ENTREVISTA AL ESCRITOR, CRÍTICO Y VICEPRESIDENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CÓRDOBA, MANUEL GAHETE JURADO

ENTREVISTA AL ESCRITOR, CRÍTICO Y VICEPRESIDENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CÓRDOBA, MANUEL GAHETE JURADO

Ana Patricia Santaella
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ENTREVISTA AL ESCRITOR, CRÍTICO Y VICEPRESIDENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CÓRDOBA, MANUEL GAHETE JURADO

                                                                                             POR ANA PATRICIA SANTAELLA

Antes de empezar a conocer a Manuel Gahete con mayor profundidad, nos ha parecido oportuno que dos personas que lo han tratado a lo largo del tiempo, dijesen lo que piensan de él. La escritora y directora de la revista intercultural y literaria Dos orillas, Paloma Fernández Gomá, lo describe así:

Manuel Gahete Jurado es un poeta y crítico literario nacido en Córdoba, Presidente de ACE Andalucía y ante todo un amigo. En la amistad me quiero centrar, porque ya muchos hablarán de su trayectoria e influencia como poeta y escritor en el panorama literario de Andalucía, señalando su aportación a la poesía con una lírica de hondura conceptual y culteranismo en su expresión lingüística.

Gahete tiene un alto concepto de la amistad y hoy en día no es fácil hallar amigos auténticos, de los que tienden la mano sin esperar nada a cambio, y Gahete es uno de ellos. Y la también excelente poeta, Rafaela Hames, lo presenta como sigue: La enorme calidad humana de Manuel da un pálpito especial a su palabra, y ello contribuye a que la esencia de su poesía se instala en el interior de los lectores, llenándoles de una inmensa gratitud y bienestar. Conocerle a nivel personal, constata esa impresión.

 

A.P.S- Es irremediable preguntar por la infancia: ¿evoca con ternura episodios de su niñez?

La noticia más remota que guardo acerca de mi pasión por la lectura se remonta a los primeros estudios en el Colegio de la Presentación de María de Fuente Obejuna. Equipado al uso de la época, regresé el primer día de clase con el rostro cubierto de lágrimas y afectado de tal modo que mi madre insistió en saber si me habían pegado otros niños, castigado las monjas o caído en el patio de juego arenoso, sembrado de pequeños parterres en rampa. Nada de esto ha ocurrido, le dije. Lloro porque no he aprendido a leer. Es evidente que mi obsesión por la lectura me acompaña desde mucho antes de que se forjara en mí el uso de razón, lo que debió acaecer prontamente porque, aún sin saber leer, imitaba a mi abuela Amelia, lectora incesante de novelas de Corín Tellado, repantingado en su sillón de enea, caladas sus gafas de visión confusa y la novela al bies para avistar la presencia de mi madre que me tenía prohibido tan estrafalaria costumbre.

Ya con seis años era mi libro de cabecera un Diccionario Breve Sopena, que aún conservo amarillento y deshojado, y casi me MANUEL GAHETE JURADOde memoria. Hasta tal punto me engolfaba el afán por aprender que no podía conciliar el sueño cuando desconocía el significado de una palabra, leída en algún libro o escuchada en la voz de maestros o familiares. Poco a poco, fue iniciándome en la lectura de otros diccionarios, desde el etimológico de Joan Corominas al ideológico de Julio Casares, pasando por todos los de antónimos, sinónimos, americanismos, literarios, históricos, de autores y hasta jergales; un voraz empeño por penetrar en la materia de las ciencias con la conciencia exacta de aprender a expresarme.

 

A.P.S-¿Influyó algo o alguien en la iniciación por la lectura, qué libros de aventuras rememora con deleite?

Desde que era un niño me ha entusiasmado la lectura, sobre todo libros de aventuras (Zane Grey, Emilio Salgari) o grandes obras de la literatura universal en ediciones infantiles (Mark Twain, Charles Dickens). Además de mi abuela, como he comentado, ávida lectora, en mi casa siempre ha habido libros, sobre todo de historia, pasión que me contagió mi padre. En la Epifanía de los Reyes Magos, además de algún juguete que solía desaparecer de inmediato y servía en ocasiones para la siguiente festividad, nunca faltaban libros que tanto mi hermana como yo leíamos y releíamos por lo que, paulatinamente, iba aumentando nuestro amado anaquel libresco; ardor que, a día de hoy, me ha hecho perder la cuenta de cuántos libros pueden compilarse en mi biblioteca, ya inconmensurable.

 

A.P.S- Posteriormente empezó a interesarse por el teatro de grandes autores clásicos. ¿Qué le indujo a interesarse, qué podemos aprender, qué enseñanzas podemos extraer de la vigencia de estas obras imperecederas?

Cuando fui creciendo comencé a interesarme por el teatro (Juan del Encina, Lope de Rueda, Lope de Vega, Calderón de la Barca, el duque de Rivas, Federico García Lorca, Shakespeare, Ionesco, Ibsen). No recuerdo muy bien cuándo comenzó esta afición pero quiero pensar que aquellos Estudio 1 de la TV fueron esenciales para que el teatro penetrara en mi pensamiento llegando a fascinarme.

Esta debió ser la razón por la que aquella inicial atracción por la lectura de novelas fue decayendo poco a poco a favor de los textos dramáticos. El teatro siempre me entusiasmó no solo por su capacidad de adentrarnos en su territorio absorbente sino porque lo he considerado como un modo perfecto de educación de la sensibilidad y la formación crítica. Evoco ahora las primeras representaciones en el colegio de las monjas, pero todo comenzó en mi juventud, aprovechando cualquier oportunidad para obtener algún papel aunque fuera secundario. En la Facultad de Letras de la Universidad de Granada me uní a las clases del profesor de Lengua Latina, Andrés Pociñas, que posteriormente me dirigiría el curso de Doctorado sobre comedias latinas, experto en Arte dramático y gran comunicador. Con él estrenamos Casina y Edipo rey, y asimismo me enseñó a controlar la voz y modular los gestos. Toda una escuela para el futuro.

Siendo ya profesor, instaba a mis alumnos a escribir obras de teatro inventadas por ellos que además debían representar. Tal era el entusiasmo que, en más de una ocasión, estas obras escritas por el alumnado consiguieron premios provinciales. En 1983 conseguía el Premio Nacional de Teatro Barahona de Soto que convocaba el ayuntamiento de Lucena. Recuerdo que Ana estaba embarazada entonces de nuestro segundo hijo, y aquel premio fue el detonante para iniciar un proyecto que me rondaba desde hacía tiempo. Desempeñando la docencia en el instituto Lope de Vega de Fuente Obejuna, pueblo de atávica tradición dramática, primero como jefe de estudios y finalmente como director, insté al ayuntamiento melariense para que instituyera el Certamen de Teatro Fuenteovejuna, destinado a incentivar la labor de los grupos de teatro que existían en los institutos de Enseñanzas Medias de la provincia de Córdoba, con enorme éxito de participación, crítica y público. Sé que, en algunos de ellos, esta iniciativa propició la creación de nuevos talleres de teatro. En este afán he hecho de todo. He sido autor, adaptador, director, actor, escenógrafo, tramoyista, apuntador y hasta operario. Y, a pesar del tiempo, sigo aspirando ese aroma fascinante de la creación dramática y la interpretación. De hecho, en los años 2016 y 2018 adapté la obra de teatro Fuenteovejuna de Lope de Vega, adaptaciones que consiguieron numerosos premios y reconocimientos.

 

A.P.S- Más adelante se adentró en la poesía. ¿El acto de crear poéticamente es comparable a algo, qué siente cuando crea?

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No sé bien en qué momento la poesía se convirtió en esencial para mí. Diría que desde siempre había estado ínsita en mi cerebro y, sobre todo, en mi corazón. En plena pubertad acudía a los campamentos de verano organizados por curas y frailes, primero en Fuente Obejuna y más tarde en las orillas del pantano cacereño García de Sola. Mis primeros recuerdos literarios nacen entonces. Era usual en el fuego nocturno del campamento que los chicos realizáramos alguna actividad. Mientras algunos hacían equilibrios, contaban chistes, cantaban como podían o tocaban la guitarra, a mí no se me ocurrió –tendría unos once años– más que inventarme un poema sobre la misteriosa fascinación de las estrellas y el poder embriagador de la luna. Supongo que aquello me dejó marcado para el resto de la vida. En el pantano García de Sola solía haber certámenes de todo tipo: deportivos, literarios, adornos de las tiendas, representaciones plásticas, ecológicos, de senderismo. Nunca destaqué especialmente en ninguno de ellos, excepto en el literario, donde conseguía todos los primeros premios y eso que tenía como contendientes a poetas tan lúcidos como Basilio Sánchez o José Luis Bernal.

No es fácil explicar el poder embriagador de la creación literaria. Sin duda el poeta se hace pero no he dudado nunca de que es preciso nacer con ese fuego que puede quedar en llama o convertirse en un incendio. Sé que la poesía es parte esencial de mi vida y mucho de lo que he conseguido ha sido gracias a ella. Más allá de los premios y los reconocimientos, la poesía es una manera de sentir, de manifestarse ante el mundo, de existir, de ser.

A.P.S- ¿Sigue algún ritual para poder inspirarse, forcejea mucho o acuden al papel los versos escurridizos con prontitud?

No hay más ritual que mi propia vida que no necesita de aditamentos especiales para reconocerme y reconocer a los demás. Pero si es cierto que me sorprendo a veces, que me cuesta mostrarme conforme con mis versos o mejor que no asumo los versos como míos y me interrogo acerca de dónde procede este misterio encerrado en la palabra poética, donde se esconde el origen de algunos poemas, qué sentido tienen y por qué nacieron con ese halo arcano que ni yo mismo alcanzo a comprender.

Muy al contrario cada día me sorprenden menos los seres humanos y este hallazgo me obliga a identificar mi palabra con la realidad distanciándome de ese ideal idílico al que todo creador debe aspirar. Y me duele pensar que es así porque el arte tiene sus leyes ajenas a este mundo, aunque cada vez me cueste más ajustar la razón del compromiso con el vuelo de la imaginación.

 

A.P.S- ¿Puede contarnos quienes son sus autores favoritos, sin discriminar ningún género?

Tras aquellos primeros autores de la infancia a los que se unieron pronto las novelas de Julio Verne y la aventuras de El capitán Trueno, Roberto Alcázar o El Jabato, me inicié, impulsado por los deberes escolares, en la lectura de canciones y romances para continuar con el Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita, los Milagros de Nuestra Señora de Gonzalo de Berceo o las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique. Por supuesto el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, las Églogas de Garcilaso, los sonetos de Herrera, que me fueron conduciendo al universo irrepetible de Luis de Góngora, deslumbrado por la virtualidad de lo fascinante; y de ahí a todo el 27, aunque no todos con el mismo aliento: Aleixandre y Lorca primordialmente y más tarde Alberti y Cernuda, aunque siempre a distancia de los dos primeros. Ciertamente lo más canónico de nuestra historia literaria porque es además a lo que nos dan acceso en la enseñanza, comprendiendo que sería inalcanzable todo el conocimiento. Confieso, sin embargo, que me cuesta valorar en lo que vale la poesía de Juan Ramón y Antonio Machado, de los que sin duda aprendí, como me ocurre con los poetas modernistas y sus interesantes innovaciones, pero realmente el poeta que me hechizó y me sigue cautivando es Miguel Hernández y no precisamente por los estremecedores versos sociales sino por el fulgor de sus libros más personales Perito en lunas y El rayo que no cesa. Otros dos poetas de esta época y tono, Blas de Otero y Leopoldo de Luis, también han dejado honda huella en mi poesía.

