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Yo vi a Nick Drake de Eduardo Jordá
relatos curtidos por la lírica
Los cinco relatos que integran esta obra poseen una clarividencia narrativa inusual. Entonan la levedad del ser humano desde la poética irrenunciable y efímera del gesto y la mirada.
Disfruto con la contemplación, a través de la pantalla digital, de la obra del pintor Josef Albers. La abstracción me envuelve con la tersa condescendencia de lo admirable y reconocible, en el motivo que imperó en las tres últimas décadas de su vida creativa. Los colores rectilíneos que componen cuadrados, insertos concentricamente en otros tres o cuatro cuadrilateros como aquéllos, son la semántica plana del signo visual que profesa concreción. Ahí se encuentra todo, lo esencial. De ahi, en principio, esa mirada aparentemente desoladora que, poco a poco, va dulcificándose hasta introducirnos entre esas cuatro líneas. La interacción cromática que emprende de dentro afuera, fundamenta la vastedad de un estilo tan sencillamente introspectivo, que el propio pintor germano describía como la labor de pintar una puerta. De esa manera se evita el goteo y las manchas en las manos. Elocuente interpretación del hecho lírico que impregna sus obras, en el que un mismo color se ve imbuido por el entorno y la percepción del espectador difiere según aquél. El que también fuera diseñador, fotógrafo, tipógrafo y poeta, participó como docente en dos de las experimentaciones pedagógicas más importantes del pasado siglo XX: la escuela alemana de la Bauhaus y la norteamericana del Black Mountain College. Cuando observo su obra me asalta el sentido de la economía. No en el que habitualmente estamos acostumbrados a interpretar. La racionalización de los recursos es simplemente un ardid. Lo verdaderamente crucial no se halla sumido en balances siempre incontenibles. Es la determinación por la adecuación de unos principios. Albers economiza la estructura y la libera, pero sin dejar de parpadear ante el alma que la contiene, la suya y la del espectador.
Yo vi a Nick Drake -Eduardo Jordá, Rey Lear, 2014- advierte esta afinidad en la que el relato sintoniza con el alma del lector, escenificando una determinante economización de términos, hasta condensar el hilo del acontecimiento principal, que no es otro que la asunción de la levedad humana y ese permanente estado de soledad en el que nos encontramos, y que nos impele a la búsqueda menos artificial para reemprender el regreso o, incluso, alentar la huida. Las cinco narraciones asienten en esa tibia y vacilante luz que explora las cavidades sinuosas del ser y estar. A modo de espelólogo conduce al lector a la sima donde la oscuridad es tan densa que puede palparse y la falta de oxígeno imposibilita mantener la débil llama. Sin embargo lo que puede parecer como fatalismo, se reordena para aseverar la verdadera dimensión que pende -según el relato- de un furtivo, esperanzador, insospechado, malogrado o expectante gesto o pormenor sobre el que gira la verdadera historia de los acontecimientos.
Eduardo Jordá nos ofrece este indubitable espacio de abstracción literaria que, como en el caso de Albers, condensa el primario, sólido y adusto valor de ética y estética. Porque a la versatilidad de su oficio -novelista, ensayista, poeta, literato de viajes, traductor y articulista-, retroalimenta en su creación literaria el punzamiento sobre la realidad del ser humano pero – y es aquí donde incide su proyección diferenciadora- adscribiéndose a lo que Luis Cernuda afirmaba en uno de sus poemas, “arañando la sombra / con inútil ternura“. Sombra y ternura hablan por sí y de sí en la escritura del autor mallorquín. El inconformismo narrativo, sin autosuficiencia, abre codos y ensancha su presencia en todos los relatos. No hay presunción de superar ningún obstáculo a priori, porque el ritmo de las historias apenas hace distinguir a los lectores ese escollo que existe en toda propuesta narrativa. Desde las primeras líneas nos sustraemos de nuestro yo lector y acabamos teniendo la sensación que somos un personaje más. Es lo que, en cierta manera, el pintor germano concretaba en sus creaciones visuales y que postuló en su obra Interacción del color, en 1963, “Toda percepción del color es ilusión… No vemos los colores como son realmente. En nuestra percepción, se pueden transformar entre sí de manera tal, que dos colores distintos parezcan iguales, por ejemplo, o dos colores iguales, distintos, o los opacos parezcan transparentes y formas concretas se conviertan en irreconocibles. Este juego del color -el cambio de identidad- es el objeto de mi estudio“. El autor isleño, residente en Sevilla desde 1989, no transforma la realidad, nos la hace ver tal como es, pero en el contexto que conjugan las posibilidades de los protagonistas y personajes secundarios: los colores de sus cuadros narrativos. Porque “Sólo las apariencias no engañan“. Con esa actitud guarda fidelidad en su afán creativo por hurgar y entresacar desde dentro para construir hacia fuera. En ese proceso despliega credibilidad sin fisuras. Las cuestiones que plantea son taxativas, uniformes, reales, pero también aparentes. En boca de Jacinto Servera -uno de los personajes de la obra con personalidad literaria- sentencia de este modo su manera de entender la literatura y la vida: “Comprendo que el público quiera historias inverosímiles, pero en la vida las cosas no son así“.
