SAUDADE EN FINISTERRE

SAUDADE EN FINISTERRE

Antonio Costa Gómez
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SAUDADE EN FINISTERRE

    En Compostela yo hablaba de la saudade con Ramón Piñeiro, el autor del libro “Filosofía de la saudade”. Pero la sentía más cuando me iba acercando a Finisterre. Adonde un día también se acercaba Lorca para contemplar la plenitud de la vida. Cuando me acercaba a eso que en la antigüedad era el fin del mundo y el anuncio de otro mundo. Cuando aquello anunciaba lo desconocido. Cuando era el fin de la Tierra y el comienzo de no sé qué.

    Siempre me ha interesado el no sé qué. Y todo lo que podía ser y no era. Y lo que quedaba en todos pueblos, cuando yo iba en coche por Galicia, en los ojos de todas las personas. Toda la vida a la que yo no asistiría.

    Una vez fui  con un amigo y di vueltas entre las rocas y la madre de mi amigo quiso que nos fuéramos porque le parecía que me ponía en peligro y tenía miedo por mí. Otra vez iba con otro amigo y bordeábamos las montañas junto al mar. Pasábamos por debajo del monte Pindo, que adoraban los antiguos. Pasábamos por Corcubión alargado en la carretera y nos acercábamos al pueblo de Finisterre.

    Ante en la playa después de Muros había miles de finísimas conchas pulidas por millones de mareas, que ahora afinaban todo el mensaje del cosmos. Como esas conchas pulidas en una playa de Escocia, restos de una corona de un rey sin nombre, de la que hablaba Kathleen Raine.

    Y en las curvas y contracurvas, como en una novela interminable, o en un sueño, nos íbamos acercando de sorpresa en sorpresa hasta el fin del mundo. Hasta el umbral de lo desconocido. Donde el sol se alía con el mar y traza la eternidad, como dice Rimbaud en un poema: “Yo la he reencontrado/ ¿Qué? La eternidad/ Es el mar que alía/  Con el Sol”.

      Yo visitaba a Ramón Piñeiro en su buhardilla de la calle Gelmírez.  Siempre me recibía junto a su mesa camilla. Entraba la luz suave sin prepotencia a través de unas cortinas. También era así, sin prepotencia y suave. Hablábamos tranquilamente de la filosofía y de la vida.

     Hablaba de la saudade, decía que la saudade era una experiencia reveladora y esencial. Que tenía una validez filosófica. La saudade era el sentimiento de singularidad ontológica, de que cada uno está solo ante el universo.

     La personalidad inclasificable de cada uno está hecha de espíritu y vida, de contrarios de todo tipo. Y por eso saudade significa libertad. La libertad es la forma más profunda de ser uno mismo. No le gustaban los encuadramientos rígidos ni los simplismos. Mostró esas ideas en “Filosofía da saudade”, que reúne varios ensayos.

     Exploró el tema en los poetas gallegos y portugueses. En los trovadores antiguos y en Rosalía de Castro. Llegó a la conclusión de que la saudade era eso que nos revelaba. Como la Inquietud nos revela según Heidegger. Como el ansia de absoluto según Fichte y los idealistas.  Pero los gallegos sabíamos preservar mejor nuestra intimidad.

      Eso lo sabía él, se sentía saudoso y libre. Tenía en su mesa camilla la redondez y la soledad.  Desde su camilla sentía el mundo entero y se sentía a sí mismo ecuánime e inclasificable. Su lucidez era su ecuanimidad.  Y la mostró tan ponderada y abierta en “Miradas al futuro”.

    Yo hablaba de la saudade con Ramón Piñeiro en Compostela. Y recordaba que él estuvo en Vermont, el estado lleno de bosques de arces de Estados Unidos, y que allí también estuvo Robert Frost, el poeta que una vez encontró dos caminos y lamentó no poder ir por los dos a la vez. Y escribió en su tumba: “Tuve una pelea de enamorados con la vida”. Seguro que lamentó no haber apreciado aún más la vida.

    Pero sobre todo sentía la saudade cuando iba en un coche hacia Finisterre, pasando Corcubión, Cee, todos los pueblos que se iban asomando como desde otro mundo en la carretera, y cuando parecía que todo terminaba aún había algo más. Y al final, todavía había algo más, el pueblo de Finisterre, y aún más allá de él el Faro con las enormes rocas cayendo por el acantilado.

    Y el océano que era la plenitud y la eternidad. Con razón para los romanos aquello era un espanto y era una fascinación. Cuando se sentían sombras y seres misteriosos delante del infinito. Cuando dejaban de ser ellos mismos y salían de los días normales y se convertían en otros seres.

    Y pensaba en Rosalía de Castro y en que somos también esa sombra que nos persigue. Esa sombra que nunca podemos controlar y que siempre vuelve a nuestro lado. Que es la otra cara de nosotros mismos. Pero al acercarnos a Finisterre todo nuestro ser era sombra y notábamos con tanta densidad nuestro rostro. Como nunca lo habíamos notado.

ANTONIO COSTA GÓMEZ

FOTO: CONSUELO DE ARCO

 

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