Esto no significa que no me siga estimulando leer las obras maestras de Miguel de Cervantes, Gabriel García Márquez y, en general, la novela hispanoamericana; siendo Juan Marsé mi escritor predilecto, por su capacidad de penetrar en la sicología de los personajes y la intuición para desplegar con perspicacia el paisaje más sórdido, y no por ello menos humano, del statu quo al que se enfrenta.

En teatro siento pasión por los autores clásicos: Esquilo, Sófocles y Eurípides y sus obras intemporales. Shakespeare me parece el autor dramático más inteligente, original y completo. Nadie como él para extraer del carácter humano todas sus emociones. Nadie como él para expresarlas con el lenguaje más vívido y el más lúcido ingenio. Y entre los españoles sin duda Lope de Vega y, más tarde, Buero Vallejo y, ¡cómo no! el egregio Antonio Gala.

 

A.P.S- ¿Por qué cree que Leopoldo de Luis, un poeta tan notable, está casi olvidado?

Nunca podré entender por qué poetas de tan extraordinaria categoría literaria y humana quedan relegados a un segundo plano en el arbitrario y obsoleto canon de autoridades. Leopoldo era un hombre tímido y fieramente humano. Su padre, Alejandro Urrutia, un eminente abogado cordobés, amigo de toda la élite cultural de Córdoba y hasta estimable poeta, tuvo que salir de su ciudad, como tantos otros, temiendo por su vida. Supongo que Leopoldo advirtió desde su más tierna infancia la necesidad de ser cauto sin renunciar nunca a sus ideas. La conjunción de la prudencia y la integridad lo convirtieron en un hombre fértil pero reservado, denodado pero no vanidoso, generoso y jamás engreído. Lo admiré mucho y me honró con su amistad. Siempre reconocí su valía y la proclamé en tantas ocasiones como tuve oportunidad. Finalmente, Leopoldo de Luis consiguió el Premio de las Letras Españolas y a partir de entonces todos fueron reconocimientos, demasiado tarde pero al menos pudo sentir el cariño y el respeto al final de sus díasateneo

Otros poetas de mi entorno, que me animaron de manera altruista y firme, no tuvieron tanta suerte. La vida no es siempre justa. Claudio Jurado, mi tío, admirado por todos los que lo conocían, no pasó de publicar algún libro de poemas en editoriales desconocidas.  Tampoco tuvo mucha suerte la persona que me descubrió para la literatura, Francisco Rivera, el factótum cultural de Fuente Obejuna al que todos los escritores diletantes respetábamos y temíamos.  Cuando leyó mi primer poema publicado en la revista de feria melariense que él coordinaba, dudó de que un muchacho pudiera concebir un poema tan hondo pero llegó a escribir: “No conozco la labor de este chico pero tiene un tierno fondo poético y nuevas formas de emoción muy singulares”. Desde entonces compartimos nuestra común pasión literaria aunque él no de ser un poeta local, ufano amante de la palabra poética. Este sentir orgulloso y humilde al mismo tiempo lo asumió también Juan Tena Corredera, amigo de juventud de mi padre y muy unido a Francisco Rivera. Juan se convirtió pronto en mi mejor consejero, una amistad auténtica y fructífera que hemos mantenido creciente e intacta hasta el día de su muerte, acaecida en la infortunada primavera del año 2013. Con Juan compartido poesía, vida y palabra. Han sido muchas las conversaciones mantenidas con un hombre sabio que siempre me exhortó a la serenidad y la armonía, severo crítico en sus opiniones y extremadamente culto. He aprovechado esta pregunta tan perentoria para dar voz a tantos y tantas poetas que han quedado en el anonimato y el olvido; tantas y tantos que seguirán sumidos en la sombra esperando una mano de nieve que venga a despertarlos

 

A.P.S- Ser crítico literario no debe ser nada fácil, ¿a qué dificultades y facilidades se enfrenta?

Ciertamente es un reto enfrentarse a un texto literario pero reconozco que tengo mucha más facilidad para comentar la poesía que la prosa, ya que su propia dificultad evidencia de manera más notable los errores. El problema de la crítica en la actualidad no es otro que la enorme cantidad de títulos que se publican a diario, lo que imposibilita la labor del crítico, incapaz de leer ni siquiera aquello que le llega por correo postal o electrónico, lo poco de lo mucho editado.

          A esta realidad indiscutible se une el hecho de las fobias y las filias, un factor capital asimismo para entender por qué siempre son los mismos los que aparecen en los top de las encuestas, copan las ventas, editan en las editoriales más prestigiosas y se convierten en iconos del espectáculo o de la manipulación. Eso de “cría fama y échate a dormir” o aquello de “el que a buen árbol se arrima buena sombra le cobija”. Los críticos de suplementos periféricos no tienen esa aura profética o perversa que convierte a los críticos de élite en consejeros o jueces de lo que debemos leer, aunque en ocasiones sean verdaderos bodrios infumables.

Por esto es muy necesaria la responsabilidad del crítico que, aun siendo consciente de sus limitaciones, aspira a reflejar lo mejor y lo peor de lo que azarosamente llega a sus manos. Es básico el compromiso de los editores y las instituciones con los autores que editan para que la difusión de sus obras alcance al mayor número de críticos o, al menos, facilitar a los creadores ejemplares suficientes para su distribución. La desconexión entre editores y autores es evidente, aunque también es cierto que algunas editoriales –que no las instituciones, donde se hacinan muchos de los libros publicados– suelen ser muy activas y así sus publicaciones consiguen mayor repercusión crítica y mediática.

Y un último aspecto relativo a la preparación del crítico. No es posible realizar una crítica aceptable si no existe una preparación concienzuda sobre la materia de la que se va a tratar. La formación del crítico es todavía una asignatura pendiente, siendo generalmente los profesores de literatura los que asumen esta extraordinaria y no siempre grata responsabilidad.

 

A.P.S- Valora profundamente a su familia, la considera un bastión elemental, ¿qué le aporta y qué destaca por encima de todo?

Puedo decir con alguna autoridad que mi familia ha influido, y no solo por genética, en mi vocación y formación literaria. En mi familia materna se reúne un nutrido grupo de poetas: los hermanos Jesús y Román Jurado Brieva y Claudio Jurado Pulgarín, todos ellos primos hermanos de mi madre, Dolores Jurado Jurado. Durante mi juventud, tuve bastante relación con Claudio aunque solo nos veíamos en vacaciones. Claudio daba clases de Magisterio en Cádiz y yo estudiaba la carrera de Filosofía y Letras en Córdoba, primero, y más tarde en Granada. En el largo y fresco verano melariense, coincidimos muchas veces en casa de sus padres, muy cercana a la mía. Con Claudio compartía, en las húmedas habitaciones de la casa familiar, la lectura de versos, suyos y míos, sintiendo que un vínculo distinto al de la sangre iba surgiendo entre nosotros. El tiempo y el espacio nos fueron distanciando aunque siempre sentimos esa razón poética que acordaba nuestros espíritus.

En mi casa siempre se ha respirado un aliento proclive a la lectura que se apoderó de mi alma y quise transmitir a mis hijos, durante su infancia y juventud avezados lectores. He tenido la suerte de encontrar a una mujer que estimaba e incentivaba mi pasión literaria y ambos hemos alcanzado ese punto intermedio de sublimación y apoyo.

 

A.P.S- Su mujer, Ana Ortiz Trenado, es una magnífica pintora. ¿Se complementan bien ambas disciplinas artísticas?

Reconozco que siempre me entusiasmó la obra pictórica de Ana. Desde que la conocí, supe que pintaba; y, ya juntos, algunos de sus cuadros iluminaron las paredes de nuestra primera residencia. Hoy, toda nuestra casa es una exposición alternante de su obra. La he visto crecer en este arte día a día y, en ningún momento, he dejado de animarla y fortalecer sus aspiraciones. No es solo el amor el que me impulsa a sentir que es la artista más personal, original e innovadora que conozco. Basta contemplar su obra para sentirse fascinado por ella.

Acerca de si ambas disciplinas artísticas se complementan es evidente. De hecho hemos participado conjuntamente en libros y exposiciones, aportando cada uno lo mejor de nosotros mismos. Nuestros espacios no se intersecan habitualmente pero si, en algún caso, se acercan o se cruzan siempre es para implementarse y enriquecerse.

 

A.P.S- Cuando tropieza con un poema sublime o una obra en prosa excelsa, ¿qué aprecia para poder calificarla con elogios positivos y precisos?

No siempre es fácil acertar en la excelencia de una obra literaria. Es mucho más sencillo reconocer aquello que no lo es. ¡Y hay tanto que no pasa de la parca mediocridad! La exigua preparación intelectual que deviene de la prisa, la escasa valoración de la exigencia y el esfuerzo, la falta de criterio en la recepción de los mensajes provenientes sobre todo de las redes sociales y todo ello junto provoca un statu quo poco apropiado para la creación.

Algo tengo más o menos claro: una obra de arte debe emocionar, tocar el corazón, remover tu mundo interior, hacerte saltar por los aires. En el caso de la poesía, y también en el de la prosa –aunque no con tanta evidencia–, la música de las palabras es un factor inexcusable; esto lo han afirmado tácita o explícitamente todos los grandes poetas que en el mundo han sido; sin música no hay poesía, por mucho que algunos se empeñen en mostrar –que no demostrar– lo contrario. Y en tercer lugar cualquier proceso de creación poética debe sacarnos de nuestra ociosa rutina, elevarnos del telúrico suelo, llevarnos a imaginar que existe algo visible tras lo invisible y conseguir –y esto es lo más difícil– que esta nueva realidad se haga carne en nosotros y nos transfigure.

 

A.P.S. Ha cultivado la admiración y la amistad del escritor y dramaturgo Antonio Gala. ¿Qué le apetece decir al respecto?

He sido un espectador —incluso más que lector– empedernido de la obra de Antonio Gala; y esta admiración me llevó primero a acudir de manera obsesiva a los estrenos de sus obras y, posteriormente, a buscar su simpatía, de la que disfruté durante mucho tiempo. Creo que Antonio Gala no prologó obra alguna y, si lo hizo, no se prodigó demasiado. Puedo sentirme orgulloso de haber captado su atención al prologarme el monográfico que me dedicó Ánfora Nova en 2005, palabras que todavía resuenan fértiles en mi interior. Siempre me trató con rigurosa caballerosidad, haciendo gala de mesura, ingenio e inteligencia. Aunque en ocasiones hemos observado algún desafuero, propio de su combativa genialidad, te aseguro que conmigo siempre se comportó con suma sensibilidad y cariño.

