Verdad y sombra

Verdad y sombra

Antonio Costa Gómez
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Verdad y sombra

     Algunos escritores hablan de brillos, otros hablan de sombras. Anxo Pastor dice en un libro que se dedica a cazar sombras en las noches sin sueño.  Paul Celan escribe: “quien dice verdad dice sombra” en “De umbral en umbral”. Andersen escribió un cuento sobre una sombra que suplanta a un cuerpo y lo convierte a su vez en su sombra.    Chamisso no podía soportar estar sin su sombra y la buscaba por todo el mundo, se sentía totalmente incompleto.

      Mejor que los dibujos sugieren sus sombras. También con las palabras, con las pasiones.  Lo mejor es captar esas sombras fugitivas.   Anotar silencios, decía Rimbaud “Somos sombras de un sueño”, decía Shakespeare. Pero ya ser eso es mucho.  En la novela mística de Balzac el Serafitus que ama Minna de día se convierte en Serafita de noche para Wilfrid.

     Kawabata se enamoró en Kioto de un reflejo, de una sombra. Pienso en un escritor que se enamora de una expresión sombría en un rostro. De algo sin cuerpo. No sé quién es ahora mismo.  Y otros le disparan a una sombra. Y no la hieren.

     En algunas novelas destacan los personajes solitarios, las sombras. Los que repiten los gestos de los protagonistas. Y tal vez más hondamente. En todo caso, con más silencio.

      Eulalia Galvarriato, la mujer de Dámaso Alonso,  en “Cinco sombras” habla de cinco mujeres en la memoria de un hombre cosiendo alrededor de un costurero, en un pueblo de montaña.  Los pintores impresionistas hablan mucho de la luz. Su discurso en teoría es sobre la luz. Pero pintan más bien lo que se esconde. Y los escritores igual.

      Muchos se escapan del agobio del sol y se ponen en la frescura y en la sombra. Y allí se explayan. Allí son ellos mismos. Está muy bien el sol y sus gritos. Pero ellos hablan de verdad en la sombra.

     Virginia Woolf pone a menudo eso, el hablar en la sombra. Lo que los personajes no sienten, pero está en su sombra. Lo que no nombran, pero notan en lo oscuro. Lo dice un personaje de “Noche y día”.  Y a eso los críticos le llaman impresionismo. Pero habla más de las sombras que de las luces.

     Todo lo importante que se ha dicho ha sido sin estridencias. A pesar de las máquinas actuales y las modas chirriantes y las frases virales en internet. A pesar de toda esa estridencia vacía.

     Encuentras a alguien y de repente te dice, en el momento menos pensado, lo más decisivo. Ocurre con algunos personajes de Dostoievski. Por ejemplo cuando el asesino y el príncipe se quedan al final charlando en la sombra después del crimen en aquella casa de San Petersburgo en “El idiota”.

    Están los escritores de trazo fuerte. Y están los de trazo leve, los que trazan sombras. Trakl trazaba sombras apasionadas de los antepasados.

     Está la propaganda y está lo que no se puede decir, porque no tiene trazos. Porque se deshace en la sombra. Jonathan Harker suelta todos sus rollos correctos pero a través de sus cartas tan correctas se apuntan los trazos de Drácula el sombrío.

     La mujer de “Cinco horas con Mario” de Delibes  suelta su cháchara sin fin de gansadas estridentes pero a través de sus palabras chillonas se va formando la sombra de su marido Mario, mucho más vivo que ella. Porque no grita, porque está en la sombra. Eran tiempos en que las esposas de los marios gritaban y levantaban el brazo. Y los marios callaban e iban al bar “El largo adiós” de Valladolid a escuchar a John Coltrane.

      Amiel con su “Diario” callado estaba más en sombra que Chateaubriand y los grandes dibujos de su tiempo. Pero dijo más en la sombra que ellos.

     No, tal vez no haya que cazar sombras con escopeta. Tal vez sea mejor hacerse uno también una sombra y hablar con ellas. Entonces cogen confianza y se acercan. Como Jules Supervielle que habla más de las huellas que de las cosas que dejan esas huellas.

     Porque muchos aman al Sol y le escriben poemas, pero el Sol es un prepotente y nos aplasta con sus rayos agobiantes. Y tenemos que irnos a las sombras. A no ser que uno sea un masoquista como las masas y se vaya a tostar a las playas. Pero qué delicia es tomar una cerveza en una sombra. Y leer a escritores sombríos. Los que no gritan ni te aplastan con sus gritos.

        Con una cerveza en la sombra podemos leer a Robert Walser el hombre que buscaba la sombra entusiasta en toda su vida y que desapareció en un bosque bajo la nieve. O a Xu Zhimo aquel chino que hablaba del xingling,  la sensibilidad misteriosa,  y  de encuentros y despedidas sin líneas. Y sugirió el encuentro fugaz de dos sombras  cada una en una ola.

     No hay que cazar, hay que escuchar. Y sobre todo a  las sombras no las caza nadie. Pero no somos nada sin nuestra sombra. Ya lo sabía Chamisso. Ya lo sabía Cernuda con sus melancolías y sus olvidos. Ya lo sabía aquel Antínoo al que amó  el emperador Adriano no por su belleza visible sino por su sombra de nostalgia.

    Y al final la mejor literatura habla de sombras, de nostalgias. De cosas impalpables. De lo que va más allá del lenguaje. Como decía Paul Celan. De las rosas que no son de nadie, que estarán para siempre en la sombra. Pero ya lo dijo también antes Bécquer.

    Y está la sombra de  Rosalía de Castro. ¿Por qué se empeñan en ver en su “Negra Sombra”  algo negativo, una amenaza?. Probablemente su sombra es su identidad de verdad que siempre permanece innombrada. Que nadie puede nombrar, encerrar en líneas.  Algunos escritores hablan de brillos. Otros hablan de sombras.

Antonio Costa Gómez

Foto: Consuelo de Arco

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