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Y yo me iré
Y se quedará mi voz como eco tardío
Germán Coppini inflama el meditado rictus de la muerte. Su inveterada voz, elegía navideña, nos acompañará como Joan Fontaine o Peter O’Toole, fotogramas de un vencimiento anímico extraño y recóndito.
“El azul del mar inunda mis ojos…”, los tres fantasmas de Dickens han vuelto a recorrer los dormitorios de los señores Scrooge de este mundo. Santa y abnegada voluntad la de estos espíritus, que desde 1843 renuevan su mandato y son impelidos por el magín del autor inglés y lectores de todas las edades, a no cejar en tan tenaz empeño navideño. Aquéllos -los poseídos por la ambición desmedida- desatienden los emotivos recuerdos infantiles del pasado, no reprueban la desalmada actitud en el presente y olvidan el inevitable acabose, memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris. Soplo sobre mi mano, tras releer esta pequeña obra universal, con la intención malsana y teatral -todo hay que decirlo, al menos como propósito de enmienda, y a pesar de la animosidad festiva- de esparcir sus cenizas, procurando su extravío. No sea que la resurrección les premie con otra vida en la que seguir pergeñando dolor y sufrimiento.
“... contra las rocas se estrellan mis enojos…“, la mansión arde sin remisión. Los alaridos de la ama de llaves, la señora Danvers, se elevan en la siniestra noche entre voraces llamas. “Anoche soñé que había vuelto a Manderley“. Joan Fontaine realza el carácter recatado, temeroso y dubitativo de la protagonista en Rebecca, que de por sí fue potenciado por el trato recibido de su pareja cinematográfica, Laurence Olivier, y por el propio director, Alfred Hitchcock. La hermana pequeña de Olivia de Havilland, con quien mantenía una dura rivalidad, era pura elegancia y fragilidad. Su mirada tímida y obstinada recreaba una belleza enigmática y, sin embargo, familiar, que invitaba al espectador a congraciarse con ella desde un primer momento. Si bien consiguió el oscar en 1941 con Sospecha, dirigida también por el realizador británico, es en Carta de una desconocida, ocho años más tarde, donde amplia su registro melodramático con el bellísimo texto del escritor austriaco Stefan Zweig. Louis Jourdan la acompañó en esta ocasión. Intercambiamos los papeles. A modo de evocación escribo este recordatorio que me envuelve de blanco y negro. Como la pantalla de aquel televisor de válvulas, Vanguard, que con ceremonial científico abría mi padre por su parte posterior. Con la mirada estupefacta le observaba como introducía con perspicacia su mano, para luego comprobar que la imagen volvía temblorosa. Como la de aquella mujer rubia que en los ojos de un niño parecía un ángel.
“… y así toda esperanza me devuelve.” En aquella oscuridad las imágenes se proyectaban como un auténtico fresco. Agazapados en las dunas, un grupo de hombres esperaba el paso de un tren que apenas se distinguía en el horizonte. De entre ellos, sobresalía un hombre de tez blanquísima ataviado de una inmaculada vestimenta árabe. La explosión retumbó en toda la sala. El tren descarrilado se deslizó con tal precipitación que alcé las menudas y protectoras manos en un acto reflejo de protección, creyendo que salía de la pantalla. Lawrence de Arabia ardía en mis ojos como la arena del desierto que pisaba el dromedario que lo transportaba camino de la toma de Aqba. Sevilla y Almería se sumaron a los escenarios en los que “el loco irlandés” nos brindó una interpretación memorable. La épica y la leyenda forjadas por el plano cinematográfico de David Lean en la fisonomía de un desconocido Peter O’Toole.
“Malos tiempos para la lírica“. El poeta recibe Golpes bajos. Su palabra culmina en el inútil combate que emprende desde la reflexión
contemplativa. La belleza y la conciencia no es un accidente aunque parezca incidental encontrarla de improviso. La poesía es flor de invierno. Aparece milagrosamente como aquella canción que de forma inesperada nos rescata del naufragio y nos hace coincidir en tiempo y espacio con nosotros mismos. Eco tardío de reflexión y remembranza. La voz de Germán Coppini es copiosa lluvia que arrastra las hojas muertas del acerado. Deliberadamente nos atrae para, una vez seducidos por su garganta de cristal de ámbar, alumbrar la íntima palabra del desconsuelo. Otras -las hojas- seguirán desprendiéndose de los árboles como versos hacia El viaje definitivo que expresara Juan Ramón Jiménez, “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros / cantando. / Y se quedará mi huerto, con su verde árbol, / y con su pozo blanco“. “No fracasa en este mundo quien le haga a otro más llevadera su carga“. El pasado año 2012 se conmemoró el centenario del fallecimiento de Charles Dickens. Si como bien manifiesta el autor de Oliver Twist, la carga que otro nos aligera es menos pesada, no es menos cierto que la lírica besa las heridas que aquélla comporta.
Pedro Luis Ibáñez Lérida