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Por Salomé Guadalupe Ingelmo
Acabada la Segunda Guerra Mundial, un grupo de jóvenes soldados del Tercer Reich es enviado a la costa de Dinamarca. Allí, en condiciones infrahumanas, objeto de vejaciones y sin apenas recibir víveres, tras un rudimentario entrenamiento, estos prisioneros, sin medios ni protección alguna, serán obligados a desactivar las minas enterradas bajo la arena por su ejército, unas cuarenta y cinco mil, con la promesa de que quienes sobrevivan comprarán así su libertad y podrán regresar al hogar.
La estrecha convivencia con esos muchachos disciplinados y voluntariosos, educados en el sacrificio, la renuncia y la obediencia, a los que ve morir uno tras otro sin oponer resistencia, como corderos enviados al matadero, hará que el impasible sargento Carl Leopold Rasmussen, su instructor y carcelero, se cuestione el comportamiento de su propio bando ‒que también somete a humillaciones gratuitas a los prisioneros de guerra y muestra una absoluta falta de consideración por la vida humana‒ y consiga finalmente mitigar su odio hacia los soldados vencidos.
Y es que sólo reconocemos a un ser humano en nuestro enemigo cuando aceptamos acercarnos a él y nos esforzamos por conocerlo; cuando nos mostramos dispuestos a admitir la posibilidad de que, en efecto, no sea tan distinto de nosotros. Mientras eso no llegue a suceder, nuestro adversario permanecerá deshumanizado y merecerá para nosotros mucha menos consideración, menos compasión, que un animal.
A este respecto, el recrudecimiento del trato que el sargento dispensa a sus prisioneros tras la muerte accidental de su perra ‒de la que, injustamente, les considera culpables‒, víctima de una mina no detectada presuntamente por un descuido de los muchachos a la hora de contabilizar los artefactos recuperados, me traer a la memoria una terrible anécdota que Shlomo Venezia, judío superviviente de Auschwitz, narraba en su biografía. Este antiguo Sonderkommando rememoraba cómo para los nazis, que habían deshumanizado totalmente a sus víctimas, los animales contaban más que los judíos. Así Shlomo, al hablar de la tragedia que la muerte del perro del Crematorio II supuso para los mismos SS que habían asesinado a cientos de miles de hombres, mujeres y ancianos sin remordimiento aparente, sin rastro de piedad por el sufrimiento humano, no lograba esconder su turbación (Venezia, Sonderkommando, 145). Sólo que en Under sandet, y esto es quizá lo que más nos desconcierta, son los aliados quienes ostentan una extrema crueldad.
En las playas de la costa occidental de Dinamarca quedaron enterradas unos dos millones doscientas mil minas antipersona cuya desactivación se encargó a prisioneros alemanes. De los dos mil que desarrollaron esas actividades, la mayoría menores de edad, al menos la mitad acabaron muertos o gravemente heridos.
Under sandet aborda uno de los episodios más vergonzosos de la Segunda Guerra Mundial, aunque lamentablemente no fuese el único. Entre otros muchos incidentes, podemos recordar el tratamiento inhumano e indigno que recibieron públicamente los cadáveres de Mussolini y Chiara Petacci en plena plaza de Loreto de Milán. Y es que la guerra, parece, alienta las más bajas pasiones en cualquier bando.
En efecto, durante la Segunda Guerra Mundial las zonas ocupadas sufrieron una represión tan brutal que las atrocidades vividas generaron un inmenso odio hacia el ejército nazi. Y esa rabia, esa sed de venganza que se extendió incluso entre la población civil, se vertió a menudo sobre los menos responsables y también sobre los más débiles. En definitiva, sobre los que se encontraban más a mano. En ocasiones, a su modo, víctimas a su vez de su propio país. Los soldados rasos, muchos simples chiquillos, al recibir el desprecio y la condena de quienes habían vencido la guerra, purgaron las culpas de sus oficiales, los primeros en intentar ponerse a salvo y a los que a veces hubo que perseguir durante años e incluso décadas.
Los inocentes muchachos que protagonizan Under sandet, obedientes hasta límites suicidas, son doblemente víctimas. Son víctimas del ejército aliado, para el que sus jóvenes vidas no valen nada. Pero también son víctimas de su propio ejército, que los utilizó indiscriminadamente como carne de cañón. Ellos, en efecto, habían perdido la guerra en todos los sentidos: con una infancia y un futuro arrebatados, en el mejor de los casos regresarían, estigmatizados, a una patria en ruinas que habrían de reconstruir bajo la atenta mirada de los países aliados, cuyo resentimiento y desconfianza habrían de durar mucho tiempo.
