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Voltaire sobrevalorado
José de María Romero Barea
En estos tiempos alucinados en los que la libertad de expresión se ha convertido en un deporte de riesgo, nada mejor que volver a los (no tan caducos) intelectuales para entender nuestra época antitotalitaria: conviene releer, entre otros, al escritor, historiador, filósofo y abogado François-Marie Arouet (París, 1694-1778), más conocido como Voltaire, regresar a su debate contra el dogmatismo. Su compromiso contra la censura todavía resuena: “Detesto lo que escribes, pero daría mi vida para que pudieras seguir escribiéndolo”. Seguimos necesitando su filosofía. A fin de cuentas, ¿qué saben nuestros políticos de cómo es el mundo en toda su absurda contingencia?
En obras como Zadig (1748) se deshizo el erudito francés de las nociones sagradas de la literatura (escribió “Lo perfecto es enemigo de lo bueno”), fue capaz de reemplazar creencias religiosas pasadas de moda en favor de la idea de que el pensamiento debería tener una función social comprometida. Sin embargo, Voltaire se ha convertido, para el periodista británico Daniel Johnson (1957) en un pensador más risible que comprensible: “La mayoría de sus frases célebres fueron plagiadas de otros (…) Nada en su trayectoria vital sugiere que hubiera defendido a algo o alguien hasta la muerte”.
Acierta el editor inglés al condenar que hemos sometido al autor del Diccionario filosófico (1764) a un culto desorbitado, que hemos convertido a nuestros mejores intelectuales en una marca registrada, una institución hueca, un producto altamente politizado: “Propaganda es la palabra para casi todo lo que escribió, sus 200 volúmenes. El único trabajo que ha perdurado es el Cándido, por irónico que parezca, una sátira sobre la Ilustración de la que supuestamente es el representante supremo. Sus obras de teatro, en las que trató de corregir la “barbarie” de Shakespeare, rara vez se llevan a escena. También son propaganda”. Atascados en la jerga filosófica, hemos convertido a nuestros más insignes pensadores en figuras de pantomima. “Le gustaba representarse a sí mismo como un azote de la “superstición” que podría significar el catolicismo o el judaísmo, como un enemigo de la persecución religiosa; pero él mismo no tuvo tiempo para la libertad de culto”.
Difícil, a la luz de las pruebas que se nos presentan, no compartir sus compunciones. El artículo de Johnson, recién aparecido en el número de abril de la revista londinense Standpoint, censura, sobre todo, la capacidad de algunas figuras públicas, respetadas por todos, de escribir naderías en una prosa impenetrable. Se enfrenta el escritor londinense a un personaje que, como todos nosotros, en ocasiones, teme a la responsabilidad de ser libre y hace todo lo posible para que los demás tomen decisiones por él. Nos alienta a pensar, al mismo tiempo, sobre la naturaleza tragicómica de lo que significa ser humano: un anhelo de control total sobre el propio destino, una identidad absoluta, y al mismo tiempo, una comprensión de la inutilidad de ese deseo.
Extraños tiempos éstos de locura (no sólo) política. Un involuntario proceso de consecuencias impredecibles nos ha permitido redescubrir el lenguaje de los derechos humanos. No es de extrañar que volvamos una y otra vez a mayo del 68, a Francia y su legado intelectual. ¿Cómo deberíamos abordar la obra de Voltaire en 2018? Gran parte de su lucha intelectual y su trabajo, sin embargo, nos parecen pertinentes. Difícil no pensar, a la luz de sus escritos, en lo artificiales que son nuestras relaciones con otros, sobre todo en las redes sociales, donde exigimos, más que cualquier otra cosa, que los demás confirmen nuestras autoimágenes, mientras que ellos, no menos irritables, necesitan sobre todo que confirmemos las suyas.
Tal vez nuestro rechazo a aceptar lo que es humano es, por abrumador o paradójico que parezca, lo que nos hace humanos. Cuando leemos la afirmación de que los seres humanos podemos, a través de la imaginación y la acción, cambiar nuestro destino, sentimos algo de la carga de la responsabilidad de una elección que nos convierte en seres morales. Por lo tanto, el conflicto existencial y la responsabilidad moral y política que no pocos filósofos denuncian no ha desaparecido; más bien, parece que hemos elegido la opción fácil de ignorarlo.
Sevilla 2018