 

A.P.S- Cuando hemos conversado para elaborar esta entrevista, ha expresado su descontento ante el triunfalismo y fatuidad de algunos escritores. ¿Qué repaso les daría?

Me preguntas por lo que me produce decepción y te diré que, aunque hay muchas razones para sentirse desilusionado de este mundo ingrato y egoísta, en el terreno literario me desencanta el triunfalismo de algunos escritores, bastante mediocres generalmente (como no podría ser de otra manera), que, subidos en su pedestal nepótico, enarbolan la enseña de lo sencillo (que aboga por lo certero, lo esencial, lo preciso, lo sobrio, lo escueto y lo claro) cuando realmente lo que ensalzan es lo simple (lo llano, lo fácil, lo falto de profundidad).

 

A.P.S- Formulando la pregunta a la inversa: ¿qué le causa satisfacción, afinidad o complicidad con la gente del ámbito literario?

No tengo una opinión establecida sobre qué o quién me causa mayor simpatía en el ámbito literario. Diría que es más cuestión del talante de las personas que de las posibles coincidencias formales o estéticas que nos unan.

 

A.P.S- Es acreedor de una extensa obra poética y también en prosa. En síntesis, ¿qué le ha dado los mejores momentos? ¿Ha perdido algo en el trayecto?

sevilla Desde muy pequeño intuí la atracción por el lenguaje y ese deseo ingénito que me empujaba a leer y escribir. Creo en la separación de géneros pero no obvio que puedan complementarse siempre y cuando se tenga el suficiente conocimiento de cada uno de ellos y se utilicen correctamente. Me surgen enormes dudas sobre ciertas formas de “poesía experimental o transmoderna” que encubren ignorancia, inepcia o desidia.

          Creo que la literatura es alimento del espíritu, una manera fértil de incentivar la imaginación que es, a mi parecer, uno de los grandes dones que posee el ser humano. A través de lo literario, en cualquiera de sus manifestaciones, exponemos lo que somos y sentimos, pero también todo aquello que nos sobrepasa y nos supera, incluso todo aquello que no somos capaces de explicar racionalmente pero está en nuestro interior y nos impulsa a soñar, a creer, a elevarnos sobre la materia.

          Pienso, como Unamuno, que la poesía es la quintaesencia de la literatura, el crisol más acendrado del arte de la palabra, el que más exigencia intelectual requiere, el que más nos exige profundizar en lo oculto, el que nos requiere mayor concentración y lucidez. Quizás por esto sea el género más incomprensible y el que menos adeptos contabilice. Por el contrario, su brevedad y “frescura” llegan a generar toda una secta de acólitos más proclives al diletantismo que a su ardua esencialidad.

 

A.P.S- ¿Cuál ha sido su última obra publicada?

Mi última obra lleva por título Epifanía. Aunque mantiene su sentido primicial de manifestación o revelación, poco o nada tiene que ver con el sentido religioso que atribuimos al nacimiento de Cristo. Pero sí puedo afirmar que es un renacimiento, una manera de explorar en el subconsciente todo aquello que queda subyugado, preterido o lastrado por el devenir de la existencia, todo lo que nos acomoda a existir cuando la verdadera poesía contiene siempre en su esencia un sentido de rebelión, protesta contra los límites impuestos al hombre por el hombre mismo y por la naturaleza. La poesía es la desesperación de nuestras limitaciones, la poesía tiene hambre de infinito, de absoluto, de eternidad.

Lo evidente es que la poesía no es una distracción inofensiva como creen muchos, ni tampoco un compuesto de relaciones irracionales como han dicho otros. Podemos decir, con Blaise Pascal, que la poesía tiene razones que la razón no entiende o ni siquiera conoce. Por ello tiene derecho a entrar en campos vedados, a construir su mundo con una lógica propia que no es la habitual, pero su irracionalidad no es sino aparente. Es profundamente racional dentro de su razón de ser, de su íntima realidad. Mallarmé asigna a la poesía el papel de revelar las leyes que rigen la vida del universo. Rimbaud pretende ingenuamente descifrar todos los misterios: religiosos o naturales, muerte, nacimiento, porvenir, pasado, cosmogonía y la nada para llegar a la conclusión finalmente de que, en la condición humana, el lenguaje expresa la existencia, mas no la crea. Quizás fuera Baudelaire el primer poeta contemporáneo cuando afirma satisfecho, tras la intensa lucha entre lo divino y lo satánico, que el hombre se ha hecho Dios y, en ese mismo instante, Dios pierde todo su poder, se materializa y se desvanece.

La angustia del hombre engendra al poeta, ahora solo, desolado, en su cruel libertad. Incluso el poema que aparece como más sereno o más risueño está lleno de ansias contenidas. En cualquier momento puede estallar su simulada dinamita y rompernos en mil pedazos. Por medio de la poesía el hombre resuelve sus desequilibrios, creando un equilibrio mágico o tal vez un mayor desequilibrio. Aplastado por el cosmos, el poeta se yergue y lo desafía, se iguala o supera al cosmos. Es más infinita que el infinito, más cósmica que el cosmos. El hombre sabe que existe porque siente la angustia frente a la nada. Llenamos o conformamos esta angustia con la ciencia, el arte y la fe, pero todavía nos encontramos en el principio: ¿Qué es el hombre, cuál es su lugar en el cosmos? En nosotros la muerte es una tragedia que sacude el universo por entero. Este hecho convierte la vida humana en un misterio que alimenta la fe o la metafísica. Decía Calixto Torres, el editor de este bello audiolibro, que, en Epifanía, el poeta se daba a conocer descarnado, en carne viva. Y quizás tuviera razón el editor poeta, porque la poesía es revelación, es vida en esencia, es el universo que se pone de pie. En realidad, la poesía nos hace ver todo como nuevo, como recién nacido, porque ella es descubrimiento, iluminación del mundo. Cuando sentimos que nos salen alas en la garganta y que todo nuestro cuerpo tiembla, estamos en presencia de la poesía.

 

A.P.S- ¿Es Córdoba un manantial de versos? ¿A qué puede deberse?

AnaQue Córdoba es un manantial de versos no hay quien lo dude. No hay más que analizar la historia de la literatura para comprender el enorme caudal poético que se encierra en sus muros: Séneca, Lucano, Ibn Hazn, Ibn Zaydum, Wallada, Juan de Mena, Barahona de Soto, Carrillo de Sotomayor, Ana de Córdoba, Juan Rufo, Luis de Góngora, el Duque de Rivas, Mariano Roldán, Manuel Mantero, Grupo Cántico y tantos escritores y escritoras excelentes que pasean en la actualidad por sus calles tachonadas de versos y palabras intemporales. Donde hay simiente siempre germina el fruto, donde instruyen maestros geniales surgen siempre egregios discípulos.

 

A.P.S- Le agradecemos profundamente su participación en Luz Cultural. ¿Desea añadir algo más antes de despedirnos?

Querida Ana Patricia, no me queda más que agradecer tu gentileza al invitarme. Nunca encuentro palabras apropiadas para corresponder a la generosidad, a la amistad en definitiva. Te felicito con entusiasmo y gratitud por tu espléndida labor en favor de la literatura y quedo siempre en espera de tu llamada. Un abrazo afectuoso y enorme.

 

RESEÑAS SOBRE LOS LIBROS DE MANUEL GAHETE

 

Manuel Gahete, el poeta en el que La tradición y LA modernidad se dan la mano

Resulta el poeta cordobés Manuel Gahete Jurado (1957) una de las voces más poliédricas de la lírica española contemporánea. Perteneciente a la denominada Generación del 80, desde su obra iniciática, Nacimiento al amor (1986, Premio Ricardo Molina), hasta la última publicada hasta el momento, El fuego en la ceniza (2014), ha transitado por los caminos de la poesía de manera independiente frente a estéticas y tendencias cerradas, tan características de este periodo que nos ocupa. Desde el punto de vista formal enlaza con la época clásica barroca que encabezara su paisano Luis de Góngora (aunque sin el tono pesimista ni la estética oscura que caracterizó al autor de las Soledades); Manuel Gahete aplica con maestría las estrofas y metros tradicionales, usa los cultismos sin que resulten enfáticos y posee esa habilidad tan infrecuente en el uso de la palabra precisa. Todo ello, desde una inquebrantable fuerza expresiva que se adapta temáticamente a la realidad contemporánea revelando en cada poema su rotundo compromiso con las cuestiones capitales que condicionan la existencia del ser humano del siglo XXI: amor, soledad, tristeza, deshumanización… Sin embargo, siempre queda en el fondo de la fructífera trayectoria poética de Gahete una luz, una esperanza reposada en la meditación honda que acaba por sobrevolar y que lo convierte en uno de los poetas andaluces esenciales de su generación.

Dra. Remedios Sánchez

Universidad de Granada

A MANUEL GAHETE,  FLAMANTE GANADOR

DEL PREMIO DE POESÍA  CIUDAD DE CABRA 2023

 

En primer término quisiera mostrar mi honda gratitud por tener la oportunidad de glosar, siquiera brevemente, los irrefutables méritos que concurren en la aquilatada obra y figura de Manuel Gahete para hacerle acreedor a tan distinguido galardón como el que hoy nos congrega. Voy a intentar sortear la tentación de citar de manera exhaustiva los numerosos premios anteriores que avalan su ingente trayectoria, pues la enumeración resultaría interminable, si bien acredita de largo la solvencia del premiado, una de las voces más notables de la literatura española contemporánea, cuya obra perdurará en el tiempo.

Simplemente decir que Manuel Gahete Jurado nace en Fuente Obejuna el 5 de julio de 1957. Es Catedrático de Lengua y Literatura y Doctor en Filosofía y Letras. Vicepresidente de la Real Academia de Ciencias, Bellas Letras y Nobles Artes de Córdoba y académico numerario, correspondiente y de honor de otras ocho Academias y Sociedades de España y América, es también Socio fundador del Ateneo de Córdoba —y distinguido con la Medalla de Oro de dicha institución—, así como Vocal de Intercambio Científico de la Ilustre Sociedad Andaluza de Estudios Histórico-Jurídicos. Correspondiente de la Real Academia Vélez de Guevara de Écija y conferenciante, traductor, articulista y crítico, su obra ha sido traducida a diversos idiomas, como el francés, inglés, italiano, rumano, portugués, chino, alemán, sueco y árabe. Aunque ha abordado con singular maestría la literatura infantil, el teatro —Cristal de mariposas, Triste canción de cuna—, la prosa periodística, la crítica literaria, la investigación histórica y el ensayo sociológico, su interés primordial se centra en la poesía. En este venero ha publicado hitos tan señeros como Nacimiento al amor, Los días de la lluvia, Capítulo del fuego, Íntimo cuerpo sin luz, La región encendida, El legado de arcilla, Mitos urbanos, El fuego en la ceniza, Códice andalusí, La tierra prometida y Los reinos solares, por citar tan solo algunos. Por haber fraguado una muy extensa obra poética, de acendrado humanismo y exquisito manejo del lenguaje, repleta asimismo de fulgurantes metáforas, ha merecido, entre otros, los premios Ricardo Molina, Miguel Hernández, Villa de Martorell, San Juan de la Cruz, Mario López, Mariano Roldán, Ateneo de Sevilla, Fernando de Herrera y Salvador Rueda. Nos acompaña hoy el poeta melariense que cuenta con más publicaciones y premios literarios. Yo creo que, además de ser un poeta excelso, Manuel es también una suerte de activista cultural, alguien que no cesa de aportar frutos en el campo de la cultura, convencido de que ésta alberga la venturosa e inapreciable cualidad de transformar y elevar al ser humano.

