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CHEJOV CONTRA LA GRANDILOCUENCIA DE PUTIN
Fui una vez desde Rostov del Don a ver la casa donde nació Chejov, en Taganrog, junto al mar de Axov. Es una especie de mar cerrado que comunica por un estrecho con el mar Negro.
Me emocionó tanto ver aquella casita verde. Vi su habitación íntima y la cama cubierta con visillos. En aquella casa humilde él pensaba en personajes humildes. Y en los momentos humildes y auténticos de la vida.
La casa estaba muy cerca del mar y en lo alto flotaban las gaviotas. En esa casa Chejov pasó su infancia (¿cómo se llamaría esa calle entonces?) y veía gaviotas volar. Seguramente en una de esas visiones ya prefiguró el futuro libro “La gaviota”. Sobre esa muchacha que tiene sueños e ilusiones de ser una gran actriz y se va a la gran ciudad a buscar el éxito. Y al final vuelve siendo solo lo que es: una gaviota llena de ilusiones y de latidos. Nada menos que una gaviota. Nada de grandilocuencias ni de retóricas. Igual que la dama del perrito era solo una dama con perrito.
Pero nada menos que eso, una dama frágil con perrito que sueña y que late. Y que ama sin aspavientos en un paréntesis de su vida. En un paréntesis en que la vida llega hasta ella sin retóricas.
Siempre me fascinó “La gaviota”, la vi en un teatro humilde en Buenos Aires. También en eso coincidía con el espíritu de la obra. Y lo hacía muy bien la joven actriz, ponía esa inocencia llena de vida.
Y en Taganrog, al sur de Rusia, en un sitio lejano de Rusia sin prepotencia, a mí me emocionaba aquella casita verde como una gaviota posada. En su infancia Chejov compuso por anticipado, al mirar las gaviotas de ese mar de Azov humilde como un lago, esa obra de teatro sobre una gaviota de pueblo llena de latido y de vida. Humilde y auténtica. Y se opuso de antemano a la grandilocuencia.
Los toques leves y humildes se oponen a las explicaciones globales y prepotentes. Las gaviotas se oponen a los martillos. Una casita de madera verde al sur de Rusia, junto a las aguas del mar de Azov, se oponen a los muros descomunales del Kremlin.
Y al final pueden más, y los desmienten. Igual que nos llega más una bailarina ligera en los frescos de Creta que las pirámides geométricas de Egipto.
Puede más mirar humildemente las cosas que imponer nuestro criterio a las cosas. En filosofía dijeron eso los Fenomenólogos. Y también Henri Bergson. Y Diógenes le dijo a Alejandro Magno que se dejara de gilipolleces grandilocuentes y le dejara sentir el sol en la piel.
Que los grandilocuentes que lo deciden todo nos dejen sentir la brisa en la piel. Eso sería todo. Y sentir la sabiduría humilde de esa brisa y escuchar los Nocturnos de Chopin. Que no nos dan ninguna doctrina total, pero nos hacen conectar de verdad con la vida.
Chejov sería Chopin en ese aspecto. Y Chopin no hacía trampas, comentaba Pasternak, creo que era en “Mi hermana la vida”. Tampoco hacía trampas Chejov. Y estamos hartos de trampas, nos machacan todas las trampas.
Que nos dejen vivir, haría falta solo eso. Que nos dejen mirar las gaviotas o escuchar sin mallas lo que dice la noche cuando todo se calla. Pero qué difícil parece.
ANTONIO COSTA GÓMEZ FOTO DEL AUTOR