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EL RIF: EL PASADO QUE PERMANECE
Por Antonio Abad
Es verdad que a veces se abandonan lo lugares en los que se ha vivido, pero también es cierto que no siempre, sobre todo en los que despertamos a la vida e hicimos patria de ellos aunque no fueran los territorios de nuestra nación.
Desde esa doble dimensión, en donde el tiempo y el espacio convergen en nuestra memoria, pero lejos de cualquier atisbo de nostalgia (la nostalgia es un sentimiento que todo lo emborrona, para bien o para mal) voy a tratar de exponer algunas experiencias vitales, pero también literarias, desde mi doble condición de hijo y nieto de colonos, y escritor.
Subrayo lo de escritor porque creo que un texto literario, es decir, un análisis de la realidad aunque se halle transmutada por la ficción (una novela, por ejemplo, es una gran mentira mas todos sus detalles han de ser escrupulosamente verdaderos), representa un papel primordial en la reconstrucción de la memoria colaborando en la configuración del imaginario colectivo, en nuestro caso, ese imaginario que hace referencia Al-Ándalus para explicar el perenne conflicto Norte-Sur, un conflicto que acumula siglos de desentendimiento y que ha nutrido las miles de páginas que España ha producido sobre Marruecos.
No tengo más remedio que consignar esa relación de amor-odio, no tan intensa como la de Francia con Argelia, pero sí estigmatizadora como ella. Y es que lo nuestro, hablo de ese desencuentro constante en nuestras relaciones, viene de muy atrás. Han sido ocho los siglos de espadas españolas contra el alfanje marroquí, porque no eran aquellos venidos de la lejana Arabia los que realmente nos invadieron, sino los naturales del llamado Magreb, a lo que habrá que añadir, en tiempos posteriores: la expulsión de los moriscos, las campañas africanas del XIX, los contenciosos de Ceuta y Melilla, el Sáhara y, para completar el cesto de nuestras divergencias, el terrorismo yihadista actual. En este sentido señalo la existencia del GICM (Grupo Islámico Combatiente Marroquí) vinculado a Al Qaeda. Algunos de sus miembros fueron responsables del atentado 11 M de 2004, sin olvidar que ese mismo grupo el 31 de mayo de 1975 hicieron explosionar sendas bombas en Melilla saltando por los aires la cafetería El Metropol, el bar-restaurante El Cambrinus, y el intento fallido de los depósitos de gasolina de la Shell.
Quiere esto decir que siempre hemos tenido y seguiremos teniendo un escenario de conflictividad con nuestros vecinos del Sur, a pesar de nuestras aparentes relaciones de amistad que periódicamente suelen proclamar a los cuatro vientos los distintos gobiernos de las dos orillas.
Pues bien, dentro de estas digresiones permanentes, propias de vecinos mal avenidos a lo largo de la historia, hubo un momento en que se produjo un hecho muy significativo y que repercutió en muchas familias actuales, como la mía, al ser cooperadores del llamado colonialismo español en Marruecos, cuando las grandes potencias mundiales decidieron repartirse el gran pastel de África y a nosotros nos correspondió las migajas que constituía el Protectorado español, un territorio (el 5% de Marruecos, la mitad de Andalucía con una población de 750.000 habitantes) mísero y agreste y de escasas posibilidades económicas. Especifico igualmente que a cambio de los territorios congoleses (275.000 km2) que el imperialismo francés cedía a Alemania en compensación a la libertad de acción en el territorio marroquí, el colonialismo español perdió además, en su ya triste y melindroso reparto, la izquierda del Uarga, un pequeño trozo junto al Muluya y el territorio al sur del paralelo 35.
Este ridículo pastel nunca tuvimos que aceptarlo, nunca tuvimos que participar en la llamada civilización de las tres emes: militar, misionero y mercader.
El tratado de Algeciras de 1912 no solo significaba por parte de nuestro Gobierno responsabilizarse de una administración colonial en el norte de África que le resultaría ruinosa, sino también en compensar (paradójicamente) a nuestra institución militar por la pérdida de nuestras ultimas colonias americanas (Cuba y Puerto Rico) y Filipinas.
La cosa como todo el mundo sabe, no salió bien. Los militares quisieron resarcirse en el Protectorado de todos sus anteriores fracasos. El territorio no tenía ninguna importancia económica por lo que el capitalismo español no estaba interesado en su conservación (salvo las minas de Uixan). La izquierda política ignoró por completo la cuestión marroquí. Fue lastimosa la actuación, como en tanto otros sectores de la vida española, del gobierno de la República; se fomentó el manus militari; se obligó al ejército a realizar maniobras anuales, cuyas pérfidas consecuencias dieron lugar a nuestra Guerra Civil del 36; se impuso la estupidez de un pasaporte o ´necua´ a sus habitantes para ir de una cabila a otra; se otorgó, sin embargo, determinados privilegios a la población israelí; Niceto Alcalá Zamora, el entonces presidente, nunca quiso escuchar las demandas que le solicitaban los rifeños; y como broche Juan Moles, el Alto Comisario republicano, exigió que los niños indígenas aprendieran el español, cuando tanto bien nos hubiera hecho que los hijos de los colonos también hubiéramos aprendido su lengua. El franquismo, por su parte, ya tenía bastante con oprimir a sus propios ciudadanos para tener que ocuparse de un pueblo que ya daba por sometido.
Ningún país colonial ha tenido sus posesiones tan a mano para resultados tan baldíos e ineficaces.