Para comprender plenamente las circunstancias a las que alude esta película hay que recordar que Hitler inició el adoctrinamiento de la infancia alemana muy tempranamente, y esa estrategia fue en aumento hasta volverse generalizada y forzosa. Las Juventudes Hitlerianas desempeñaron un papel crucial en el desenlace de la guerra. Se las movilizó tanto en el frente oriental como en el occidental, y estuvieron presentes en primera línea. No pocos, niños y también niñas, con una audacia fruto de la inconsciencia que justificaba su corta edad, y también de la creencia sincera de que su líder era realmente invencible y prácticamente divino. En su irreductible inocencia y su total inexperiencia vital, esos niños efectivamente conservaron las esperanzas en la victoria final cuando ya todos los adultos, ante el avance aliado, las habían perdido. Y por ello dieron sus vidas. Y también por ello se los empleó, sin escrúpulos, en misiones desesperadas y suicidas que llevaron a cabo como una suerte de guerrilla urbana que actuaba de forma anárquica y sin mandos ‒a menudo ya huidos‒, pero que precisamente por su propia naturaleza causó serios daños en el ejército soviético durante su defensa heroica de Berlín. Entre otras cosas porque, evidentemente, para los soldados resultaba muy duro tener que disparar contra niños y muchachos.
Esas milicias populares infantiles, miembros del Volkssturm, fueron empleadas como último recurso de defensa y en ellas advertimos múltiples elementos en común con los modernos niños soldado, cuya tragedia nos horroriza. En abril de 1945, con ocasión de la batalla de Berlín, los niños fueron reclutados sin importar su edad. Con ellos se organizó una improvisada división Panzerjagd que, por increible que parezca, había de enfrentarse a los tanques en bicicleta. En esta particular compañía sobre ruedas, cada niño transportaba dos lanzagranadas antitanque sujetos a ambos lados de la rueda delantera y al manillar. Los mandos suponían que los muchachos lograrían desmontar con tiempo suficiente para apuntar y disparar contra los tanques, lo que obviamente resultaba casi imposible. Sus oficiales, quienes habrían debido velar por su bienestar, los enviaban a la muerte sin titubear.
Lo cierto es que los pequeños, en efecto, recibían una sólida formación militar ‒acampadas, marchas, juegos de guerra…‒ que les permitía agregarse después a los cuerpos de adultos sin dificultad. De hecho las Juventudes Hitlerianas contaron también con secciones especializadas: la naval, la ecuestre o la de pilotos de planeadores. Esta escalofriante circunstancia, unida a un profundo adoctrinamiento que a menudo desembocaba en fanatismo, explica que el propio Göring anhelase la integración de sus miembros en las fuerzas regulares de la Wehrmacht o las SS. Así, la 12ª SS División Panzer Hitlerjugend era una división de élite constituida por 16.000 miembros de las Juventudes Hitlerianas ‒muchachos nacidos en 1926‒ y vinculada a esta organización.
En definitiva, los nazis se apropiaron de la infancia alemana gracias a las Juventudes Hitlerianas, que a pesar de recibir esa denominación en 1926, existían ya precedentemente. Esa organización paramilitar, que se distinguía por un uniforme propio e insignias características destinadas a deslumbrar a los niños, agrupaba a los muchachos entre 14 y 18 años. No obstante, los niños entre 10 y 14 entraban en su rama infantil, la Deutsches Jungvolk, que después daba paso definitivamente a las Juventudes Hitlerianas. En ellas, en total, acabaron nueve de cada diez jóvenes alemanes.
No es de extrañar, pues en 1936 se prohibieron todas las demás organizaciones juveniles en Alemania, y en 1939 todos los adolescentes de edades comprendidas entre los 10 y los 18 años tuvieron que afiliarse a las Juventudes Hitlerianas por ley. Como resultado de estas medidas, a comienzos de 1939 algo más del 98% de los jóvenes alemanes formaban parte de las Juventudes Hitlerianas. Naturalmente algunos padres, enfrentándose a las sanciones ejemplarizantes que Himmler, su policía y las SS imponían para hacer cumplir el servicio, intentaron, escondiéndolos si era necesario, sustraer a sus hijos de esa maquinaria de adoctrinamiento que suponía, en realidad, un paso previo para su envío al frente.
Sobre este proceso de reclutamiento generalizado de la infancia, ejecutado no pocas veces por la fuerza, y sobre el papel que esos niños soldado jugaron con el enemigo a las puertas de Berlín reflexionó en 1996 la película El ogro, una fascinante adaptación de la novela El rey de los Alisos, de Michel Tournier. En ella un magistral John Malkovich, prisionero francés desafecto a su patria ‒que le condena injustamente y le obliga a expiar sus presuntas culpas como pedófilo sirviendo en el frente‒ y deslumbrado por el fasto y la disciplina del ejército nazi, así como por sus atractivos rituales, por la promesa de ser aceptado finalmente en una colectividad, en una entidad superior al individuo ‒mecanismo que analiza ampliamente El miedo a la libertad, el conocido ensayo de Erich Fromm, y que en parte justifica el éxito del nazismo‒, acaba raptando niños para su integración en las Juventudes Hitlerianas. Enviando así involuntariamente a la muerte, una vez los rusos avanzan por territorio alemán, a quienes pretende proteger de los adultos, las últimas fuerzas con las que cuenta el Reich mientras los oficiales, seguros ya de la derrota, huyen.