Cinco escenarios geográficos abren el umbral hacia otros mundos no precisamente físicos. Estas cinco historias transcurren bajo la premisa de la universalidad de las emociones y sentimientos humanos, que el propio autor ha experimentado en sus viajes con producción narrativa, “Descubres que los seres humanos son mucho más parecidos de lo que se piensa, a pesar de las diferencias de paisaje o cultura. El amor, el odio y la envidia son emociones que se viven de una forma inalterable estés donde estés. Cambia el escenario pero no cambia el alma“. En este apartado cobra especial relevancia la construcción de los diálogos, precedidos por la estructura profunda del pensamiento, la conciencia de los sujetos y la interpretación que de sí mismos y de sus interlocutores propician. Con una carga refinada de símbolos y tics sociales, la ingenieria dialéctica posee el rigor de -parafraseando de nuevo a Jacinto Servera- contribuir a la normalidad más sospechosa, “él sólo conocía a personas normales que llevaban una vida previsible, sólo que nadie podía prever lo que iba a ocurrirle en su vida de persona normal condenada a llevar una existencia previsible“. En ese entramado de fácil seguimiento pero profunda lectura, la interacción dialogada acentúa la transgresión del pensamiento. La rivalidad entre pensamiento y diálogo es contumaz en la concepción de dos mundos que distribuyen sus fuerzas para tratar de guardar un equilibrio incierto, que crece en la misma medida que seduce.
Todas las historias, a excepción de la inicial que da título al volumen, fueron publicadas en diarios de información general. Y de éstas dos han sufrido cambios significativos, incluida la propia extensión. Yo vi a Nick Drake y Lugar de Espinas Grandes, los dos primeros, están escritos en primera persona. Aquél se asoma a la figura enigmática del cantautor y músico inglés, cuya muerte a la edad de 26 años, permanece entre interrogantes por la aguda depresión que sufría. Una visita inesperada a la casa familiar y el encuentro con el padre del músico, motivan un acercamiento a su vida, a través de la grabación de un fragmento de una canción inédita y las especulaciones sobre su inspiración. Estelas del mosaico que vivifican los recuerdos y el tiempo sin retorno. En el segundo, el surfista Clive Barttow acepta el reto de lo fatal con la sonrisa de quién se sabe destinado a contrarrestar su propia suerte con el riesgo como testigo de cargo. Los otros tres abrigan la esperanza en un destello, en una exhalación que ni tan siquiera esperan. En Eurodisney subyace la ineludible cita con la deuda pendiente, Javi malgasta su vida y la de los demás, enrolado en un asunto turbio. El viaje familiar en compañía de su esposa y su hijo, lo encamina hacia la reveladora anécdota y sensación con la que se eleva de su consciente degeneración. Un día de verano abunda en el advenimiento de la decisión propia cuando la vida se rinde de cansancio y salud. El hálito de vida de Lee Edlin colma su aspiración hundiéndose en la brazada del deseo ciego y postrero. En el último, ¿Por qué mataron a Jaurès?, Isidro Roca negocia con su dolor, del que se evade en un mustio hotel, mientras su circunstancial acompañante femenino es rumor de tiempo venidero. Hay otros trasfondos culturales, históricos, pero éstos son meramente funcionales. Es la argumentación de lo cotidiano con mayúsculas, mientras el transistor se empeña en actualizarnos la vida cada hora en punto.
La poética de los relatos inunda la forma y el fondo. La confluencia de lo azaroso y premeditado diluye la sensación del control sobre la lectura, progresando despaciosa y pacientemente en el lector. Como señaló sobre el tango el compositor, músico, dramaturgo y cineasta argentino, Enrique Santos Discépolo, “es ese pensamiento triste que se baila“, el autor de Mono aullador nos propone la literatura como ritual reflexivo sobre el sino humano, donde la palabra y el pensamiento danzan de puntillas entre luces y sombras.
Pedro Luis Ibáñez Lérida