Estamos, dígase ya, ante un escritor total, que se maneja con asombrosa desenvoltura en los más diversos géneros. La razón de esa versatilidad descansa, quizá, en la convicción del propio Gahete de que las fronteras entre los distintos géneros son a la postre una creación artificial, carente de sustrato real y bases sólidas.

Nacimiento al amor, su primer libro de poemas, data de 1986, y con él consiguió el mencionado Premio Ricardo Molina. El amor, que Manuel Gahete concibe como un volcán capaz de transformar la vida del ser humano es, sin lugar a dudas, el sentimiento recurrente en toda su poesía. Antonio Moreno Ayora ha puesto de relieve, en su calidad de principal especialista en la obra gahetiana, que en Gahete anida un poeta que reivindica el amor como una experiencia sanadora y catártica.

En la obra de Manuel Gahete late una auténtica veneración, infatigable, por la palabra. No en vano, fue impulsor de Humanismo solidario (como reza en su manifiesto fundacional “una corriente crítica e intelectual de personas libres que, desde la heterodoxia estética, asumen el uso de la palabra como obligación social bajo los irrenunciables principios del compromiso y el comportamiento ético, sin estar sometidos a ideología, filosofía, política o religión alguna. Desde el libre discurrir del pensamiento de sus componentes nace la necesidad de rebelarse contra los sistemas y organizaciones que  oprimen y asfixian a la mayoría de la humanidad”). Cultismos y neologismos son dos recursos asiduos en su obra, como también interesa reseñar la presencia en alguno de sus poemarios de numerosos y bellos arabismos.

La poesía de Manuel Gahete es fruto de una tenaz laboriosidad, de un trabajo incesante en la búsqueda perenne de la perfección y la belleza, pero también de un don luminoso, inefable, que en algún momento le vino dado y que, como todo don, resulta imposible de imitar (Sí debiera ser objeto de emulación por los autores jóvenes, y no tan jóvenes, esa entrega denodada, esa labor callada y constante en pro de la obra acabada y compacta).

La literatura es inseparable para él de la vida. Ambas forman un todo indiscernible que invita a contemplar la existencia con sus luces y sombras, como un camino lleno de obstáculos y sinsabores, pero también de plácemes y recompensas que enaltecen al valeroso y hacen que su pugna merezca la pena. Su espiritualidad es tan honda como sincera, tan ancha como desprovista de barreras y limitaciones mundanas. Se ha dicho de su poesía, y es cierto, que se trata de una poesía que debe mucho a Góngora, de quien es un estudioso, un erudito casi sin igual, pero, y creo que la salvedad es relevante, es como si Góngora escribiera en nuestros días. La forma tiene la impronta de lo clásico, sí, del barroco más esplendoroso, pero la sustancia es actual, moderna en el mejor sentido del término. Manuel Gahete se sirve de la tradición para ensanchar los límites de la lírica y hacerla crecer hasta el cielo mismo.

La poesía de Gahete tiene el temblor de la poesía genuina, verdadera. No se queda en el edificio bruñido levantado por una arquitectura de vocablos elegidos con exquisito esmero, sino que esa bella estructura es el recipiente de una aguda y honda reflexión sobre el sentido último de la vida, que él encuentra sin ambages en el amor.

Y si reparamos no en su excelsa obra, sino en el hombre, en el poeta, qué decir. Éste es un ejemplo paradigmático de generosidad, como puede corroborar cualquiera que se haya acercado a él para pedir que le presente en sociedad su más reciente criatura literaria o que escriba su certero prólogo. Esa bonhomía no es tan habitual como sería de desear en el mundillo literario, y por eso es de justicia hacerla constar. Junto a ello, ha conformado una familia modélica, doy fe de ello, y este galardón le llega pues en un momento en el que yo, que me precio de ser su amigo, le veo feliz, realizado, aunque todavía con la pulsión creativa no ya intacta, sino en fecunda y radiante plenitud.

Vivimos tiempos convulsos, en un mundo agitado, tempestuoso, atrozmente violento en ocasiones, como hemos tenido ocasión de comprobar en fechas recientes. Hoy, más que nunca, necesitamos con urgencia la voz clara y sensible de poetas como Manuel Gahete, cuya apelación a la belleza y la bondad que se agazapan en el corazón del hombre es un bálsamo impagable, que debemos apurar con la conciencia de su valor, para no perder la esperanza en que un mundo mejor y más justo sea posible.

JAVIER ORTEGA

Director editorial de Almuzara

 

 

LA LÍRICA INCOMBUSTIBLE DE MANUEL GAHETE

 

            Una rápida mirada a la bibliografía que contiene el libro de José Cenizo Jiménez Emoción y ritmo. La visión poética de Manuel Gahete (Córdoba, Diputación de Córdoba, 2007) da idea de cuanto nos vamos a encontrar en él. La preparación de José Cenizo como crítico está notablemente demostrada y no hay duda de que al afrontar este ensayo sobre la creación poética del cordobés Manuel Gahete Jurado ha vertido en él toda su capacidad de exégesis e intuición para explicar su trayectoria poética, deteniéndose fundamentalmente en lo que son sus claves biográficas, su proceso creador y las intrínsecas relaciones entre creación y lengua poética. A estas tres cuestiones se referirán los tres capítulos que vertebran este primer libro dedicado al poeta, del que Russel P. Sebold, en el prólogo, y el autor, en su introducción, dirán respectivamente que “es enorme la autoridad de la palabra poética de Manuel Gahete”, y que siendo “un orfebre perfeccionista del verso, un poeta dueño de palabras nuevas o antiguas continuamente recreadas y vistas, en el verso, con otra luz, la luz de la belleza”, se le reconoce como “una de las voces más personales y brillantes del panorama actual”. Por eso, “Claves biográficas y trayectoria poética”, primero, y “Labor crítica y ensayística”, después, constituyen los dos apartados que sirven de planteamiento general al estudio. Es sobre todo en el primeramente citado donde se va haciendo una sinopsis bibliográfica, temática y estilística de los poemarios que Gahete ha ido publicando –muchos de ellos con reconocidos galardones en premios literarios– desde una fecha inicial, 1986, hasta otra que sirve de límite al ensayo, 2004, cuando se le edita El legado de arcilla como Premio Nacional de Poesía Mariano Roldán. Esta detención en el 2004 obliga al crítico a dejar fuera (por lo que parecen evidentes razones editoriales) los poemarios publicados con posterioridad, que sin lugar a dudas han afianzado el respeto literario por el poeta y por su incansable atención a los diversos géneros (sirva de ejemplo su labor de articulista en Después del paraíso y de ensayista en una última muestra titulada Rostros de mujer ante el espejo: poética de la transgresión), géneros que hacen de él un escritor completo y con una formación humana y científica sobradamente demostrada.

            Abrir el tercer capítulo (págs. 63-108) es encontrarse con un serio intento de explicación de lo que concierne a la “Poesía y proceso creador” de Manuel Gahete. Se abre con la afirmación del primer apartado –el capítulo se alarga hasta cuatro– de que “Todo poeta acaba preguntándose qué es la poesía y para qué sirve”, un introito que lleva a buscar y examinar las frecuentes manifestaciones que ha hecho el poeta mellariense (por haber nacido en el afamado pueblo de Fuente Obejuna) en muchos de sus escritos refiriéndose a esas dos cuestiones y a incluir las variadas interpretaciones que otros críticos han formulado también al analizar la obra gahetiana. Es esta una sección básica porque, a partir de ella, José Cenizo puede añadir las tres subsiguientes que centra respectivamente en el proceso creador, en el apego a la tradición o búsqueda de originalidad, y en las lecturas e influencias de Gahete. Estas últimas son revisadas con amplitud y ordenadas (atendiendo a ejemplos clarificadores) según procedan del clasicismo, de Góngora o de Quevedo, de fuentes místicas o de la época contemporánea (con detenciones en poetas románticos, del 98, del 27, del grupo cordobés “Cántico”…). Los recuerdos, citas, reminiscencias, homenajes líricos que ofrece la poesía de este autor cordobés son abundantísimos y demuestran los copiosos regueros por los que le allega la inspiración y con los que fertiliza su gusto literario.

            “La creación y la lengua poética” (el capítulo IV, págs. 110-194) aborda, nuevamente con profundidad, detalle y seguimiento de la crítica especializada en el poeta cordobés, lo que es el pensamiento de Gahete y lo que constituye en su escritura la forma interna –dos secciones tratadas con extrema brevedad–, y a continuación, más extensamente, la forma externa junto con los recursos expresivos que la modulan, lo que da pie a desglosarlos en métrica y ritmo, en caracterizaciones de los niveles morfosintáctico y léxico-semántico, y en descripción de los procedimientos retóricos que asiduamente sostienen el estilo de los poemas (sólo a este estudio se le reservan treinta y seis páginas). Es fundamentalmente atendiendo a estos aspectos de fondo y forma como puede concluir Cenizo Jiménez su ensayo con un último párrafo donde asienta la opinión unánimemente compartida por los críticos de Gahete: “poeta de exquisitez formal y hondo sentimiento ajeno a modas, círculos o tendencias, entregado a la belleza de la palabra, a la Poesía, de la que es uno de los maestros de su generación y como el tiempo, con su implacable criba, se encargará de demostrar”.

Ya sabemos que en esta órbita del lenguaje y del estilo, la máxima aspiración del autor se concentra en perfilar un lenguaje literario desligado de la expresión prosaica y del vocablo que pueda resultar anodino para la comunicación, a sabiendas –según un día escribió– de que “El virtuosismo del lenguaje no es más que un don como la satisfacción o la belleza”. Al lector le debe interesar partir de este estudio de Cenizo Jiménez para relacionarlo con la producción lírica de Gahete publicada después del 2004, acudiendo pues a títulos como Mitos urbanos (2007) o Cosas que importan (2008). Si consideramos, por fin, que en un artículo reciente él mismo, como crítico literario, opina que “Córdoba es, sin duda, la ciudad de los poetas. En ella se vislumbran las luces más claras de la lírica”, comprenderemos que entre tanta fogata descuella incombustible lo que en una ocasión denominé como “la luminosa escritura de Manuel Gahete”.

