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Zóbel en el Museo. La imagen de un hombre en un jardín seco
El libro “Jardín seco” (Editorial Bala Perdida) de Samir Delgado, con prólogo de Alfonso de la Torre, es un volumen de poesía dedicado a la pintura del artista Fernando Zóbel de Ayala (Manila, 1924- Roma, 1984) cuya obra protagoniza actualmente una exposición en el Museo del Prado
Texto: Alejandro TARANTINO ARÉCHEGA
La imagen de un hombre en un jardín seco, Imago hominis in siccum hortus. Ya lo dice en su hermoso prólogo Alfonso de la Torre con las palabras de Fernando Zóbel de Ayala: que así sea… entonces… Sostengamos, con fijeza, la poesía; como un trabajo responsable que solidifique, que realice, la materia de la palabra del devenir; como si cada texto –y este del poeta Samir Delgado lo es– fuese un manifiesto revolucionario, no por su ruptura con lo que sea, sino por su continuidad umbilical con el lirismo de Safo y a través de todas las madres posibles del lecho de la voz de este tiempo: hecho que solo es posible si la voz entra en lo real, y por qué no, descansa para pensar en silencio en el jardín seco de los límites en los que somos.
Porque así será comprender la bajeza moral, atender a la res pública aristotélica, democrática –no la liberal en su deriva apóstata de la igualdad y el coraje–; porque así será, porque fue y es un es imposible, llenar el inmenso hueco donde sostener el siguiente paso, a no ser que lo sea por el Simbolismo, que ya desde Baudelaire o Mallarmé, el inclasificable Rilke, Juan Ramón Jiménez, hasta el hermeneuta Juan Eduardo Cirlot –de cuyo simbolismo es deudo el quehacer de la generación del cincuenta–, cómo no el maestro José Ángel Valente, e incluso la especial simbología de Juan Carlos Mestre. Todos ellos, en su complejidad contingente, poetas de la palabra civil y materialista, sí, porque no hay símbolo sin realidad material… ni completud sin fragmento. Y ahí llegan los poetas, al fragmento del río de la vida, en el que bañan sus cuerpos como una ablución antes de la batalla política por la dignidad.
Hay tanto que decir sobre lo desconocido, tanto que pensar sobre los límites del conocer… que sostener a los poetas es un gesto para el porvenir del ahora, un vivir el presente como si fuese posible el propio presente, porque todo lo imaginado viene hacia nosotros con la fuerza de la muerte; y ¿cómo defenderse, combatir, con lo que no existe –esa muerte hipostasiada como mercancía– y es un como si fuese posible mañana? La muerte es un animal rabioso acorralado en el futuro. Sostengamos a los poetas, mientras recorran la rivera sin mar de la palabra, mientras acompañen el raudal serpenteante de la existencia, algunos, incluso, el ir de la vida, para vencer tanta muerte instalada en el corazón de la palabra. Porque ellos fueron, son, serán quienes golpeen con fuerza la palabra bastarda del poder.
Y estas palabras, dictadas por mi conciencia, son para acompañar a Samir Delgado y, quizá, susurrarle al oído, que no estamos solos, que nunca lo estuvimos, que los poetas existen y no solo como estatuas en las orillas, ni como fantasmas ilegibles; decirle que todo verso hila nuestro destino, juntos, no junto a todos, junto a los justos, esos que saben de luciérnagas que vuelan cuando la oscuridad no puede ser rasgada por el amor, faros de tierra firme, luces del desierto, fuegos de mesana, fuego de San Telmo… Seamos su cimiento, su razón de ser… Todo lo que a su alrededor sea guiado no será alienado. La responsabilidad de los poetas es la alteridad, y no hay mayor alteridad que la realidad… donde los colibríes y los alacranes de Federico García Lorca se aman, con la crueldad y el odio de lo distinto.
