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La lluvia que me habita
Por José Sarria
“La lluvia que me habita”
Encarna León
GEPP Ediciones (Melilla, 2019)
“Fue hermoso ese tiempo, / aquel que se bordara con fulgores / azules …/… donde todos brotáis en rescatado / canto”. Estos son los versos que, a modo de frontispicio, abren este poemario intimista, reflexivo y personal, de la poeta granadino-melillense, Encarna León.
Nos enseñó el poeta Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo” y es éste el recurso que va a utilizar nuestra escritora, para anular el conjuro del destino y hacer posible el prodigio de la resurrección a través del extraordinario acontecimiento que se materializa en la luz de su universo lírico, en donde ausencia, dolor y recuerdo se engarzan y se constituyen como material poético desde el que elevar un estandarte, el lugar común de la memoria, por donde transitan los padres, Braulio y María, su hermana Loly, el abuelo Juan o los amigos que se encuentran en esa muralla por donde la autora “quiere ir en busca de otro tiempo”.
Una etapa vital que fue pasado y que se hace presente a través de la experiencia vivida y el acontecer de los días y que, ahora, universalizada gracias al milagro de la constitución poética, han dejado de ser fragmento de la vida personal para eclosionar en realidad transfigurada y compartida.
Escribía el poeta sevillano, Francisco Basallote: “Casi todo perdimos / en la batalla / del tiempo, / desde su recuerdo / salvamos sólo / instantes teñidos de sepia / que en fugaces destellos / vida recobran. / Casi todo perdimos. / Tan sólo / nos salva la memoria”. Así es, también, en este intimista poemario, ya que estos intensos e insondables poemas significan un canto dolorido, casi elegíaco, a otro momento más sosegado, más quieto, pero más impetuoso que el actual y que la poeta ha descubierto reposado, calmo, en el salón de la memoria, en el abrevadero blanco de los años pasados, en las canciones navideñas de unos niños encendidos, en las madreselvas del abuelo que expandían su cálido perfume por la tapia del huerto, en las caminatas junto a la Carrera del Darro, en las carpetas de María que contienen tesoros musicales, en el frondoso jardín de la Concepción o en los poemas de Miguel Fernández: Arcadias donde encontró, generosa, la felicidad y que aportan sentido e interpretación a la existencia, universos donde el tiempo se estanca para dar paso al prodigio de la inmortalidad, gracias a la resurrección que se esconde en las palabras.
La lectura de estos poemas va a suponer el descubrimiento de un mundo, que todos, alguna vez, creímos malogrado y que es salvado, rescatado, a través del deslumbramiento de la palabra lírica.
Encarna utiliza el recurso memorístico para rebelarse frente al destino, conjurando el extraordinario acontecimiento del regreso a los días dichosos, materializados a la luz de la memoria (“a veces la memoria sorprende / con un pavor de siglos”), para recomponer las costuras que hilvanan lo mejor de toda una vida, momentos que se componen, fundamentalmente, de estampas detenidas en la morada de los años felices.
La armoniosa cadencia con que está escrito el poemario me hace recordar el suave rumor de las olas sobre los acantilados de Aguadú o el gorjeo de las aguas bajando por las acequias de la Alhambra. Esa templanza rítmica confiere a la obra la eufonía necesaria para acompañar a la voz poética, sustentada sobre un lenguaje claro y preciso, de tonalidad asequible, encastrada con magníficos heptasílabos, endecasílabos o alejandrinos armónicamente elaborados, donde el verbo late acerado y el sustantivo se hace plástico y se estiliza mediante encabalgamientos espléndidos, constituyendo un texto hondo y repleto de emotiva intensidad, hermoso en su planteamiento, rebosante de una especial sensibilidad, cargado de delicadeza, intenso, arriesgado (por cuanto puede tener de personal, pero superando con creces lo anecdótico) y construido en la frontera de la épica de lo cotidiano, donde la poeta convierte en horas calmas el tiempo vivido: “Vas y vienes con una constancia / de amor renacido, / creando la urdimbre que nos abraza / siempre a pesar de los años”.
La historia no es un mero acta notarial de la vida de la escritora, ni una crónica o una simple autobiografía, sino una realidad transubstanciada por el recurso de los recuerdos, de donde van emergiendo imágenes, experiencias, la alquimia de la existencia o el sabor doliente de quien ha sufrido, en el proceso de búsqueda que significa vivir, la travesía de aquellas lejanas islas que habitan suspendidas en el tiempo: en definitiva, un viaje iniciático hacia el interior para universalizar los sentimientos que atraviesan los días y sus horas.
Nuestra poeta es un ser que ha ido entrando y saliendo del salón de la memoria, atravesando el laberinto del tiempo, para recorrer con el paso de las páginas un álbum lleno de estampas que, a modo de impresiones, han quedado grabadas en el corazón de quien ha adquirido la madurez precisa y las contempla como un todo gracias a la evocación de la niña que le mira desde el otro lado del espejo para rescatar los paraísos perdidos.
Encarna León irá desgranando la visión de la realidad que perdura en el recuerdo para hacer fabulación de lo adyacente y conjurar el milagro, a través de esa dicotomía que late entre el ayer y el hoy, entre el olvido (muerte) y la memoria (vida), aceptación de nuestra sustancia, admisión de nuestra débil condición y con ella de la heredad que reverbera en la propia existencia, bajo la conmoción que supone la ausencia de los seres queridos, haciendo, desde esa terraza, trascendencia de lo cotidiano.
Y aquí reside la grandeza de este libro, pues con la utilización de materiales sencillos y nobles, bajo el amparo de imágenes ligeras y palabras gráciles, nos introduce en una senda de revelación, connotativa, casi de mística urbana, que deviene en un texto que transita, íntegro y meditativo, por la indagación reflexiva para cuestionarse, para cuestionarnos, acerca de la fugacidad de nuestra existencia: “Te pido que regreses con un fulgor / prendido al silencio que habita / en mis versos de hoy; y en esta soledad que el poeta se forja, / nos vengas a mostrar esa cara de Dios / que aún desconocemos”.