Antonio Moreno Ayora

 

 

 

            LA POESÍA ESTÉTICA DE MANUEL GAHETE

 

            Un largo poema recorre la escritura de Manuel Gahete. Un  largo verso que comenzaba cuando en el año 1986 publicaba su primer libro Nacimiento al Amor y al siguiente año en la colección Polifemo aquel otro llamado Los Días de la Lluvia, que coincidió también con la edición de mi segundo libro Poemas para Andrómina que se presentaron conjuntamente en la Diputación. La dedicatoria que él me hizo hace veinte años dice así: “A Antonio Varo, porque nuestro encuentro suponga el principio de una nueva y perpetua amistad” (15-1-1988). No hay que decir que esta amistad se ha acrecentado y renovado en cada encuentro personal y poético. Como te dijo alguna vez Luis Alberto de Cuenca “me siento orgulloso de ser tu amigo”.

Y ese largo verso inicial de Manuel Gahete es continuado con estos Mitos Urbanos, Premio Ateneo de Sevilla. Pero hoy no voy a hablar del ya conocido por todos curriculum de Manuel Gahete, ni de que posee innumerables premios de gran importancia poética. Sólo de las sensaciones que me ha producido la lectura de este libro. Sensaciones más que disecciones, más que análisis, quizás huyendo de aquella afirmación de Spengler de que analizar es matar (él se refería  a la novela), pero sí a través de pensar en el poeta se hace pensando en lo poetizado por él mismo. Porque la poesía, y esta poesía, habla ante todo de emociones y de sentimientos. ¿De qué otra cosa si no? ¿No estamos ante un poeta que camina por el filo del cuchillo de lo innombrable?

Al poeta se le exige ver “más allá” de la cosa, más allá de la palabra, del acontecimiento, de lo fenomenológico. El poeta, como un águila, ve más lejos que nadie, ese es su poder. Lo dice Blanchot: “La mirada de la poesía mide siempre la ausencia del objeto”. No podría ser de otra manera. Nada como la ausencia para hacer presenta a las personas, para presenciar las cosas. No se escribe en la presencia (ésta siempre estorba al poeta) sino en la ausencia, omnipresente en estos versos. Como es evidente con el título de uno de sus poemas La equívoca memoria.

Por eso también los sueños, tan sugerentes, que fuerzan la imaginación, asocian deseos y ausencias, concretan el ser, consuelan y rellenan ese hueco oscuro  e inevitable de la vida. Un sueño que con técnica surrealista se hace presente a pinceladas en la poesía de Gahete y en estos Mitos Urbanos. Porque el sueño es el sueño de la belleza o la belleza del sueño, que no crea monstruos sino realidades.

Y Gahete nos va dibujando las sensaciones con la belleza certera de su palabra en el tiempo. De alguna manera se fuerza para que sintamos  lo mismo que él siente, porque su poesía tiene algo de misteriosa religiosidad en el sentido de encarnación, hacer carne el poema, el verso, la palabra y así tanto el poema como el amor son una experiencia única. Desde su ya primer poemario Nacimiento al Amor. Quizás porque encarnarse sea la única manera de huir de la soledad. Lo dijo Blanchot: “La soledad es el riesgo del escritor”.

Una soledad que no le hace decir como al Zaratrustra nietzscheno: “Yo soy la soledad hecha persona”, pues Gahete encuentra un destino en el otro: Moi c’ est l’autre, dijo Rimbaud. Y ese otro se concreta e idealiza en la persona amada. Es decir, huir de la soledad a través del amor ¿no es esa la función principal del amor? Pero esa soledad no le da paz al poeta ni placer sino angustia. Porque Manuel Gahete además contempla el mundo que le rodea, las personas que están junto a él o las que se han ido para siempre. Y esa contemplación es lo que le lleva a algo de lo más característico de su poesía como es la imaginación. Porque imaginar es a fin de cuentas nutrirse de un alma que no es sino la analogía del lenguaje. Imaginar es la facultad de crear otras realidades pero también es la realidad. Imaginar, sentir, encontrar, recordar porque como dice Massimo Cacciari  “ninguna soledad es ajena al recuerdo”.

            Y con esa imaginación el poeta  se desajena, se exterioriza, en cierto modo huye de sí mismo. El poeta se retuerce, convalece, del afuera y de sí mismo. En este sentido me llama la atención la preeminencia de dirigirse (aunque no excluye el yo) en  sus poemas a  una segunda o tercera persona. Pero como un bucle que se recrea en su forma siempre termina sobre sí mismo. Su yo poético navega entre los versos intuyéndose y desafectándose, inmiscuyéndose en el ser del otro y en la naturaleza.

En el ser amado que se convierte en refugio donde el poeta, explora su propia personalidad. En cierto modo Manolo poetiza la poesía porque donde hay lenguaje hay vida, la que le confiere el poeta con su palabra especial y única y que en cierto modo le hace agotarla.

            Y el imaginar, como el decir, gahetiano, tiene sus propias leyes porque hacer poesía no es conocer ni comunicar (o no sólo eso), es imaginar, y estas leyes o reglas que guían pero no coartan serían en su poesía las siguientes:

            -Conexión con el afuera. Para Kafka el poeta es aquel para quien no existe siquiera un único mundo porque para él sólo existe el afuera, el fluir del afuera eterno (Blanchot)

            -Pensar en la naturaleza y en realidades, no en abstracciones.

            -Presencia del otro.

            -Pensar recuerdos o recordar pensamientos, pues el recuerdo es también pensamiento, realidad.

            -Ausencia de intelectualismo, aunque no de intelectualidad.

            -Recrear realidades asociadas al pathos del pensamiento, es decir a la pasión y al dolor.

            – Rigor poético y serenidad existencial.

            -Preocupación formal y estética apoyada en “epítetos insólitos” como dice Concha García o en imágenes y como Pere Gimferrer nos dice que “ardía el mar”. El mar que da y quita memoria.

            -Encontrar el ritmo al poema y encontrarle una musicalidad íntima pero también desasosegada.

            -El uso de palabras en desuso, neologismos o cultismos aunque en este libro de manera más contenida: cognado, livor, troje, aleve (fulvo, batik).

            -Esta contención también  se observa en el recorrido del verso, que es más corto que en otros libros, pero en el que sigue prefiriendo el verso impar, endecasílabo o heptasílabo y alejandrino. Un “verso libérrimo y embridado” como diría Antonio Gala.

            Y como toda estética, hace referencia a una ética. Porque Manolo no es ningún pesimista (aunque todo poeta lleve dentro esa semilla). Una ética del compromiso con la personas y con su poesía, del acercamiento al absoluto y al mismo tiempo el alejamiento intelectual del mismo. ¿Es eso misticismo o neomisticismo como alguien lo ha llamado? Hay que escuchar a Cioran: “Lo que no puede traducirse en términos de mística no merece ser vivido”. No sabemos, sí sé que en su poesía, en sus poemas hallamos una emoción de alguna forma cosida al verso mediante el orden, la rima alejada, el equilibrio entre imágenes y texturas, con las armonía rítmica de un metro libre o impar, del color de una imaginación que se desborda en los márgenes, que hay que acotar en la salida del poema, interpretando un espíritu que dicta un equilibrio entre el dolor y el placer, la ausencia y el contacto, el espíritu romántico y el surrealismo.

            La sencillez y belleza formal de sus poemas nos trazan un mundo donde el poeta quiere agarrarse a la vida. No pierde la esperanza a pesar del riesgo (para Hölderlin todo riesgo conlleva una esperanza). Pero la esperanza (dice Ricardo Molina) está limitada por el futuro. Escribe Manuel Gahete: “Lo que hoy nos abruma/ mañana será nada”; “¿Qué existe (si es que existe) tras cada nueva muerte?”; “Hay que vivir como si no existiera destino que esperar” o “Más allá del amor o de la muerte/ ¿qué otra muerte o amor podrán salvarnos?”. Pero no se resigna a la nada, no es un nihilista al uso, porque para él vivir es la salida.

Quizás por ello ese orden invertido en su libro en tres secciones, de la vida, de la muerte y finalmente del amor. Lo clásico es primero el amor y después la muerte. Siempre deja un hálito de esperanza para el amor, lo que justifica la condición humana: “Amiga…tu sabes por qué sólo nos queda/ la sombra de  lo amado”; “Sólo la vida me parece amable/ si me asubias el pecho con tus brazos”; “Si tú me miras/ se esfumina el miedo”; “Si tú me miras no existe absoluto/ más allá de mí mismo que no sea/ el reflejo de ser en tu mirada”. Y el último verso del libro dice: “El amor que ennoblece a aquel que ama y embellece al amado”.

            Y nos recuerda como metáfora del tiempo la lluvia al comienzo del libro: “A lo lejos la lluvia ya amenaza/ con su acento de hierba”. En estos versos de su poema El vértigo y la luz se resume su poética y concepción de la existencia: “Somos seres iguales/ que se abstrusan en absurdas quimeras/ ríos que se desbordan desbocados/ sobre otra piel humana/ vestigios agostados en el lastre del tiempo/ Y nada es como antes”. Tempus fugit, amor, muerte: “Sorbo letal/ el aire que respiro, enamorado amigo de la vida/ en el crisol fatal de la memoria”; ya que “Fulvo tránsito breve/ nuestra caduca condición humana”.

            En este libro culmina, a mi entender, un cambio expresivo que se inicia en su libro La Región Encendida. Su escritura de fama barroca se ha idealizado, sin perder algunas de sus señas de referencia. Hay más claridad en su poesía. Lo cual no implica una cierta dificultad pues como dice Cacciari “La palabra puede únicamente obtener alguna claridad en cuanto que renuncia al mismo tiempo a revelar la claridad absoluta. La palabra sólo logra hacerse clara cuando ha comprendido finalmente que jamás  podrá ser adecuada perfectamente a dicha claridad”.

El título del libro Mitos Urbanos nos dice que quizás como señala Steiner, nuestros modernos mitos (y ese hambre de tenerlos) no son sino una teología sustituta. Pero me da que hay un cierto aire irónico en este título.  La vida, el amor, la muerte,  ¿son los modernos mitos? Contra la imposición social de los mismos Gahete reclama la propia individualidad de vivirlos. Sólo uno, y de ahí la soledad y la angustia, es capaz de vivir por sí mismo.

            Escribió Heidegger que “los más atrevidos son los poetas, pero aquellos poetas cuyo canto voltea nuestra desprotección hacia lo abierto… siguiendo la huella de lo sagrado porque experimentan lo no salvo como tal; su canto encima de la tierra consagra; su cantar celebra lo intacto de la esfera del ser”. Hasta esa esfera del ser nos arrastra la poesía de Gahete con la contundente belleza de lo clásico (el amigo y poeta Antonio Flores prefiere decir “el contundente clasicismo de la belleza”). Con una poesía que es un crisol de Góngora, Aleixandre, Valente y Cántico.

Según Luis Alberto de Cuenca Gahete “es uno de los poetas españoles que más y mejor han trasladado a nuestros días el sentido, y hasta la forma, de los grandes autores de nuestra tradición centenaria”. Por eso su poesía es también un delirio poético, la poesía como justificación, objetivo y licencia para vivir y ¿por qué no? amar. ¿Para qué ser poeta? Sencillamente se deja llevar a sí mismo. “Soy poeta luego existo”. ¿Será ésta su mínima máxima? y perdón por el buscado oxímoron. Manuel Mantero ha llegado a decir que incluso es sexual la relación de Gahete con su poesía. Quizás por eso su poesía duele. Duele porque la belleza y su finitud, el paso del tiempo, la muerte, los hace presentes cuando su emoción nos libera de otras ataduras y pensamientos.

