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El barrio como laboratorio humano
En las terrazas abarrotadas durante las fiestas del barrio, me detengo a observar algo que me fascina. Entre el bullicio —la música de antes mezclada con lo de ahora, las risas que parecen rebotar en las paredes de la plaza— la gente no solo viene a pasar el rato. No; buscan pertenecer, aunque quizá ni sepan cómo nombrarlo. Las celebraciones tradicionales, esas que se repiten año tras año, no son simplemente nostalgia. Son —esto es lo que creo— una forma de resistencia. Resistencia ante la soledad que parece definitoria de nuestra época. Esa epidemia silenciosa que, de alguna manera, también ha tocado a los Baby Boomers, a veces sintiéndose ajenos al vertiginoso ritmo actual.
La paradoja de la hiperconexión es desconcertante. Estamos, supuestamente, más conectados que nunca gracias a la tecnología; y, sin embargo —curioso, ¿no?—, la soledad se intensifica. Los datos lo confirman, en serio: muchas empresas planean usar inteligencia artificial hasta para lo que ni alcanzamos a imaginar. Pero aquí me pregunto, ¿qué pasa con la inteligencia emocional —esa que no se programa y que tanto valoramos?
La automatización promete liberarnos —al menos, eso dicen— de esas tareas repetitivas para que podamos concentrarnos en “actividades de mayor valor añadido”. Pero la vida real es, como siempre, más enredada. En charlas con gente de distintas edades, noto una fatiga no solo física, sino existencial. Y no, no se trata únicamente del hastío hacia estructuras o la “cultura dominante”, como apuntan algunos sociólogos. Es algo más hondo: un cansancio que viene de la constante aceleración, esa que nunca parece darnos un respiro.
Entonces, me llama la atención que justo ahora, en medio de este caos, florezcan encuentros comunitarios que parecen casi medicina. No es casualidad —o al menos no lo parece— que los grandes festivales culturales, desde exposiciones que absorben hasta ciclos de cine al aire libre, estén viviendo un auge como nunca antes. La cultura, de alguna manera, está volviendo a ser ese remedio social que necesitamos.
En un tiempo donde la clase media no se siente firme —fragmentada, amenazada incluso—, con tensiones sociales sin resolver, y donde el futuro parece más una amenaza que una promesa, son estos espacios culturales los que entregan algo que la tecnología jamás podrá: un sentido de comunidad genuina.
Pero aquí está lo curioso. No se trata de rechazar lo digital para refugiarse en lo “auténtico”. No. La reflexión verdadera, al menos para mí, es humanizar lo digital. Hoy se habla mucho de integración “ética, estratégica y humana” de la tecnología —y no me suena solo a discurso corporativo. Siento que es una cuestión de supervivencia cultural.
Los adultos, que voy viendo en esos conciertos gratuitos en la plaza, no huyen de los gadgets ni de las pantallas; los usan, claro. Pero necesitan algo más. Buscan —y esto es lo que me parece fascinante— lo que ningún algoritmo podrá jamás darles: la imprevisibilidad de un encuentro real, la textura imperfecta de emociones compartidas, la magia inquietante de lo irrepetible
Tal vez estemos, sin darnos cuenta del todo, en el comienzo de algo nuevo: una ecología cultural donde lo digital y lo presencial no estén peleando por atención, sino que se nutran entre sí. Donde un museo puede ser a la vez un espacio de contemplación silenciosa y un escenario para experiencias inmersivas. Donde las redes sociales nos mantienen conectados a nivel global, pero los festivales populares nos vuelven a abrazar en carne y hueso.
Así que, en estos días de fiesta, el barrio no es solo un lugar que celebra —es un pequeño laboratorio del futuro. Un espacio para explorar cómo, contra todo pronóstico, podemos seguir siendo humanos en esta era de máquinas inteligentes.
Xavier Pardell Peña
El barrio como laboratorio humano

Cuanta razón