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Virginia Woolf: libros no leídos, vivos en la imaginación
José de María Romero Barea
Ningún escritor puede hacer nada para evitar el olvido, salvo seguir escribiendo, examinando lo inusual, lo feo y lo hermoso, entretejiendo lo perpetuo a lo perecedero: “La vida no es una serie de lámparas de concierto dispuestas simétricamente; la vida es un halo luminoso, una envoltura semitransparente que nos rodea desde el principio de la conciencia hasta el final”, sostiene la británica Virginia Woolf (Londres, 1882 – Lewes, Sussex, 1941). Mientras leemos, estamos vivos. Al escribir sobre nuestras lecturas favoritas, ofrecemos respuestas, si bien parciales, a la gran pregunta que nos plantea la contemporaneidad: cómo encontrar sentido a la literatura cuando nuestro mundo parece haber llegado a su fin.
“A pesar de sus disquisiciones fútiles, de sus infumables obras de teatro y sus versos desganados, la producción de la Duquesa de Newcastle [Margaret Cavendish] surge alentada por un fuego innato”, concluye la pensadora de Bloomsbury. No es El lector común (1925) una colección que malgaste su tiempo (y el nuestro) intentando alejarnos del extravío al que estamos abocados. Más allá de eso, revisa de forma erudita lo que significa enfrentarnos a lo que somos. A través de sus exégesis, Woolf logra demostrar que la no resignación trae consigo una curiosa libertad: el reconocimiento de que el problema está más allá de las micro soluciones, centrándonos en lo que se puede lograr hoy. Aquí. Ahora.
La pasión de la autora de Orlando (1928) por la lectura es casi tan conocida como sus novelas. Su posición no se resiste a abordar problemas solucionables, no se aviene a la mezcla de vergüenza y arrepentimiento, cuando no de auto justificación, que permea la hermenéutica más reaccionaria. No intenta negar las contrariedades, sino denunciar nuestros intentos poco sistemáticos de mitigarlas. En su artículo para el sexagésimo número de la revista Slightly Foxed, de invierno de 2018, el periodista canadiense Alan Bradley (1938) logra traducir a nuestra época convulsa la posición de la creadora de La señora Dalloway (1925): la aceptación de que la existencia no supone una abdicación de la responsabilidad, sino una no resignación, en términos de acción.
“Los veredictos de Woolf no siempre logran complacer al lector, a pesar de ser siempre ponderados y estimulantes”, sostiene Bradley. La negativa de la autora de Las olas (1931) a emplear su sabiduría a la ligera se opone, así, a la cretinocracia que nos asola. Bien al contrario, argumenta el norteamericano, la pasión por la escritura representa la única esperanza que nos queda. El optimismo inmortal de esta selección de principios del siglo XX, se enfrenta, en el XXI, a nuestra capacidad mortal de expresar lo aceptable. “Los libros que no hemos leído son los que permanecen vivos en nuestra imaginación” apostilla el crítico, “los que hemos adquirido en un impulso de entusiasmo que se esfuma cuando uno nuevo capta nuestra atención”. Todo un desafío para un letraherido: pensar concienzudamente; escribir más claro, actuar de forma contundente.
Laberíntica colección de exploraciones, polémicas y otras provocaciones, El lector común trata de lo que puede hacer el ensayo, como una forma libérrima de expresión que es, en nuestras manos. ¿Cómo sobrevivir al solipsismo? La lectura nos ofrece el magro consuelo (la póstuma solidaridad) de saber que no estamos solos. Las disquisiciones del volumen de no ficción de Woolf zigzaguean entre lo caduco y lo perenne, entre la afirmación constante y la efímera descripción. “El humor es el primero de los dones en perecer en una lengua extranjera”, sostiene la autora modernista al escribir “En no saber griego”. Sabemos que la londinense fue una lectora impenitente durante décadas. Como sugiere el título genérico de su compendio de artículos, su crítica es pertinente hoy en día como una muestra de su desesperación por el estado de nuestra civilización y la absoluta necesidad, ya sea a través del argumento político, psicológico, ético o económico, de salvarla.
Sevilla 2019