En fin aquí os dejo con este “bruñidor de los lenguajes” como le llamó Juana Castro, y gran amigo.

Antonio Varo Baena

Manuel Gahete: la luz, siempre

Marina Bianchi – Università degli Studi di Bergamo

El poeta que va a hacer un poema (lo sé por experiencia propia) tiene la sensación vaga de que va a una cacería nocturna en un bosque lejanísimo. […] Hay a veces que dar grandes gritos en la soledad poética para ahuyentar los malos espíritus fáciles que quieren llevarnos a los halagos populares sin sentido estético y sin orden de belleza. [1]

Federico García Lorca

Poeta vitalista y apasionado, ajeno a modas y tendencias literarias [2], Manuel Gahete (Córdoba, 1957) transmite intensas emociones a través de imágenes elegantes y un lenguaje refinado; la palabra vehemente da voz a una dimensión humana, intimista y universal a la vez, que convoca la inmortalidad del poema y de su autor. Si por una parte se percibe la herencia de la tradición clásica, por otro lado no faltan, entre otras, las influencias románticas, modernista, noventayochista, surrealista, existencialista, de la poesía de posguerra y de sus contemporáneos. Los ecos de la metáfora gongorina y las referencias bíblicas que remiten a los místicos conviven en Gahete con la búsqueda de la palabra perfecta que evoca a Juan Ramón Jiménez, solemne pero inmediata –más en el sentido de “palabras de familia gastadas tibiamente” [3] de Jaime Gil de Biedma que al estilo de Miguel Hernández-, donde el intimismo pasa inevitablemente por Cántico. Los temas de amor, vida, muerte y soledad, que recuerdan a su amigo Vicente Núñez, le sitúan además en la línea que sale de la Generación del 27 y llega hasta nuestros días, cruzando por la mejor tradición andaluza. Como remarca Russell P. Sebold, lo importante para un poeta de autoridad es recibir la herencia literaria, para renovarla a su manera [4].

Como suele pasar con los escritores que son además filólogos y críticos, en los ensayos de Manuel abundan las consideraciones que bien podrían referirse a sus mismos versos, tanto que de su prosa sacaremos los elementos esenciales para una definición de su poética. En el artículo “Antonio Carvajal: palabras sin tiempo”, Gahete afirma que éste “sigue descubriendo parajes indómitos, despertando emociones humanas más allá de este mundo” [5], y sigue:

sus libros muestran un universo poblado de imágenes fastuosas, barrocas pero precisas, deslumbrantes pero sobrecogedoras.

[…]

Poesía y música se entrecruzan en su devenir existencial como enredaderas fecundas, incardinando la vida del poeta. [6]

He aquí una perfecta definición de la escritura de Manuel: “poesía y música”, donde la segunda se vuelve elemento fundante del verso: el ritmo es su constante preocupación, resultado de su extremo cuidado formal; “Sin la música no es posible la poesía” [7]. El acto de la escritura supone una intensa búsqueda de la perfección estética, que desemboca en una poesía barroca de léxico selecto donde la belleza tiene que ser funcional a la comunicación de las emociones [8]. El consiguiente hermetismo que a menudo se percibe no es negativo, como aclara él mismo en otro texto referido a su maestro Luis de Góngora y Argote:

Éste es el principio de un lenguaje nuevo, representación del deseo, espectacular y simbólico que lo aleja –poética porque existencialmente no lo logrará nunca- de todo lo creado. [9]

Lo que sólo en un primer momento puede dificultar la comprensión inmediata se vuelve pronto lenguaje perfecto del deseo, base de la creación poética, que se sustenta en la concepción del verso como huida y alejamiento de la existencia. Esto no impide que la realidad sea fundamental para la poesía, como fuente inspiradora de todo acto creativo. Comentando la obra de Luis de Góngora y Vicente Aleixandre, Manuel confirma:

la realidad es el elemento que fundamenta la creación poética y desde ella es preciso forjar un nuevo cosmos que sea referente de las aspiraciones humanas, aunque en el caso de ambos provenga de un incesante y ardoroso deseo de evasión. [10]

Gahete describe a Góngora como el creador de un lenguaje nuevo, expresión cuidada, elegante y rigurosa de un deseo contrapuesto a la realidad, a la vez que de ésta mana. Y la Generación del 27 recibe la herencia del escritor del Siglo de Oro: se trata de un lenguaje que da voz a una emoción intensa, que se percibe tanto en Góngora como en Federico García Lorca y Vicente Aleixandre: “En los tres se produce una especial coincidencia: el cenital y entrañado contraste entre luz y sombra, tiniebla y alba, felicidad y angustia” [11]. Por supuesto, de nuevo estamos frente a una afirmación que se adapta perfectamente a la obra de nuestro poeta, quien, como los escritores del 27, forja una expresión nueva que no descuida en ningún momento de la tradición clásica. En él también se respira esa indomable y atávica tendencia andaluza a las emociones intensas, ese anhelo de vida, ese gozo pleno de la existencia en su doble faceta de alegría y dolor, “Luz y sombra” [12], marcada por la vida y la muerte, La realidad y el deseo [13] en palabras de Cernuda o, para retomar un título de una antología del mismo Gahete, Carne y ceniza [14]. Es lo que él mismo ha definido “catarsis hímnica y trágica de haber nacido hombre” [15], que se refleja en la densidad de la palabra que define cada acto comunicativo, y se vuelve sonoridad evocadora y universal en sus poemas. Y volviendo a Lorca, es como si en sus versos se percibiera la flecha del “Poema de la saeta” [16], que te hiere en Sevilla y te lleva a Córdoba para morir; Córdoba, “la ciudad más melancólica de Andalucía” [17].

En los versos de Manuel, no exentos de cultismos, arcaísmos y neologismos, la palabra chispeante no deja de dibujar imágenes elegantes a la vez que contundentes: los poemas se mueven en un Universo luminoso [18] en el que la oscuridad amenaza con aprovecharse de la fragilidad de la condición humana. Gahete canta sufriendo su “poema de amor inacabado” [19], cuyo protagonista no es sino del “dolor de amar” [20]:

Crecerá mi dolor aquí dentro

como un niño pequeño

sin ganas de jugar.

Guardaré mi dolor aquí dentro

como un joven ingenuo

guarda un amor fatal.

Llevaré mi dolor aquí dentro

como un hombre sincero

con ansias de luchar.

Morirá mi dolor aquí dentro,

y todos sus silencios

conmigo quedarán. [21]

El sufrimiento marca cada etapa de la vida, acompaña al niño, al joven y al hombre que no se rinde: sigue teniendo “ansias de luchar”, hasta el final, hasta que la desaparición de las penas conlleve la indisoluble y definitiva unión de muerte y silencio. Lo que deja suponer que sin dolor no hay poesía, como se lee más explícitamente en otros poemas:

Sangro como una fuente por todos los rincones,

en todas las criaturas del mar y de la tierra,

por el fuego y el aire,

con una inmensa llaga inmarcesible. [22]

tan sólo cuando os ame

y sangre en un poema

– entonces, nunca antes –

decid que soy poeta. [23]

La poesía siempre conlleva heridas en el alma, una por “cada sorbo amargo de la vida” [24], lo que hace que el poeta escriba que “el nacimiento duele más que la muerte” [25]. “El poema es un dolor” [26], como me dijo hace tiempo Pablo García Baena: si el poeta no sufre, no puede ni escribir. Y a pesar de esto Manuel ama el amor [27], ama la vida aunque le pague con “besos de oleaza” [28] y está dispuesto a soportar la oscuridad, a la espera de que la luz del día vuelva a salir. Ésta es la base de partida sobre la que Gahete, mediante la acumulación de metáforas originales y sugerentes, “va elaborando una teoría del amor, entre sensualidad y nostalgia, hasta adentrarse en la propia hombredad” [29]. Por supuesto, el principio primordial implica que no haya otra salida sino el amor: sin él, nada tendría sentido; a pesar de esto, como en La destrucción o el amor de Vicente Aleixandre [30], el mismo sentimiento supone también el sufrimiento, que a menudo acarrea un daño irreparable.

El tema central del amor no se limita a la dimensión humana: la fe también ocupa un lugar destacado, tanto que Russell P. Sebold señala a Manuel como “neomístico”, reconociendo en San Juan de la Cruz uno de sus arquetipos, en los “insistentes diálogos espirituales con fuerzas trascendentes, ascendentes, descendientes” [31]. La lucha existencial de Manuel se desarrolla pues en dos sentidos: hacia la armonía con lo humano en el amor terrenal, y hacia la armonía con lo divino en la fe; como es de suponer, en ningún caso el camino carece de obstáculos, dudas y contrastes. Acompañado por reflexiones metafísicas acerca de la vida y la muerte, el tiempo que pasa y la soledad, el amor se configura como única salvación y entraña la búsqueda de la verdad, hallada a menudo en la amada, a veces en Dios, otra en sí mismo y siempre en la poesía, hiperónimo metafórico de cada uno de sus constituyentes. Símbolo imprescindible de estos encuentros es la luz, inevitablemente relacionada con la sombra: el verso alumbra la esencia del espíritu y enseña su verdad escondida en la oscuridad; a través de la belleza de la palabra, la poesía introspectiva, que a menudo se acerca al monólogo interior, logra ahondar en el conocimiento de las experiencias y emociones más íntimas. Escribe Gahete en un verso iluminador: “Sabes que nuestras vidas son luces de un momento” [32], y define la poesía como “una oscura luz, la luz más negra que el hombre reconoce, pero siempre luz, incluso cegadora” [33].

En vista de estas últimas consideraciones, el libro Mitos urbanos, premio Ateneo de Poesía 2007, se configura como el relato poético de la existencia de un “hombre de luz eterna / a la efímera sombra condenado” (p. 14) por una vida que es “oscura soledad” (p. 13), como consecuencia de la pérdida de las personas amadas: de la mano de la madre que resbala sin fuerza, “del roto espejo / de un amigo triste” (p. 31), o de un amor del que ya se sabe que “no habrá nueva vez” (p. 26). Aquí ya vemos algunos de los símbolos primordiales de la poesía de Manuel: la luz, metáfora de la presencia del amor que trae consigo la paz y la alegría, contrapuesta a la oscuridad de la soledad; aparece además el espejo, como búsqueda de la identidad en el otro, el amigo, que se rompe por su ausencia definitiva. La presencia sólo sobrevive “en el libro cerrado del recuerdo” (p. 27), amenazada por la fragilidad de la condición humana que, tras la muerte de la pérdida, puede alcanzar un desenlace aún peor, la muerte del olvido (p. 17):

¿Queda algo de alguien

en nosotros

cuando el tiempo devora las huellas y el destino,

cuando en nada deviene el alción de la bruma

y los sueños de agua se inmergen en la niebla?

