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LOS PERFILES PICTÓRICOS EN LA OBRA DE RAFAEL ALBERTI
Antonio Abad
Que la personalidad poética de Rafael Alberti haya solapado, en cierta medida, al pintor que siempre llevó dentro no quiere decir, en modo alguno, que su obra pictórica ocupe un lugar secundario en su extensa labor creadora.
Alberti antes que un poeta suficiente fue un pintor arrepentido. Pero arrepentirse no es negar. El que niega renuncia. Arrepentirse es un estado de ociosidad que puede ser pasajero. Y Alberti volvía a ser pintor cada mañana y poeta que pintaba escribiendo.
Nadie como él ha hecho del gesto un oficio capaz de arriesgarse más allá de la escritura misma y permitir que su particular caligrafía se fuera trocando en una convulsión. Era un modo de otorgarle toda la libertad a la mano. A la mano que escribe y a la mano que pinta. De ahí que su pintura pertenezca a un abecedario múltiple y sutil que desemboca, igual que sus poemas, en esa planicie ilimitada que es el mar. Alberti era el mar. Y como el mar, la calma y el desasosiego. Por eso en él se define la línea (el horizonte del mar es la línea mejor pintada del mundo) como una totalidad, como un símbolo no solo dibujístico sino también de pertenencia instalado en la mirada.
El lápiz cuando se desliza en la blancura del papel cruza como un río un espacio y con él se define todo lo creado. La línea pone límites y contornea el sentido o el sinsentido de las formas. Alberti antes que nada dibujaba. Antes que dibujar, escribía. Y es, precisamente, este mecanismo paralelo de escritura y dibujo lo que le hace concebir una plástica del gesto donde el perfil o la filigrana, el arabesco o la libre dejación del lápiz sobre el papel, impulsan una obra abundante y valiosa, cercana a los caligramas o la plástica oriental a la que él mismo denominó «liricografías». Se trata de una concepción gestual de la pintura en la que el primer trazo, el arranque impulsivo, sostienen todo el peso de la obra, rehusando cualquier técnica o experiencia que no sea el arrebato como una impronta perdurable. Pintura apasionada que hace de la pasión su emblema.
Todo lo que se configura, todo lo que se dice, todo lo que se transmuta del mundo de los sueños o de la realidad es un soplo, un aliento desesperado y confluente de un ardor. La obra gráfica de Rafael Alberti se desliza por un tiempo de urgencias, por un sentido de la inmediatez como esos insectos cuyas vidas tienen una brevedad inusitada. Esta prodigalidad y esa especie de arrebato, de distorsiones y reconciliaciones, de negaciones y movimientos, están regidos por el ámbito de la provisionalidad, por un concepto de síntesis y confluencias que le llevan, desesperadamente, a ir creando un mundo irreal de seres innecesarios, amenazados en desaparecer a poco que la filigrana o las convulsiones de las líneas tejan sobre ellos una tela de perdición.
Alberti sabe radicalizar en estas formas un dibujo envolvente, una malla beligerante y radical de perfiles arabescos, como ya apuntamos. Diríamos que el artista problematiza su visión del mundo y de las cosas y que por ello trasciende sobre el papel un resultado barroquizante. Pintor de aterrizaje. Estridente en el color. Viajero del abismo. Alberti es un resuello, un enamorado de la eclosión, un pródigo del fragmento, una mano peligrosa que hace surgir la violencia en la paz de una superficie en blanco. Pintura que quiere rebelarse y desvelarse. Espontaneidad de lo absoluto. Fotografía del tiempo único, de la hora cero, del misterio de abrir y cerrar los ojos. Su obra enlaza con esa estética que personifica el instante de lo irrecuperable.
LOS PERFILES PICTÓRICOS EN LA OBRA DE RAFAEL ALBERTI