluida en antologías y en libros colectivos y ha participado en diversas manifestaciones literarias nacionales e internacionales. Ha sido galardonada con numerosos premios por su creación, tanto dentro de su país como en el extranjero.
Traducción de Corina Oproae.
Guerra de almohadas en el cielo
Los dioses se habían levantado de buen humor
y habían comenzado a jugar a lanzarse con astucia
las almohadas los unos a los otros. Retozaban
de todo corazón. Sonrojados,
jadeaban y, después de una breve pausa,
reanudaban la lucha. Pero sucedió que, abajo, en la Tierra,
alguien seguía la escena y la filmaba. Envió
después, como noticia preciada, lo que llegó a ser
una película de culto. Los movimientos de los dioses fueron cartografiados
desde todos los ángulos y resultó un plan que se estudió
en las escuelas, año tras años y así —la disciplina
de anatomía de la obra maestra. Los alumnos cateaban
si no sabían cuántas almohadas habían sido lanzadas, cuánto medían
los vuelos. Temblaban de miedo a no equivocarse
en el número de los centímetros en el impacto. Y poco a poco se instaló
un cielo de invierno, a veces interrumpido por la luz. Cabizbajos,
avanzaban hacia la escuela desplegando la sucesión
de las escenas en su mente. Con lupa, los severos maestros
examinarían pronto, sobre papel milimetrado, el bosquejo de la guerra
que había estallado de súbito, hacía tiempo, en las nubes. E, implacables,
pondrían sobre todo notas bajas.
Los cielos opacos ya no permitían ninguna visión
(indiscreta, pero inocente) del lugar donde los dioses,
habiendo olvidado aquella batalla, planeaban otra,
más animada todavía. Y ya no llegaba ningún grito
del juego de antaño: de aquella alegría desatada, pura.
Luna llena
Algunos nos alientan a que no se nos caiga
el compás de las manos, otros nos dicen
que lo tiremos: da lo mismo,
mientras soñemos sobre los tejados,
en los surcos de la abundancia untuosa,
que la luna deposita
sobre los ojos, como sobre las tejas ásperas,
para saciarnos —también en sueños,
para que al despertar hallemos
siempre los mismos atentos instrumentos
de medición. Estamos hartos
de tantos siglos de aproximaciones
y de metáforas para la luna
y estamos decididos a no incrementar
nada de lo que sentimos. Solamente miramos, sin deseos:
la plenitud del mundo, la imagen
cuyo precio
es la misma vida.
La metáfora
no podrá describirla.
Nuestro ojo es la luna,
nos hemos vuelto poesía, vista fidel,
cegadora, pensamiento incluido,
la longitud de un brazo en la espera,
moviendo los dedos ya sin ilusiones.
Si pudiéramos permanecer así: exuberantes,
no corrompidos por el tiempo, solamente mirando,
sin deseos: la redondez del mundo.
La chica del metro
Veo una chica con los ojos clavados en la pantalla.
Por su cabello cual cortina de llamas
se deslizan los trenes. Las telarañas de las estaciones
atraviesan su melena mientras plasman la historia.
Alguien inscribe hechos, que aparecen y se apagan
sin dejar rastro, sobre las aguas explosivas,
siempre soberanas —no disminuyen,
ni tampoco se dilatan. Fluorescencia
de un crecimiento lento, pero seguro,
los mechones dividen el paisaje,
nos ciegan con pelusas y mariposas efímeras,
con guirnaldas y artificios. Una mosca diminuta
ahuyentada por los pasos decididos, latientes
en el ir y venir del andén cambiante.
Acto seguido ella tapa su pantalla,
se levanta y se va.
Parábolas con tigres
Nada he aprendido de las parábolas con tigres.
Incluso ahora tiendo la mano
y me la muerden
y a veces deambulo eufórica
entre rombos cegadores,
sin saber que son los colmillos
de un depredador.
O digo que he visto la salida del sol,
cuando, de hecho, la cortina púrpura
era sangre. Todo lo dañino de la radiación me protege,
serpientes tan sutiles se me alzan alrededor,
con la delicadeza de un trigal bajo el viento,
su veneno se transforma en cuidado hacia mí
de manera que nunca sabré que aquello que miro
se llama fealdad o crimen, que hay
intrigas milenarias o demencia en la vibración.
La ira se desviste de pasiones,
se vuelve enjambre azulado, lo sé —oscuro, todo
lleva el nombre de felicidad, un niño
saca su cabeza por entre las rejas, quisiera alzar
una cesta con frutas de bosque. No reconozco
las cicatrices sobre mis manos, ignoro
que me toman por alguien diferente,
los libros se queman en las alforjas,
el jinete ya se ha deshecho de la carga
y huye, la moral de las parábolas con tigres
sigue siendo
un misterio para mí.
Volutas
Al despertarme, de súbito veo hasta el fin del mundo,
mi casa se abre, por debajo fluye la calle haciendo olas,
un ala gigantesca. Mi vista alcanza libremente
desde aquí hasta África, donde las hormigas jaglavak
siguen su marcha, a las órdenes precisas
de un brujo. Astuto camino, con tantos pliegues
que nos llaman con sus prisas y, sin embargo,
descansan a saltos. Entonces, en una subida,
tomamos nuestra comida de lógicos, pero solo
para que en el instante siguiente seamos testigos
de la invasión de Troya. Sobre un cerro coronan
a María Estuardo, un paso a la derecha Macron
gana las elecciones. En otro remanso de la calle
sobrevivimos a la Guerra Fría, habitamos el frío,
comemos yogurt, disponibles y felices: porque la calle
nos nutre con recuerdos y futuro: desde el rincón
de las hormigas jaglavak dirigidas por un brujo,
hasta la Vía Crângași del Sector 6 y, de ahí,
dentro del misterio sedoso y caliente.