Hay una estructura que cae al centro físico de este Jardín seco, al centro del libro, al lugar central alimentado por los cuadernos de la imaginación dialéctica del hombre y por un panorama de orillas asaeteadas. En el “páramo espiritual” del arte moderno, Cyril Connolly piensa en el duende lorquiano –“aire de gitana”–, sin saberlo, y de alguna forma entendemos que somos Palinuro, piloto de Eneas, que no puedo conocer a Dido y sí la violencia contra el náufrago, quizá porque nadie, como dice Connolly, puede ya beber del “manantial seco de la poesía moderna”. Y aquí Delgado, como Connolly, acerca de Zóbel, concibe que ha de ser una poesía no representativa la que suceda –la representación es un problema del sujeto, y su problematicidad el abandono de la voz de un yo íntimo, moderno–, pero “no en las cosas sino en las ideas”, dice el poeta O’ Hara; porque las ideas son las cosas o los personajes –Pasolini– a quienes da la palabra Samir Delgado. Una palabra a modo de turba, que lenta y prodigiosa se convierte en el correlato objetivo de los signos importantes que van perdiéndose u olvidándose en la hegemonía de la velocidad totalitaria: ese desierto de la representación, lugar sin ideas, lleno de violencia, que orilla al amor en los arrabales luminosos de la lengua poética, que ellos, los bárbaros de todo tiempo, desconocen. Quizá ahí, la silenciosa cabalidad que nos dice –“silenciosa cabalidad”, escribe en el prólogo Alfonso de la Torre–, que no es el silencio que impone Bernarda Alba…
Las exequias de la memoria surrealista acontecen en el poemario, mostrando que toda vida sucede a la muerte, y sucede la representación simbólica, simbolista, de las cosas en las cosas; porque todos sabemos que dios no puede mirarse, que no tiene imagen de sí, que no es cosa, que no existe… “Será la oscuridad la luz” –sentencia el autor–, y se convertirá en el “pulso abstracto bajo la luz del mundo”, y leo que la oscuridad late. Otra cosa es la aspiración poética de Samir Delgado: él sabe, nosotros sabemos, que el deseo es insatisfacible, y que por tanto, nada puede llenar el vacío, mucho menos el de todos los silencios; aunque, su formulación, hacer explícita con las palabras la intencionalidad del libro, es un acto de desafío necesario: nada es posible, luego todo lo es…
¿Qué ve en el recuerdo del sudeste asiático, Samir Delgado? ¿Qué ve el poeta –el ciego adivino– entre los ciegos? Parece ser aquello que es más real que el poeta e inicia el mundo. Es en ese lugar donde yace lo sido quizá resurrecto por la mirada: el poeta mira lo inerte y desvela su naturaleza demiúrgica: crea memoria que no existía. Es como si las libélulas al volar creasen irisaciones en el aire, semejantes a las luces de San Telmo, y así iluminasen los hallazgos de la palabra hallazgo entre los nombres dados a las cosas abstractas, y cita a Eliot: “La oscuridad será la luz”, entre imágenes que unen a los seres magníficos del ayer con los reales –de una realidad onírica– que habitan los lugares del olvido, para llenarlos con las concomitancias necesarias al recuerdo: hay un Caravaggio en el inicio de cada cuerpo barroco, moderno, abstracto; el cuerpo se inicia en la memoria hedonista, afrodisíaca, que busca la permanencia en el ágape poético, en la erótica solar, ahora sí, de todas las cicatrices de los colores del mundo.
Hay una música señalada para leer este libro, depende de los vientos como del ánima antigua, atravesando tierra y agua, atravesando el fuego órfico que permite a los dionisíacos regresar a los infiernos, sabiendo que no regresarán jamás, porque somos la aporía de Zenón de Elea mecidos por una lira… Por tanto, claro que una saeta puede ser una orilla, no todas las saetas pueden, y hay orillas irreductibles. Enfrentados a la experiencia kantiana, solo los poetas pueden dirimir la tensión cognoscitiva entre fenómeno y noúmeno a una misma raíz. Así pasa Samir Delgado de la construcción del recuerdo a la memoria de las masas de color, a sus volúmenes que encierran las huellas de la luz: esas heridas de saetas en el cuerpo de estatuas ribereñas. Para vincular recuerdo y memoria de lo mismo que fue dividido por la razón pura. Y apela a la dulcedumbre de los griegos, o no es sino dulce el coraje de nombrar… que no mansedumbre en el decir [aquí, el poeta Samir Delgado, debiera decirnos sobre lo inaudito entre lo abierto y lo cerrado, entre Atenas y Roma, sin Jerusalén]: relatar el río griego de la vida, el río romano del poder… que la luz sea la pesa de la balanza, en la catarsis de la encrucijada geográfica, brújula de las saetas que buscan la flor de los golpes que los himnos recuerdan, quizá la abstracción metálica de versos que se leen como sentencias seguidas de silencio, seguidas de imágenes como volúmenes de color, y luego otra vez el silencio, para ir del libro a los referentes…
Samir Delgado nos habla de la diáspora de la luz, y en consecuencia trata la identidad como la quimera de un yo que ya no existe en la geometría –para recordar como una forma de olvido este libro– hay que pasar bajo el dintel de la academia platónica. Es volver a casa, como fieles ornitópteros, batiendo ideas en la noesis. Este es un libro lleno de epifenómenos que orlan el hecho poético del centro textual de sus poemas: la evidencia surrealista de mostrar la realidad, la resistencia que inicia la acción –nos dice el autor: “En la piedra del caballo / la mirada única distinta”, por ejemplo…– y es un legado del vitalismo que se mece con la viola de gamba, quizá en L’ Orfeo de Monteverdi, entre los umbrófilos…
Qué podía ser si no este texto, solo aquello por lo que nació, lienzo de hilos poderosos tejidos y tensados con fuerza para sostener un diálogo clásico, platónico, que proyecta la voz del poeta al alrededor de la forma. Es un texto de este siglo, y lo es para los extenuados y hambrientos, su alimento azul y la sed calmada con la nieve. Y sacia de colores, casi ellos, nunca de forma absoluta ellos, porque en el Jardín seco los colores son desvaídos, idos ellos hasta que retorne la humedad cítrica y el dulce almizcle de la noche violácea. He ahí la belleza.