Sólo hay una manera para evitarlo, que reside en la respuesta a otra pregunta del poeta: “¿Qué existe (si es que existe) tras cada nueva muerte?” (p. 34). Sólo la poesía, ese lenguaje que parece tan efímero, como “Escrito en la arena” (p. 18), y que, sin embargo, hace que todo se vuelva eterno. Y la palabra, eje básico de todo poema, recobra su significado, su centralidad en el acto poético, no sólo como intérprete de los sentimientos humanos, sino también haciéndose portadora de eternidad en la medida en que logra guardar el recuerdo. “El mundo se interpreta básicamente a través de la palabra” [34], escribe Gahete, y cabe añadir que sobrevive en ella. La voz de Manuel pronuncia su canto desvelando en las metáforas “las palabras que quedaron sin nombre” [35], buscando en ellas “un ardido retorno en que ocultarse” [36]. Entonces la voz del poeta “canta con lágrimas” la “ausencia irreparable” (p. 25) de una historia de amor que se deja “vencer bajo la lluvia / a veces tan amarga” (p. 39), para que el olvido no pueda volver a borrar a quien ya no se tiene. Y al salvar el recuerdo de la oscuridad, aparece una nueva luz, “el sonoro clamor de la esperanza” de quien se declara “enamorado de la vida / en el crisol fatal de la memoria” (p. 16).

Como en toda la poesía de Gahete, el amor es el centro de Mitos Urbanos, es la única esperanza de volver a la felicidad, lo que recuerda a Francisco Brines [37], entre otros. Si el optimismo es evidente, la actitud que prevalece en los versos reflexivos es más realista: el amor que salva y libera es la vuelta a la vida en un encuentro, pero a la vez puede desembocar en la muerte de la pérdida, en una existencia en la que el paso del tiempo conlleva inexorablemente la inseguridad. La oscuridad se alterna cíclicamente con la luz, que es “paz y palabra” (p. 13) -en una variación del verso de Blas de Otero- [38], es decir, la alegría de una presencia recién llegada que infunde un himno nuevo a la voz del poeta.

Manifiesto de esta visión de la existencia humana como alternancia de luz y sombra, el poema que abre Mitos urbanos, “Camino de regreso” (p. 11), describe la vuelta a la felicidad en el hallazgo de un nuevo amor, marcando las pautas de lectura de los tres apartados: “De vita”, “De morte”, “De amore”. Desde luego vivir no es más que esto: amar hasta morir, hasta perder a la persona amada, para luego volver a la vida en un nuevo encuentro. El camino de regreso del primer poema se abre en la calle, en medio de la gente que obliga el hombre a un exilio interior, que lo condena a “un cuerpo de cera”, falso porque esconde un dolor que su rostro no enseña. Y si su alma es gris, lo es también el cielo en su amenaza de lluvia, ambos oscuros como la sombra. Pero en una estrofa tan sensorial, el implícito elemento cromático y la explícita referencia al olfato anuncian otras noticias más proclives al optimismo: el matiz agradable de la naturaleza, con su rosa, símbolo de la poesía, que va esparciendo su esencia y alumbra la oscuridad de las calles, trayendo a la memoria los “versos benignos” en un momento en que se ven amenazados por el estado de ánimo del poeta. El recuerdo de la hora feliz hace que el náufrago, en su soledad y abandono, vea en la sombra de la intemperie un rayo de luz, hiriente, tan luminoso como el amarillo sol que se refleja en la nieve blanca y brillante. Empieza entonces el camino hacia la luz, animado por el recuerdo y la esperanza, vuelve a vivir, o mejor dicho, a dejar que la vida le llene los pulmones de aire y el alma de amor hacia la vida misma, hasta que ésta le proporcione un nuevo ser querido y con él “el tiempo nuevo de ser en la alegría”.

El siguiente poema “El vértigo y la luz” (pp. 12-13), reflexiona sobre la precariedad, la “caduca condición humana”, “la urgente quemazón de la vida” en que nada es eterno: el vértigo del primer momento, las ilusiones y la inocencia desaparecen; “ya nada es como antes”, ahora la tristeza y la soledad convocan la muerte en “la imagen de lo oscuro”. Pero al final queda una esperanza:

Cuando vengas de nuevo a reclamarme,

de la nada o el todo que me has dado,

una brizna de luz,

me hallarás vivo,

difundiendo en mi voz un himno nuevo,

compartiendo la paz y la palabra.

Gahete sigue remarcando la antinomia de la condición humana en “Heredero de Adán” (p. 14), donde “el linaje de los dioses” vale menos que el aire, debido a la condena de la vida que hace que la agonía sobrevenga al beso, que la maldad y la soledad lo acompañen en su condición de hombre, que la “efímera sombra” desautorice su original y natural propensión hacia la “luz eterna”. Sin embargo, este anhelo lo lleva a luchar contra todo, a viajar a todas partes en el poema siguiente, en busca de la libertad, hallada sólo en el “Escalofrío” (p. 15) de una historia de amor, la que Cernuda, en la cita que abre la composición, describe como “la libertad de estar preso en alguien / cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío”, y que, en palabras de Manuel, no es “sino la libertad de haber amado”. Y de nuevo vuelve el abandono en “Brindis” (p. 16), en el que el poeta busca consuelo en una copa de vino que no logra atenuar el dolor y la rabia. Pero hay algo positivo que se mezcla con el sufrimiento: el recuerdo de su amor hacia la vida. El papel central de la memoria se remarca también en el poema “Vínculo” (p. 17), donde el ser humano es una “hoja volandera” a la que el otoño le ha arrancado la vida: si la existencia, como el árbol, tiene su destino en la muerte, hay una oscuridad aún peor: la del olvido. Entonces el dolor recobra su sentido: el sufrimiento hará que el hombre sepa que está viviendo y verá la luz, mientras la sombra se quedará esperando y contemplando a lo lejos -lo que remite de nuevo a Luis Cernuda para quien amar, con los sufrimientos que esto conlleva, significa vivir [39], y a Vicente Núñez quien al final sabrá que ha vivido por la amargura guardada en el fondo del alma [40]. A pesar de todo, parece sugerir Manuel, vale la pena aguantar las sombras de la existencia humana, es más, afirma en “Escrito en la arena” (p. 18):

Hay que vivir

como si no existiera destino que esperar,

como si el breve diario de la vida

no volviera a brindarnos

otra oportunidad de abrir sus páginas.

Precisamente por la precariedad y la brevedad de la condición terrenal, y porque nadie sabe qué vendrá “después del silencio”, hay que vivir cada instante con la máxima intensidad, como si fuera el último. Si en “Escrito en la arena” Gahete no sabe qué puede ocurrir, en “El peso y la medida” (p. 19) reflexiona sobre el tiempo que pasa y lleva al hombre a la vejez, acabando de nuevo con una visión optimista: una flor en medio de la lluvia anuncia “el sonoro clamor de la esperanza”, que hace que se pregunte: “Más allá del amor y de la muerte, / ¿qué otra muerte o amor podrán salvarnos?”

Con esta interrogación se cierra el primer capítulo, tras el que “De morte” se abre con “Penúltima morada”, conmovedora descripción de los últimos instante que anteceden a la muerte de la madre. Impotente frente al inevitable destino, el poeta observa el cuerpo que se consume, las fuerzas que lo dejan, la mano que resbala de la suya, y se queda “desvalido y desnudo” ante lo pequeña que es la existencia comparado con la magnitud de la muerte. Justo después, en “Acerca del abismo” (pp. 24-25), Manuel canta la ausencia de la madre, que pesa e hiere como ningún otro dolor, sintiéndose abandonado y derrotado frente al “impúdico silencio de la muerte”.

Siguen unas composiciones donde la muerte es más bien la metáfora de un exilio interior: “Gigoló” (p. 26), en la que el alma disipadora se malvende al placer sexual de una relación sin esperanzas, y “La equívoca memoria” (pp. 27-28), que contempla el silencio como resultado de una palabra “más álgida que el frío / y más opaca que la nebulosa”, ya que no puede hablar sino de la ruina, la memoria y el recuerdo “de los mudos amigos” “de un tiempo ya no suyo”. Se trata de una muerte simbólica, explicada en “Himno amargo” (pp. 29-30): a lo largo de su vida, el hombre va pasando por momentos de luz que pronto se vuelven oscuridad y sufrimiento, llagas sangrantes en la memoria de “pétreos restos de barro”. El espejo de agua, que era el símbolo de la búsqueda de identidad, se rompe metafóricamente, y “Del mar no queda nada”, esta vez no ya por la desaparición de una persona amada, sino por el hecho de haber aprendido cuál es el verdadero medio de conocimiento: el dolor. Ya no cabe duda, porque el agradable y dúctil cristal del mar deja entrever que tras él se esconde una superficie más dura y firme: “y espesa un sol de acero bajo el lienzo del agua”. De la misma manera, las penas de la vida obligan al ser humano a cubrir su piel con estaño, a hacerse fuerte a medida que vaya entendiendo que no sólo lleva las heridas de las experiencias pasadas, sino que además el destino que lo espera también aguarda “su daga dulce”, agradable por ser la consecuencia de un nuevo y anhelado relámpago de luz, del que, una vez más, no quedará sino “el silencio, el vacío constrictor de la muerte”. A continuación, “El don de la ceniza” (p. 31), dedicada a Vicente Núñez (cfr. p. 49), describe en imperfecto de indicativo la vida del poeta, que es aquí el “amigo triste”:

Él llegaba del agua,

de la mies del exilio

con su lengua de acero y su estiaje

lastrado de quimeras

y cuerpos transparentes,

imitando el lamento de los dioses,

solo y astral,

tal como había vivido.

Las referencias explícitas a la muerte sólo se encuentran en dos versos: “El roto espejo” y “Nos dejaba su ausencia”. Sin embargo, desde el título el polvo gris de las cenizas tiñe cada palabra y la ausencia se respira en la elección del tiempo verbal, ya en el íncipit: “Ardía el mar”, con el verbo antepuesto, como sugiriendo: ‘y ya no arde’. La muerte de un amigo sigue siendo el tema central en “Interior” (pp. 32-33), dedicado al pintor Miguel del Moral, que “Nunca eligió vivir como los hombres”, “ni morir como ellos”. Una vez más, la poesía de Gahete canta la ausencia de un amigo al que quiere rendir homenaje: “Mas mi palabra arde / para honrar tantos dones de su amistad”. Cierra el apartado el poema “Confidencia”, que se configura como un compendio en el diálogo-monólogo acerca de la vida, la muerte y el olvido, donde el poeta espera que el final de la existencia haga posible que “desvanezca toda cumbre de angustia” y “explique si el dolor de la vida / justifica esta absurda pasión de serlo todo / por una ilusión vaga de acerba libertad”.

