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ECOS EN LAS RUINAS. LA DESPEDIDA DE BELCHITE
Cuando las piedras guardan memorias que el viento no se lleva
Algunos pueblos mueren en silencio. Otros lo hacen a gritos. Belchite, sin embargo, eligió una forma más compleja: resistió a medias, se dejó caer poco a poco, sin dramatismos ni heroicidades. Ese desplome pausado, casi digno, es lo que lo convierte en un lugar distinto. Hoy se habla de él como si fuese un recuerdo que se puede visitar. Y, de algún modo, lo es.
Durante años, cada amanecer trazó la misma rutina: pasos sobre adoquines, saludos breves entre vecinos, tareas repetidas sin aspavientos. La vida era sencilla y, por eso mismo, valiosa. No ocurrían grandes cosas; esa calma era el cimiento de todo. El tiempo aquí no corría: se deslizaba con paciencia. Pero esa lentitud escondía una amenaza: cuando el futuro se detiene, empieza el olvido.
La guerra fue un punto de inflexión, no el final. Entre agosto y septiembre de 1937, Belchite se convirtió en una trampa mortal. Los bandos lucharon casa por casa. A veces, cuarto por cuarto. Murieron cientos. Desaparecieron muchos más. El estruendo de la batalla se apagó, dejando algo peor: un vacío que se hizo raíz.
¿Cómo reconstruir una vida sobre una herida? La respuesta fue que no se reconstruye. O no del todo. El nuevo régimen decidió que el pueblo destruido quedase intacto. “Monumento a la victoria”, dijeron unos. “Advertencia”, pensaron otros. El Belchite viejo se congeló en tiempo muerto. A unos metros, surgió un pueblo nuevo. Similar, pero no el mismo. Así comenzó una mudanza extraña: los vivos se trasladaron; los recuerdos se quedaron atrás.
No fue abandono repentino. Las familias se fueron yendo como quien deshace una vida con cuidado, sin portazos. Las casas se cerraron en silencio. Los niños dejaron de jugar entre escombros. Las voces que llenaban las calles se apagaron. En 1964, cuando partió la última familia, ya no quedaba nada que despedir. Salvo una historia entera.
Visitar Belchite hoy es un ejercicio incómodo. Se llega esperando ruinas, pero se acaba escuchando fantasmas. El viento arrastra sonidos que no son del todo actuales. Hay un silencio especial: no vacío, sino lleno de ausencias. Se oyen conversaciones a medio recordar, pasos que nadie da, puertas que crujen por inercia. Las piedras, cuando tienen memoria, no callan.
¿Qué se perdió realmente? No solo edificios. Se fue una forma de vivir, de nombrar las cosas. Y cuando se pierde el lenguaje de un lugar, cuesta volver a entenderlo. La memoria no es un archivo. Es una hoguera: si nadie la alimenta, se apaga. Pasear por estas ruinas no es solo turismo: es avivar el fuego de lo que fue.
¿Puede latir la vida en lo perdido? La respuesta es una intuición. La ruina nos mira de frente. Nos confronta con nuestra fugacidad. Los pueblos, como las personas, no son eternos. Pero pueden dejar una huella que desafíe al tiempo. Belchite es una cicatriz visible. Y como toda cicatriz, cuenta una historia incluso cuando ya no duele.
El desarraigo no fue solo geográfico. Fue íntimo. Los que se fueron no dejaron solo casas: dejaron fragmentos de su identidad. Quedarse sin lugar es quedarse sin espejo donde reconocerse. Por eso muchos regresan décadas después. A mirar. A comprobar que algo suyo sigue allí, aunque nadie lo vea. ¿Sigue siendo pueblo un lugar sin habitantes? La respuesta late en quien se detiene ante una pared derruida e imagina vidas pasadas. O en los guías que narran anécdotas ajenas con emoción prestada. La historia, contada con respeto, tiende puentes. Y Belchite, con sus piedras heridas, sigue tendiéndolo a quien se atreve a cruzarlo.
Belchite no pide lástima. Ofrece algo más valioso: una lección sobre la fragilidad. Y esa fragilidad, lejos de debilitarnos, debería hacernos custodios de lo que aún tenemos. Porque si algo enseña este lugar es que todo puede perderse, incluso lo que parece inmutable.
El futuro debe aprender a escuchar estas ruinas. No para repetir el pasado, sino para no ignorarlo. Porque los pueblos no desaparecen de golpe. Se van apagando: pierden la escuela. Luego el médico. Después el bar. Al final, hasta el nombre. Cuidar lo común no es solo política: es proteger lo que somos.
Belchite, con su voz rota y su belleza herida, nos susurra algo esencial: No esperes a que todo se derrumbe para valorar lo que tienes. Y si algún día todo cae, asegúrate de que alguien lo cuente bien. Porque las ruinas no tienen que ser el final. Pueden ser el comienzo de una memoria que se niega a morir. Una memoria que, mientras alguien escuche, seguirá viva.

Xavier Pardell Peña
Xavier Pardell Peña nació en Barcelona el 10 de diciembre de 1959. Su vida profesional está dedicada al ámbito de la electromedicina y la tecnología médica, destacándose como autor y referente en el desarrollo y análisis de equipos médicos. Su experiencia y publicaciones son reconocidas en el sector sanitario, especialmente por su enfoque técnico y práctico en la integración de tecnología avanzada para la mejora de la salud.
Es miembro de la Asociación de Autores Científico-Técnicos y Académicos. Y asociado al Centro Español de Derechos Reprográficos
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