En efecto, no se puede negar, algunos miembros de las Juventudes Hitlerianas, convertidos en fanáticos siervos del régimen, fueron combatientes convencidos y, a pesar de que nunca se les juzgase por su condición infantil, que colocaba a los aliados ante un dilema moral difícil de resolver, se hicieron responsables de crímenes de guerra.
Sin embargo los muchachos de Under sandet se muestran tan dóciles que la noche que el sargento danés, quizá arrepentido por actuar como una innoble mano ejecutora y con la intención de que escapen y salven así sus vidas, decide dejar sin atrancar la puerta de su barracón, ellos ni siquiera lo intentan. Son jóvenes cuya inocencia y capacidad de maravillarse aún con los pequeños prodigios cotidianos sobrecoge. Son muchachos que sienten piedad por los animales; que se entretienen, fascinados, con ratones de campo y escarabajos, a los que tratan con delicadeza y ternura. Que a pesar del agotamiento y el terror a la muerte, aún actúan como pacientes y afectuosos enfermeros para la muñeca de la hija de una granjera local, quien no duda en demostrar su desprecio hacia ellos. Que sólo abandonan su encierro sin permiso para acudir en ayuda de esa misma mujer cuando la pequeña se introduce en un campo minado, y no dudan en arriesgar sus vidas para rescatarla. Son catorce muchachos aún cándidos y crédulos, que añoran una casa y una familia de cuya supervivencia ni siquiera pueden estar seguros, pero que todavía confían en poder recuperar. Catorce muchachos que llaman a sus madres cuando son heridos. Catorce muchachos de los que sólo lograrán sobrevivir cuatro.
Poco apta para los amantes de los razonamientos maniqueos ‒los buenos, los malos; los nuestros, los vuestros…‒, Under sandet propone una perspectiva de la Segunda Guerra Mundial muy inusual, una imagen nada complaciente y muy poco halagadora del bando aliado. Porque distinguir entre las víctimas y los verdugos no siempre resulta tan sencillo.
Con una excelente fotografía que, en medio de toda la sordidez reinante, se recrea en la belleza de la luz junto al mar y en los claroscuros de los rostros, dotada de una elegante banda sonora cuya simbiosis con las imágenes está tan lograda que a menudo incluso nos pasa desapercibida ‒en parte porque también evoca elementos atmosféricos como el viento o hace uso de los mismos‒, Under sandet nos muestra la otra cara de la Segunda Guerra Mundial: la oculta, la casi nunca narrada; la poco heroica y muy vergonzosa. Sin sentimentalismos efectistas ni artimañas narrativas o visuales, haciendo gala de una austeridad espartana o castrense, Under sandet se revela una película extremadamente dura que, como un puñetazo directo al estómago, nos deja literalmente sin palabras y sin respiración. Sobre todo, sin argumentos con los que rebatir la barbarie; sin peregrinas justificaciones sobre la autoridad moral de los unos sobre los otros.
En último término, Under sandet insiste en la importancia de conservar y defender la conciencia. También ‒si no especialmente‒ durante los conflictos bélicos, en los que jamás deberían caber excusas tan oportunas y oportunistas como la tan socorrida frase, escuchada una y otra vez durante los Juicios de Núremberg y repetida sistemáticamente tras cada conflicto armado para justificar la complicidad o la pasividad ante las atrocidades: “yo sólo cumplía órdenes”. Y es que cualquier disciplina ‒ya sea militar o política‒ que exige dar la espalda a los propios principios, no vale la pena. De hecho ésa se convierte en la reflexión final de una película rica en mensajes muy difíciles de digerir sobre la violencia y la intolerancia.
Bibliografía:
Venezia, Shlomo. Sonderkommando: El testimonio de un judío obligado a trabajar en las cámaras de gas. Barcelona: RBA, 2010.
Ilustración:
Cartel de propaganda para el reclutamiento juvenil bajo el III Reich.
Ficha técnica
Título original: Under sandet
Año: 2015
Duración: 100 min.
País: Dinamarca
Director: Martin Zandvliet
Guión: Martin Zandvliet
Música: Sune Martin
Fotografía: Camilla Hjelm
Reparto: Roland Møller, Louis Hofmann, Mikkel Boe Følsgaard, Laura Bro, Joel Basman, Oskar Bökelmann, Emil Buschow, Oskar Buschow, Leon Seidel, Karl Alexander Seidel, Maximilian Beck, August Carter
Productora: Amusement Park Films / Nordisk Film
Género: Bélico. Drama | II Guerra Mundial. Basado en hechos reales
Premios
2016: Premios Oscar: Nominada a Mejor película de habla no inglesa
2016: National Board of Review (NBR): Mejores películas extranjeras del año
2016: Premios del Cine Europeo: Mejor fotografía, vestuario y maquillaje
2015: Festival de Gijón: Premio del público