Sigue el capítulo “De amore”, que Manuel dedica a su mujer, Ana, donde no faltan las referencias a la sangre, a las heridas causadas por el “dolor de amar” (p. 42), a las armas que las provocan y al fuego en sus múltiples facetas –ya presente en “De vita” y “De morte”, aunque con menor intensidad. Símbolo de pasión y regeneración, la llama aparece ya en el título de la primera composición, en la que asume otro matiz: en “Brasa de fuego” (p. 39) el tizón que se va gastando evoca la caducidad de la vida y con ella del deseo. La misma consunción se vuelve la enemiga del caballero en “Sombras de Lancelot” (p. 40), donde el poeta, “herido combatiente”, se refiere a su Ginebra llamándola “amiga”; si en los primeros versos el amor que se apaga tiene sus símbolos en “los besos agrios, / la guitarra aleve, / el lecho tibio de los días agraces”, en las últimas dos estrofas hay una exhortación a la amada para que recobre la pasión y su energía vivificadora, puesto que ella sabe “por qué sólo […] queda / la sombra de lo amado”. A continuación, “Remedio de amor” (p. 42) propone como solución al “licor amargo de la vida” el “dulce veneno de los labios”, deseando que el fuego del sentimiento alumbre de nuevo los ojos llenos de sombra: la ceguera y el sufrimiento sólo duran “Hasta que otra razón tiñe de oro / la negritud de la mirada”. Pero esto no es suficiente, como leemos en “Mujer libre” (p. 43), donde, tras reencontrar el placer de la unión física en unos versos sensuales y evocadores, el poeta pone una condición vinculante para que se pueda salir de la oscuridad: “nunca habrá amor si no eres libre”, nunca habrá nueva luz si hay que apelarse a la “Voluntad” (p. 44) de la siguiente composición, a la decisión de quien se niega a pronunciar y oscurece al amado, y que prefiere quedarse tan sólo con su recuerdo. No, en este caso pasaría lo que al amigo del poema “Interior”, que sentía la vida “ajena” (p. 33), o lo que le ocurría al yo de “Camino de regreso”, cuya alma se quedaba atrapada “en un cuerpo de cera” (p. 11) para que los demás no se enteraran. Para que de verdad vuelva la “lumbre” del último verso de “El límite de la soledad” (pp. 45-46), con su consuelo y alivio, posible sólo en el amparo del pecho de la amada, ésta debe guiarle al poeta “por el sendero dulce”, hacia “esa fuente de luz” del sentimiento vivido que logra superar hasta la muerte. En otras palabras, para que se perciba el “crepúsculo de oro en la negrura” (p. 11) del que hablamos al comienzo, hay que gozar de la ya citada “libertad de haber amado” (p. 15) y de amar -“la única libertad porque muero” [41] diría Luis Cernuda-, o, como leemos en “Lo absoluto”, hay que tener ese inmenso privilegio de poder decirle a la persona amada (p. 47):

Si tú me miras

no existe absoluto

más allá de mí mismo que no sea

el reflejo de ser en tu mirada.

Ya no se necesitan espejos de agua, cristal o metal: la identidad reside en la mirada de la persona amada, en la que el poeta puede volver a nacer tras cada muerte. En esto consiste la “Poética” (p. 48) de Gahete que cierra el libro: “la lucha abierta de los cuerpos” donde un “leve gesto” ocasiona una alquimia en la que no hay distinción entre cuerpo, elementos naturales, paisaje, fe, vida, muerte y ardor. Tan sólo existe “El amor que ennoblece a aquel que ama y embellece al amado”.

En la variada selección métrica y rítmica de Mitos urbanos, que se expresa con un vocabulario selecto y desbordante, no se puede leer otra cosa que la primacía del amor, que lo vence todo e ilumina con su rayo de luz las sombras de la vida. Si, como afirma Manuel en una entrevista [42], las claves de su arte poético son emoción, ritmo y luminosidad, características que también marcan y definen el sentimiento que él describe, cantar el amor es el fin –cuando no el sinónimo mismo- de su poesía.

Notas

[1] Federico García Lorca, “La imagen poética de Don Luis De Góngora”, en Id., Obras completas, prólogo de Jorge Guillén y epílogo de Vicente Aleixandre, Madrid, Aguilar, 1957, p. 77.

[2] Comparto en este sentido las palabras de José Cenizo Jiménez, Emoción y ritmo. La visión poética de Manuel Gahete, Córdoba, Diputación Provincial, 2007, p. 194.

[3] Jaime Gil de Biedma, “Arte poética”, en Id., Las personas del verbo, Barcelona, Seix Barral, 1985, p. 39.

[4] Cfr. Russell P. Sebold, prólogo a José Cenizo Jiménez, op. cit., p. 11.

[5] Manuel Gahete, “Antonio Carvajal: palabras sin tiempo”, Ars et sapietia. Revista de la Asociación de Amigos de la Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes, Cáceres, n. 26, agosto de 2008, p. 231.

[6] Ibid., p. 232.

[7] Manuel Gahete, “Razones para una poética”, en “Antología. Manuel Gahete”, Papel Literario, Diario Málaga-Costa del Sol, Málaga, 25 de marzo de 2001, p. V, apud: José Cenizo Jiménez, op. cit., p. 113.

[8] Muchos (entre otros: José Cenizo Jiménez, op. cit., pp. 28-50 y 113; Juana Castro, “La honda tradición de la poesía cordobesa”, Cuadernos del Sur, suplemento de cultura al Diario Córdoba, 27 de diciembre de 1990, p. 24; Francisco Morales Lomas, “Vitalismo y barroco en la lírica de Manuel Gahete”, Ficciones. Revista de Letras, Granada, otoño 1999-invierno 2000, p. 38) han señalado la armonía entre fondo y forma en la poesía de Gahete, donde el escritor otorga la misma importancia a la perfección técnica y la emoción, hasta lograr una perfecta simbiosis entre expresión del sentimiento y belleza formal.

[9] Manuel Gahete, La oscuridad luminosa: Góngora, Lorca, Aleixandre, Córdoba, Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Andalucía, 1998, p. 40.

[10] Ibid., p. 115.

[11] Ibid., p. 7.

[12] Se trata del título de un poema del malagueño Manuel Altolaguirre, “Luz y sombra”, en Id., Obras completas, III. Poesía, ed. de James Valender, Madrid, Istmo, 1992, p. 115 (primera publicación del poema en: México en la cultura, n. 326, 19 de junio de 1955, p. 3).

[13] El título apareció por primera vez en 1936, en la portada del volumen que recogía la producción del poeta sevillano Luis Cernuda hasta entonces: Luis Cernuda, La realidad y el deseo, Madrid, Cruz y Raya – Ediciones del Árbol, 1936. El mismo título se siguió utilizando para las muchas ediciones antológicas de su poesía, hasta la publicación de la obra completa: Luis Cernuda, La realidad y el deseo (1924-1962), Madrid, Alianza Tres, 1991.

[14] Manuel Gahete, Carne e cenere (Carne y ceniza), selección y traducción de Michele Coco, Bari, Levante Editori, 1992.

[15] Manuel Gahete lo escribió en un correo electrónico que me mandó el día 24 de junio de 2009, en que me comentaba su dedicación a la literatura.

[16] Federico García Lorca, “Sevilla”, en “Poema de la saeta”, en Id., Poema del cante jondo (1921), en Obras completas, cit., pp. 236-37.

[17] Federico García Lorca, “La imagen poética de don Luis De Góngora”, cit., p. 87.

[18] Es una cita del título elegido para el número monográfico dedicado a Manuel Gahete de la revista Ánfora Nova: El universo luminoso de Manuel Gahete, Rute – Córdoba, nn. 61-62, 2005.

[19] Manuel Gahete, “Para ti este poema”, en Id., Carne e cenere (Carne y ceniza), cit., p. 71.

[20] Manuel Gahete, “Remedio de amor”, en Id., Mitos urbanos, Madrid, Algaida, 2007, p. 42. A partir de ahora indicaré las citas de la obra en el texto, señalando el número de página entre paréntesis.

[21] Manuel Gahete, “Historia del corazón”, Ánfora Nova. El universo luminoso de Manuel Gahete, cit., p. 49.

[22] Manuel Gahete, “Lo inefable”, ibid., p. 40.

[23] Manuel Gahete, “Ser poeta”, en Id., Carne e cenere (Carne y ceniza), cit., p. 75.

[24] Manuel Gahete, “Aprendiz de sabiduría”, Ánfora nova. El universo luminoso de Manuel Gahete, cit., p. 45.

[25] Ibidem.

[26] De una entrevista inédita con Pablo García Baena del 10 de mayo de 2007 en su casa en Córdoba.

[27] Cfr. Manuel Gahete, “Amé París”, en Id., Carne e cenere (Carne y ceniza), cit., p. 27.

[28] Manuel Gahete, “Vengo sin los latidos”, en ibid., p. 43.

[29] Leopoldo de Luis, “La exaltación lírica de los contrarios. Itinerario poético de Manuel Gahete”, prólogo a Manuel Gahete, El cristal en la llama: Antología abierta 1980-1995, Córdoba, CajaSur, 1995, p. 12.

[30] Vicente Aleixandre, La destrucción o el amor, Madrid, Signo, 1935.

[31] Russell P. Sebold, prólogo a José Cenizo Jiménez, op. cit., p. 12.

[32] Manuel Gahete, “Aprendiz de sabiduría”, Ánfora nova. El universo luminoso de Manuel Gahete, cit., p. 45.

[33] Manuel Gahete, Cuatro poetas recordando a Dámaso, Córdoba, Ayuntamiento de Córdoba, 2000, pp. 7-8.

[34] Manuel Gahete, “Las leyes de la lírica”, Ánfora Nova. El universo luminoso de Manuel Gahete, cit., p. 22.

[35] Manuel Gahete, “Contrapunto”, en Id., Carne e cenere (Carne y ceniza), cit., p. 37.

[36] Ibid., p. 39.

[37] Me refiero a: Francisco Brines, “¿Con quién haré el amor?”, en Id., Aún no, Barcelona, Ocnos, 1971.

[38] Blas de Otero, “Pido la paz y la palabra”, en Id., Pido la paz y la palabra, Torrelavega (Santander), Cantalapiedra, 1955.

[39] Me refiero a los últimos versos de Luis Cernuda, “Si el hombre pudiera decir”, Los placeres prohibidos, en Id., Un río, un amor. Los placeres prohibidos (1929-1931), Madrid, Cátedra, 1999, p. 96, donde leemos: “Si no te conozco, no he vivido”.

[40] Vicente Núñez, “La despedida”, Los días terrestres (1957), en Id., Poesía y sofismas. I. Poesía, ed. de Miguel Casado, Madrid, Visor, 2008, p. 76. Escribe Núñez: “es sólo porque debo perderme totalmente / y arrojar la amargura tan dentro de mí mismo / que por ella, algún día, sepa al fin que he vivido”.

[41] Luis Cernuda, “Si el hombre pudiera decir”, cit., p. 96.

[42] En Francisco J. Jurado, “La poesía culta de Manuel Gahete”, El Seminario La Calle de Córdoba, n. 162, 5-11 de mayo de 2000, p. 5.

 

 

ENTREVISTA AL ESCRITOR, CRÍTICO Y VICEPRESIDENTE DE LA REAL ACADEMIA DE CÓRDOBA, MANUEL GAHETE JURADO

 

 

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