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LA MÚSICA EN BLANCO Y NEGRO
Por Antonio Abad
La fotografía es un espejo en donde alguien se ha mirado y quedó como estatua de sal pegada en el papel. Se trata (lo sabemos todo) de la inasible sustancia del instante.
¿Y qué es el instante sino aquello que se fue? Algo que quedó congelado en el frigorífico del trabajo y los días, en la quimera de los sueños, en el vértigo de las horas rendidas en algún almanaque antiguo. Solo eso lo puede la fotografía.
La fotografía, como tal, también es un dibujo alzado detenido en el tiempo; un dibujo que el ojo mágico de una cámara oscura realiza con la exactitud y la prontitud de la brevedad de una milésima de segundo para perpetuar una vida, un gesto, un rostro, una figura… se llega a la culminación del retrato.
Retratar, frecuentativo de retraer: volver a traer.
Eso es lo que hace el dedo que pulsa el obturador cuando el ojo enfoca su objetivo, volver a traer a este otro lado, a esta otra parte donde los sonidos negros de la noche (lo negro), y los blancos arpegios del papel (lo blanco), se reúnen –más bien se mezclan– para configurar una nariz, unos ojos, una boca; en definitiva, un rostro en el que se desvela un alma. En nuestro caso, un alma que palpita de la “hondura”, el baile, el “quejío” o el duende, mientras suena, en el fragor de la cuerdas de una guitarra, una voz milenaria de metales fundidos que algún viento termina por llevarse.
El blanco y el negro son los más fieles colores para plasmar el sentido de lo trascendente. Son los colores que anulan el color. La luz y la sombra. La noche y el día. Como la vida misma envuelta con las mil matizaciones de lo gris.
La fotografía en blanco y negro se decanta por la forma y el espíritu que la rige; es decir, simplifica la naturaleza de las cosas para llegar a su esencialidad. Digamos que el color favorece una experiencia emocional, mientras que su ausencia (caso de la fotografía B/N), permite que sea nuestra mente la que analice el contenido intrínseco de una imagen. A este respecto Delacroix sostenía que el dibujo se dirige al espíritu y el color a los sentidos.
De ahí, que nada mejor –cuando se trata de recoger las sutilezas de esa verdad artística que encierra el mundo del flamenco–, que efectuarlo con esa dualidad que supone el remanso de las aguas oscuras (otra vez lo negro) con el níveo resplandor de lo intangible (otra vez lo blanco).
Pepe Ponce y Pablo Blanes (padre e hijo), dos magos que acaban de desplegar sus máquinas del tiempo alrededor de la debla, el taranto, el martinete o la bulería, lo saben muy bien.
Para ello se han valido de modelos femeninos. Es en la mujer donde mejor encuentran ese lenguaje corporal que conforma todo ese mundo de la música y la danza del flamenco, obteniendo de cada una de las artistas que han posado su sello más identitario.
La mujer como signo de las doradas formas milenarias de la danza y los ecos de los astros, como espejo de ella misma, sacándole de lo más adentro los crepúsculos de una tarde o la herida que palpita en el fuego de un volcán.
Hay en cada uno de estos retratos esa gestualidad acertada que el ojo del fotógrafo ha sabido captar con la minuciosidad y el oficio de los grandes artistas.
En estas improntas la música o el baile no están pero pertenecen al aire, son del aire que las envuelve y las acoge como si ríos, madrugadas, limones o estaños sin fundir crujieran sobre las tablas de un escenario invisible. Todo el entorno de estas mujeres que cantan, o sueñan en ser ángeles, se rodea de esa música que no se oye pero se ve. Dichos sonidos vibran en cada mirada, en cada gesto, en cada guiño o alharaca de sus respectivos semblantes. El espectador sólo tiene que mirar para sentir el eco de una seguiriya en unos labios mudos o el crujir de una palmas en las manos garbosas que el tiempo ha detenido.
Y es que en cada una de estas fotografías la música sigue sonando, quieta y permanente.
Foto Portada: Ana Fargas
Fotografías de Pepe Ponce y Pablo Blanes
LA MÚSICA EN BLANCO Y NEGRO