No ver la imagen de la belleza, eso es la orfandad que en los páramos de las megalópolis se eleva sobre la brutalidad. Es de una soledad terrible, enfrentada a lo que no se ve, o en un alarde de voluntad, a los vestigios de “una luna de sangre / hacia su réquiem” –nos dice el autor. Porque la imagen que nos devuelve este libro es vernos descendiendo a los lugares profundos de la luz, donde comprendemos al otro porque hemos compartido la misma fascinación de haber nacido: somos eidolon del primer aedo, vates del gran metarrelato de la lengua, ya que más allá de ella, más allá de su superficie pictórica, de los grafos de berilio, están los que no aman lo que permanece… a los que se lanzan balizas eróticas en forma de libros.
Provoca una ternura infinita saberse un adorador, entre tantos, de las luciérnagas griegas, hemos amado con Diotima de Mantinea, y desde Eurípides hemos atesorado la luz femenina del valor: somos los hijos vivos de Medea en el devenir de Heráclito el oscuro, sintiendo el cuerpo material de lo inconsciente. Dionisíacos y no apolíneos. Distintos defendiendo a los distintos de Juan Ramón Jiménez, a los que hirsutos danzan en el invierno arcaico, lejano de la sequedad fría de las orillas sin caudal del siglo veintiuno, donde la corola del animal flamígero, su luz, que adviene del primitivo logos botánico, se apaga. Y Samir Delgado lo sabe, y lo siembra en un jardín que no por siempre estará seco… porque el poeta nos dice: “Y ser testigo de la odisea de una perfecta orilla vertical roja”. Y de qué somos testigos, sino del mismísimo testigo que necesitamos para hacer real nuestro dolor, dolor que al dolor suma el sympathos urdido como sanación desde los aedos… “La tinta excomulgada de los vacíos” –nos relata Samir Delgado. Y esta desacralización nos lega, en el centro del poemario, la reconciliación con lo indeterminado [Ápeiron de Anaximandro, que es la lidia veraz con el caos… llamadlo incertidumbre].
El Jardín seco es el epicentro de las ciudades abolidas por la palabra ardida y la palabra llovida, ensancha la prisión que era el ser del lenguaje que no podía no ser; es un jardín que se quiere jardín sobre lo abolido y baldío. ¡Qué alegría que un libro sea siembra y regadío!. De alguna forma telúrica, Samir Delgado danza alrededor de un Olmo seco –Antonio Machado–, empujado por la esperanza que “el soplo de las sierras blancas” trae… quizá en ello descubre que si el río erra es que erra, como “besanas de luz” –Samir Delgado– que nos llevan al otro lado de la misantropía… al país de los hortelanos. Imagino al poeta en las moles graníticas de Las Machotas, oteando la vega de El Escorial, sallando en su pensar y con sus versos, la tierra que dará el alimento al animal simbólico.
Esta transparencia de la oscuridad en la voz de Samir Delgado, esta “eternidad sin nombre”, que acucia al que lea la fuerza quebrada y restañada, quebrada y restañada de nuevo, una y otra vez de estos versos –dedicados a la pintura de Zóbel–, como la filosofía del martillo cincelando monstruos en los muros secos del jardín brotado, se nos dona, porque él nos dice que “En la distancia a las estrellas hay un testamento del jardín”, dictado, quizá, en el encuentro con El agua y los sueños de Bachelard.
“Ante el helar del viento / todo procede de un final”, son los versos testamentarios que decretan la heredad que a un todos absoluto lega el río de la vida, que llegará al seco jardín de la locura –“espejosinreflejolacaída”, dice el poeta–, y ¿serán los locos quienes porten “turíbulos del negro”? Así los veo, a través de Samir Delgado, en el Jardín seco.
Alejandro Tarantino (Cantabria, 1963) Poeta y ensayista, Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Salamanca. Máster en Estética y Teoría de las Artes por la Universidad Autónoma de Madrid
Zóbel en el Museo. La imagen de un hombre en un jardín seco
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