El Pozo de las Verdades Ocultas

El Pozo de las Verdades Ocultas

El Pozo de las Verdades Ocultas

 

(Un cuento del Sahara, donde la arena guarda secretos y el agua no es solo agua)

En el Sahara, donde las dunas del erg Chebbi se alzan como gigantes dorados bajo un cielo incandescente, existía un pozo tan pequeño que solo los corazones rotos podían hallarlo. Los tuaregs lo llamaban Tirguí n Témazight — “el espejo del silencio” —, pues su agua, dicen, reflejaba las verdades que la boca calla y el alma teme. Pero el desierto, maestro del engaño, lo custodiaba con espejismos danzantes y susurros de arena.

Lila, cartógrafa de Túnez con una cicatriz en forma de medialuna en la mejilla derecha, llegó al borde del mar de dunas con un morral de cuero gastado y una brújula sin aguja. Diez años atrás, su hermano Ahmed había partido hacia el erg Chebbi buscando el pozo, y solo dejó un diario con una advertencia: «El agua quema más que el sol si no estás listo para lo que muestra». Con esas palabras tatuadas en la mente, Lila avanzó, el viento siroco enredando su hiyab y el calor derritiendo sus suelas.

 

El primer espejismo: la sonrisa de Ahmed

Al tercer día, cuando las fuerzas comenzaban a flaquear, el desierto le tendió una trampa de luz. Entre las dunas, vio una jaima blanca ondeando, y frente a ella, a Ahmed sentado en la arena, pelando dátiles con su cuchillo de mango de ébano. Era igual que en su memoria: el mismo chal azul, la misma risa quebrada por el asma. Corrió hacia él, pero al llegar, la jaima se desvaneció en espirales de calor. En su lugar, había una roca negra grabada con símbolos antiguos: círculos entrelazados y espirales que recordaban a serpientes. Al apoyar la mano, una voz áspera como arena en un torbellino resonó:

—¿Qué buscas, hija del viento? —El chacal dorado emergió de la nada, sus ojos ámbar brillando como monedas al sol—. ¿Agua para tu garganta o respuestas para tu culpa?

Lila, temblando, respondió:

—Las dos cosas.

El animal rio, mostrando colmillos pulidos por el tiempo.

—El precio es uno: deja atrás las mentiras que te contaste a ti misma.

 

El laberinto de los ecos

La noche cayó como un manto pesado. Lila siguió las huellas de tres garras que el chacal dejó en la arena, pero el desierto, traicionero, convirtió el camino en un laberinto. Las dunas se alzaron como muros, y de sus crestas cayeron voces:

—«Fuiste tú quien lo empujó a irse», susurró la voz de su madre muerta, fría como el zócalo de piedra de su casa en Túnez.

—«Él sabía que no lo merecías», agregó Ahmed, su tono cargado de decepción.

Lila se arrodilló, clavando las uñas en la arena. Recordó entonces a Fátima, una anciana que conoció en un zoco de Marrakech, quien le advirtió mientras leía sus hojas de té: «El Sahara es un teatro: los espejismos son actores, pero el pozo… el pozo es el público. Y aplaude cuando te derrumbas».

 

El reflejo en el agua mercurial

Al quinto amanecer, exhausta y con los labios agrietados, Lila encontró el pozo. No era más que un círculo de piedras cubierto de líquenes secos, pero en su centro brillaba un hilo de agua plateada, densa como mercurio. Al inclinarse, su reflejo no la devolvió: en lugar de su rostro, vio a Ahmed sentado bajo la jaima de su infancia, tejiendo una red de hilos color índigo.

—«No fue tu culpa», dijo él, mientras el viento dispersaba su imagen como humo—. «Yo elegí perderme».

Lila bebió. El agua ardió en su garganta, no como fuego, sino como la verdad: cruda, purificadora. Vio entonces memorias olvidadas: Ahmed abrazándola la noche que su madre murió, prometiéndole que jamás la dejaría. Y después, años más tarde, ella reprochándole su cobardía por no escapar del desierto. «Soy cartógrafo de almas, no de tierras», le dijo él antes de partir.

 

La cartógrafa de sombras

Lila regresó a la civilización con las manos vacías y el corazón ligero. En el mercado de Marrakech, donde antes vendía mapas de rutas comerciales, ahora dibujaba en tiras de pergamino los espejismos del Sahara: oasis de lágrimas, ciudades de sal que se derretían con la lluvia, y el chacal dorado que guiaba a los perdidos hacia su propio centro. Los nómadas tuaregs, intrigados, la llamaban Tamghart n Wáhak —

“La señora de los espejismos”—.

Una tarde, un joven con el rostro cubierto por un tagelmust azul llegó a su puesto.

—Busco el pozo —dijo, mostrando un dibujo de Lila donde el chacal aparecía guiando una caravana de sombras—. ¿Es real?

Ella sonrió, señalando las dunas en el horizonte.

—El Sahara te dará la respuesta… o te la quitará. Pero recuerda: a veces, perderse es la única manera de encontrarse.

 

Epílogo: El baile del siroco

Dicen que, si caminas por el erg Chebbi al atardecer, cuando el sol tiñe la arena de rojo sangre, puedes ver a una mujer con un hiyab blanco caminando junto a un chacal. No lleva cantimplora ni brújula, y sus pasos no dejan huellas. Los tuaregs susurran que es Lila, trazando nuevos mapas en el viento, mientras el pozo, en lo profundo, sigue guardando secretos bajo su luna de plata.

 

Xavier Pardell

 

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Julian
Julian
1 month ago

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