Indudablemente todos estos hechos (necesariamente simplificados porque no cabe otra extensión) marcaron las pautas de los textos coloniales sobre Marruecos comenzando con el Diario de un testigo de la guerra de África de Pedro Antonio de Alarcón. Continuando con esta línea belicista vinieron después obra de autores como Ramón J. Sender (Imán, 1930) José Díaz Fernández (El blocao, 1928) y Arturo Barea (La forja de un rebelde, 1951), y me temo que todavía sigue vigente una producción literaria basada en las efemérides belicistas del Protectorado exclusivamente. Para muestra la obra reciente de Marías Dueñas El tiempo entre costuras que deambula entre servidores uniformados y ruidos de guerra.
Para Vicente Moga, «muchos de los textos actuales siguen deformando el aspecto de la realidad a representar. Como denominador común de la narrativa española sobre Marruecos, puede decirse que escribir puede ser, en este caso, un ejercicio para mitigar el dolor y el desasosiego producidos por las campañas militares. En contrapartida, el «otro» no existe más que como una torva sombra. En suma, representa el resultado de una operación mal planteada, cuyos improvisados puntos de sutura no impiden que, una y otra vez, se reabra una vieja herida. En este sentido, con el paso del tiempo, esta visión de la novela ha acumulado dioptrías: padece de presbicia creativa y contagia al lector su fatiga visual».
Personalmente siempre consideré que había que contar esa historia de otra manera, o más bien desde el otro lado —hecha ya la pacificación en el Rif—, y asumir de una vez por todas la responsabilidad de situar a los otros protagonistas en el escenario que le correspondía
Afortunadamente yo las tenía todas conmigo. Mi infancia se desarrolló en el corazón del Rif, viviendo y pasando por muchos sitios: Drius, Tistutin, Ben Tieb, Tafersit, Tensaman, Cabo de Agua (Ras el Ma), Ketama y, sobre todo, Quebdani.
Mis familiares no eran ni funcionarios ni militares, eran colonos. Regentaban molinos de harina propiedad del caíd Sidi Amar Hoch-chen. Vivíamos cerca de una guarnición militar que nos protegía. Cuando vi por primera vez una película de americano e indios, siempre relacioné el fuerte de madera con el cuartel rodeado de un recinto amurallado que ponía TODO POR LA PATRIA, en la que nosotros éramos los americanos, y ellos, los moros, los morubes, los cafres, los turcos o los morancos, como despectivamente se les solía llamar, los indios.
Mi novela de título, precisamente Quebdani, trata de todo esto, de la tensión desigual entre colonizadores y colonizados, de una fábula fatalista y aciaga en la que, a partir de la voz de un rifeño, un Beni Urriaguel de la cabila de Beni Said en donde algunos años estuve viviendo, se va narrando la actuación de los colonos en su territorio.
Aunque la historia no es verdadera tiene muchos visos de verosimilitud puesto que la realidad muchas veces supera a la ficción.
El dueño del molino, un tal Dávila, es la metáfora del peor autoritarismo del poder colonial, una figura emblemática de lo que representó durante el Protectorado una de las peores tipologías del colono que fijó su residencia en las áridas tierras rifeñas. Cuesta trabajo entender esta violencia “civilizada” con la que se pretendía domeñar a la población, El rifeño se resistirá y devolverá todo su rencor con la frialdad de un acero envenenado.
Toda la trama narrativa se desarrolla en un entorno desolador. “En Quebdani el paisaje se hace cruel por donde quiera que se mire.”
El carácter indomable de su protagonista rifeño, posibilita un discurso vindicativo, poco común en la novelística española sobre Marruecos, de tal modo que sus argumentos se vuelven implacables y al mismo tiempo contundentes:
El rifeño llega a decir:
«Es difícil entender cómo la libertad de un pueblo puede ser arrasada por otro pueblo en nombre de la libertad. ¿Hubieras comprendido que nosotros hubiéramos llegado a vuestras costas para entrar en vuestras casas, torturar a vuestros hombres, vejar a las mujeres y a los niños, quitaros vuestras huertas, robaros vuestras minas en pleno siglo XX?» (p. 18).
En mi otra novela, El Renegado, a diferencia del tratamiento que han hecho otros autores sobre esta figura, no obedece al canon del renegado clásico, un ser que para salvar su vida se ve obligado a convertirse al islam y adaptarse a su nuevo espacio disimulando su fe cristiana y españolidad en espera de encontrar una ocasión para volver a su origen, sino que lo utilizo como un instrumento literario para salvar esa frontera a veces tan lejana, a pesar de la poca distancia geográfica que nos separa, entre España y Marruecos.
Anteriormente a estas dos publicaciones, en mi poemario El Arco de la Luna, profundizo en la mitificación de un Rif representado en la figura de Abd-el Krim y en el anhelo de aproximación entre Oriente y Occidente.
Soy consciente de que la moneda de lo que fue el Protectorado, como toda moneda, tiene dos caras. Existe esa cara del paternalismo más rancio que cabe imaginar aupado por no sé qué suerte de nostalgia trasnochada en un idílico escenario de completa irrealidad de algunos autores españoles y marroquíes actuales (ya anoté al principio que la nostalgia emborrona las cosas); pero la moneda también tiene su cruz, y como toda cruz supone sacrificio y mucho sufrimiento. Algunos españoles creían que aquellas tierras les pertenecía y no supieron, no supimos, abandonar lo que nunca fue nuestro. Los rifeños tampoco entendieron que los verdaderos enemigos los tenían en su propio país: un Majzén injusto y arbitrario en connivencia con el egoísmo y la insolencia ancestral de la opresora Francia.
El Rif, no obstante, sigue siendo para mí mi segunda patria.
Fotografías de Pepe Ponce
EL RIF: EL PASADO QUE PERMANECE