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UN JAPONÉS VARADO EN PATAGONIA
Un japonés peregrinó a pie desde Canadá hasta Ushuaia, en el confín de Patagonia. No buscaba nada especial, solo ir de un extremo a otro de América. Ir de un confín a otro de sí mismo tal vez. Preguntarle a los desiertos y los abedules por él mismo. Preguntarles a tantas cosas distintas por él mismo.
Uno no se descubre a sí mismo si no le pregunta a infinidad de cosas distintas. Y de pronto una da en el clavo más que otras, cuando menos lo esperas. Y de pronto descubres tu rostro en el reflejo de un lago.
Tuvo una novia en México durante unos meses. Atravesó toda Centroamérica. Se perdió en la jungla de Farién. Caminó por las sabanas de Colombia. Se internó en días interminables por los Andes.
Apareció en Ecuador y se acercó al Pacífico. Le pregunto al Pacífico por él mismo. Luego pasó a Perú. Estuvo en Lima y miró el Pacífico en los edificios callados de El Callao. Y luego subió a las alturas de Machu Pichu. Y puso la frente contra las piedras enormes llenas de energía de Ollanta.
Comió cuy asado y sufrió diarrea con los fríjoles.
En Valparaíso se acordó de Gabriela Mistral y le recitaron poemas suyos. E japonés lo escuchaba todo, lo destilaba todo. Era un escuchar infinito. Y también a veces tocaba. Como tocó con dedos zen a su novia de México.
Tuvo noviazgos a distancia con viudas de Chile en cafeterías. Y con mujeres casadas cuando en Santiago de Chile, en el barrio París y Londres, le ponían vino cuando pedía sake. Le dijeron que aquello era el espíritu de París.
Y pasó a Argentina, después de atravesar entre alturas descomunales. Se internó en la Patagonia. Caminó por los desiertos de Patagonia sin fin. Recibía el viento en los ojos y en el pensamiento y veía como el viento agitaba las casas y enloquecía un poco a los campesinos.
Yo lo encontré en la confitería Tolhuin, cerca del Lago Escondido. Yo había ido desde el sur atravesando en un coche la nieve. Quería ver aquella confitería legendaria. Quería saber como sabían allí los postales. Que revelación metafísica me daban allí esos pasteles. La gente iba desde Buenos Aires a comprarlos. Eran pasteles de leyenda y de película.
Resultó que el dueño de la confitería era malagueño. Nos hizo pasar a la cocina, nos enseñó como hacía los pasteles. Vimos los montones de masa, vimos las manos mágicas que la manejaban. Nos llenaba los olores de harina. Nos mareaban casi metafísicamente los olores de harina.
El japonés estaba varado allí, no podía seguir hasta Ushuaia. Porque él se desplazaba en camiones y los camiones no podían pasar porque había demasiada nieve.
Nosotros llegamos desde Ushuaia con un taxista que era muy intrépido. Tal vez demasiado intrépido, nos llevaba por sitios peligrosos y por precipicios que se asomaban al lago. Veíamos mansiones con jardines cubiertos de nieve y fantaseábamos con vivir en ellos y escribir libros.
Pero el japonés estaba varado allí, después de recorrer toda América. De un polo a otro, de un extremo a otro de la Tierra. Estaba allí al borde del final porque no podían pasar los camiones. Llevaba allí varios días.
El repostero le daba alojamiento mientras esperaba lo imposible. Los días se alargaban de modo fantástico. El japonés y nosotros también nos volvíamos fantásticos.
Hablamos mucho, nos enseñó fotografías. Vimos su novia de México en un desierto, lo vimos a él en una moto como Dennis Hooper. Recorriendo los horizontes infinitos. Lo vimos en bosques de abedules y en arenales silenciosos.
Estaba allí y hablaba mucho con nosotros. Y estaba deseando llegar a Ushuaia, el fin del mundo. También nosotros fuimos allí desde Buenos Aires, al final de nuestra estancia en Buenos Aires, cuando debíamos regresar a Europa. De manera inopinada nos fuimos a un mundo de nieve. Al final del mundo, al final de todas las cosas, donde todas las cosas latían solitarias.
Más tarde nos escribimos, nos mandó fotos y comentarios. Pero creo que nunca llegó a Ushuaia.
ANTONIO COSTA GÓMEZ