Una vida a lo grande: El tamaño sí importa

Una vida a lo grande: El tamaño sí importa

Salome Guadalupe Ingelmo
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Por Salomé Guadalupe Ingelmo

Un científico noruego, convencido de que la solución a la superpoblación y el cambio climático que sufre el planeta se encuentra en miniaturizar a los seres humanos para que su impacto sobre la Tierra sea menor, desarrolla la tecnología necesaria para poner en marcha su proyecto. Muchos, comprobando los beneficios económicos que implica el proceso, pues los gastos que esos seres humanos minúsculos han de afrontar a lo largo de sus vidas son ínfimos y esto aumenta el poder adquisitivo de los individuos, se animan a dar el paso.

Paul Safranek, un ciudadano corriente de Omaha cuya esposa se obsesiona con la adquisición de una casa nueva que en su situación financiera no se pueden permitir, también cree que la miniaturización se convertirá en la solución a sus problemas. No obstante, pronto se dará cuenta de que el milagro económico prometido es en realidad un espejismo.

En contra de lo que uno podría imaginar, Una vida a lo grande, pese a moverse en el registro de la comedia amable, resulta bastante crítica. La película pone de manifiesto nuestra doble moral, las contradicciones de la sociedad contemporánea.

Y es que el ser humano parece no tener remedio. Como tantas veces ha sucedido tristemente en nuestra historia reciente, los progresos científicos suelen ser empleados con fines espurios y poco edificantes, en pro de beneficios crematísticos y sin atender a escrúpulos dictados por la moral. A veces, incluso, en perjuicio de la dignidad y la vida humana.

En efecto, el padre de la miniaturización trabaja en favor de la sostenibilidad y el respeto hacia el medio ambiente; pero su descubrimiento se usa para potenciar el consumismo típico del capitalismo más salvaje. Él, tras años de investigación sobre plantas y animales, no duda en ofrecerse voluntario para ser reducido junto con su mujer y otros amigos, un proceso irreversible que ellos afrontan por convicción y responsabilidad. Pero a ese descubrimiento científico, perseguido con fines generosos, una sociedad pervertida le encuentra inmediatamente beneficios económicos que acaban primando. En realidad todos o casi todos deciden reducirse por motivaciones pecuniarias, porque se les convence de que así sacarán el mayor provecho de sus ahorros y automáticamente disfrutarán de fortuna y privilegios, que pasarán a pertenecer a un círculo de elegidos. Y a ese afán de opulencia hace alusión precisamente el título Una vida a lo grande.

En este sistema ‒que nos recuerda sospechosamente a las estafas piramidales‒ existen incluso primas de fidelización para aquellos que logren convencer a sus amigos de que se empequeñezcan. Se vende un mundo ideal y ficticio no muy distinto del que nos vendieron a nosotros cuando se nos animó a vivir por encima de nuestras posibilidades, inmersos en un sistema que en realidad se favorecía únicamente a sí mismo.

Así, la reducción se convierte inmediatamente en un mero negocio, una moda que a veces arruina la vida de personas incautas; pero que no contempla el arrepentimiento ni la rectificación, porque la miniaturización no tiene vuelta atrás.

Incluso el anónimo protagonista, un ciudadano a todas luces empático y de sanos principios, se deja arrastrar por esa corriente de pensamiento generalizada, por esta voracidad materialista que conduce nuestras vidas. Un tipo altruista que renunció a su carrera de cirujano para regresar a su pueblo natal y cuidar de su madre enferma de fibromialgia, que se hizo fisioterapeuta esencialmente para mejorar las condiciones de vida de las personas en el ámbito laboral, acaba trabajando en el sector de las ventas telefónicas: atendiendo las “necesidades” de esos superficiales nuevos ricos diminutos.

Porque él mismo comienza a comprender que también el mundo de los pequeños existen las clases, que tampoco allí las cosas son tan fáciles. Cuando su mujer, que finalmente decidió no miniaturizarse y por tanto exige a una pensión en consonancia con su tamaño, le pida el divorcio, él, que pensaba vivir el resto de su existencia de las rentas, para hacer frente a los gastos, se verá obligado a abandonar su mansión para mudarse a un pequeño apartamento y habrá de volver a trabajar, ahora en una profesión que no es la suya y ni siquiera le gusta.

