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LA MONUMENTALIDAD EN LA OBRA DE ELENA LAVERÓN
Antonio Abad
Toda la propuesta iconográfica de Elena Laverón se rige por un acusado rasgo de lo telúrico, más acentuado si cabe en aquellas figuras que representan una simbología de la maternidad. Se trata de formas aparentemente sujetas a la tierra como lo están las raíces de un árbol o el corazón de una montaña. Su estatuaria tiene a veces ese sentido de la pesantez no solo por los materiales que utiliza, ya sean el bronce, el mármol o la piedra artificial, sino igualmente por asignarles los atributos de lo perdurable.
Podemos decir, en término generales, que su obra se inserta dentro de una línea organicista de carácter biomórfica, sin que por ello los aspectos formales se vean sometidos a la tiranía del material, ya que a partir de resoluciones técnicas adecuadas, y del desarrollo de unas unidades volumétricas específicas (recordemos los óvulos fluidos de Jean Arp) le permiten crear un lenguaje plástico específico y abarcador.
Desarrollar esa línea organicista implica la articulación de los volúmenes del objeto escultórico aglutinándolos en un solo conjunto, valorando la masa en contraste con el hueco como si se tratara de desvelar el conocimiento de lo escondido que entraña toda referencia humana. El vacío, de este modo, se convierte en materia –aunque sea invisible– en el proceso creador, donde las concavidades y las convexidades favorecen la interacción entre el interior y el exterior de una pieza. Por esta razón a Elena Laverón el mármol o el bronce se le vuelven materiales ágiles, capaces de ser horadados y de emprender el inevitable vuelo de las formas que persigue toda actividad artística.
Es evidente que su decisión de acentuar los valores expresivos sobre los representativos, sin renunciar a las conquistas abstractas de la escultura contemporánea, le han permitido identificarse plenamente con la figuración, y más concretamente con la figuración humana y su relación con el entorno. Crear un espacio habitado y, por lo tanto, conferirle a sus imágenes un acentuado carácter de la monumentalidad ha dado lugar a que su obra se implique en distintos espacios abiertos y lugares públicos.
De hecho todo espacio es un recinto al que hay que llenarlo para hacerlo visible. Bajo este aspecto no solo debe construirse una presencia arquitectónica sino también que esa presencia se confunda con el hábitat humano. De ahí que Elena Laverón le asigne a su escultura un modo más abierto y expansivo, no con la intención de llenar físicamente un espacio, sino de dotarlo de una cierta capacidad evocadora y acercar el arte a su función primaria, que no es otro que el placer estético y el enriquecimiento espiritual.
Afortunadamente la democratización del espacio público de nuestras ciudades ha favorecido el hecho de «musealizar» plazas y recintos urbanos, dándole a las esculturas una dimensión de arte público alejada de las antiguas estructuras de poder con su respectivos valores simbólicos. Las esculturas de Elena Laverón, por ese carácter monumental que tienen, fomentan la interacción social en los espacios públicos, enfatizan la integración del arte en el entorno urbano, y desafían las convenciones tradicionales al mostrar sus figuras fragmentadas. Siempre a la búsqueda de una nueva expresión en un espacio que sea significativo y convergente.
En alguna ocasión he apuntado que toda la obra de Elena Laverón es un viaje. Un retorno del tiempo y de las aguas que vive en la memoria de los hombres, y que se condensa en seres que habitan otra memoria, otra razón para existir de un modo diferente. Sus figuras, incluso cuando surgen de sus manos, por muy pequeñas que sean, ya persiguen la eficacia de instalarse en una plaza o un jardín, demandando la dimensión y la estatura que realmente les pertenece. Se diría que más que bocetos o maquetas son piezas en gestación que llevan consigo, como las semillas de los frutos, el aliento que las hará brotar con todo su esplendor.
A propósito de ese viaje, conviene señalar que un buen día una pequeña pieza que tituló «Figura de pie en tres módulos» escapó de su estudio para instalarse en el boulevard Louis Pasteur del campus universitario de Teatinos, y por aquello de ser semilla de un fruto fue creciendo hasta alcanzar los 15 metros de altura a través de sus 10 toneladas de bronce.
Los milagros existen.
Antonio Abad
* La obra monumental de Elena Laverón pude contemplarse, no solo en distintos puntos de la ciudad de Málaga (Huelin, Parque del Oeste, La Rosaleda, Teatinos, Plaza de la Solidaridad…), sino también en localidades de la provincia como Torremolinos, Benalmádena, Marbella, Estepona; así como en Ceuta, Ávila, Vallecas y Estación de Chamartín (Madrid), Crown Pointe, Atlanta (EE.UU), Espacio Bonvin de la UNESCO (París)…
LA MONUMENTALIDAD EN LA OBRA DE ELENA LAVERÓN