Además, una serie de circunstancias fortuitas le permite descubrir que también en las colonias en miniatura existen comunidades de desafortunados discriminados, que habitan en degradados suburbios, curiosamente segregados más allá de un enorme muro que inmediatamente nos recuerda los proyectos de Trump. Allí se hacina gente generalmente proveniente de lo que se considera el tercer mundo. Personas que, en busca de la tierra prometida, se han endeudado para poder miniaturizarse mediante un procedimiento caro ‒que presuntamente después habrá de amortizarse‒ y no exento de riesgos; las mismas personas que antes se endeudaban para poder pagar a las mafias un billete de entrada al presunto paraíso. Porque, además, empequeñecerse también facilita violar los controles fronterizos.

Y paradójicamente es en ese inframundo en el que, tras sentirse todo el tiempo fracasado en lo personal y en lo profesional por uno u otro motivo, el protagonista, ayudando a los más desfavorecidos, acaba encontrando finalmente la felicidad. Frente al mundo superficial de los privilegiados que se han miniaturizado esencialmente para pasar el día asistiendo a fiestas, la desgracia le permite realizarse como ser humano. Porque hacerse pequeño obliga a priorizar y nos ayuda a entender lo que realmente importa y lo que, por el contrario, es perfectamente prescindible.

Mientras, a muchos kilómetros de distancia de la superficialidad predominante, en los fiordos noruegos, la colonia diminuta original sigue habitada por idealistas que se autoabastecen y no viven en una artificial burbuja, sino en contacto con la naturaleza, sin aislarse del medio siquiera para protegerse de insectos y otros animales. Ellos, convencidos de que la destrucción de la capa de ozono acabará con el mundo conocido en breve, deciden retirarse al interior de la tierra, a un nuevo edén creado con el fin de poder repoblar la superficie dentro de miles de años, cuando, tras la extinción del hombre, las condiciones vuelvan a ser favorables para la vida humana.

            Paul cuenta con un guía de excepción en su viaje de aprendizaje emocional: una disidente vietnamita sometida contra su voluntad a la reducción por su gobierno como represalia ‒Dicho sea de paso, en el remordimiento que esta aberración provoca en el inventor de la miniaturización advertimos un guiño a la frase de Oppenheimer: “me he convertido en la muerte, el destructor de mundos”‒ e inmigrante ilegal en Estados Unidos, única superviviente entre los compañeros que junto a ella intentaron la aventura, y marcada desde entonces por la pérdida de una pierna. Una mujer enérgica que, pese a los altos precios pagados, pese a verse obligada a trabajar limpiando casas para malvivir, no se deja vencer por la apatía o el desánimo y emplea todo su tiempo libre en cuidar de sus vecinos más necesitados.

Porque Una vida a lo grande tiene la virtud de ofrecernos algunas lecciones vitales fundamentales. Una de ellas es que, como comprueba Paul cuando su esposa se echa atrás justo antes de que la miniaturicen, haciéndole viajar en solitario hacia lo desconocido, las situaciones difíciles son las que realmente ponen a prueba a las personas, el grado de confianza que podemos depositar en ellas, si nos fallarán o no. Una vida a lo grande nos enseña que, como decía el Principito, “solo con el corazón se puede ver bien; lo esencial es invisible a los ojos”. Por eso, ¿qué sentido tendría refugiarse junto con los noruegos en esa nueva colonia subterránea si nuestros amigos están fuera? ¿Para qué sobrevivir a toda costa? Si todo ha de irse al carajo igualmente, que el final nos pille junto a los que más queremos. Mejor fugaces y felices que eternos y desgraciados.

Frente a El increíble hombre menguante ‒la turbadora obra maestra de Jack Arnold, adaptación cinematográfica de la novela de Richard Matheson‒, que realizaba una profunda reflexión atemporal sobre la naturaleza humana, sobre el sentimiento de orfandad que nos acompaña en la eterna búsqueda de un sentido a nuestra existencia sobre la tierra, esta película aborda conflictos y pecados de nuestra desorientada y banal sociedad contemporánea. Desde luego Una vida a lo grande  no se puede considerar un producto intrascendente como Cariño, he encogido a los niños.

En conclusión, Una vida a lo grande quizá no será una obra maestra, pero, además de arrancarnos algunas sonrisas, está llena de buenas intenciones, da mucho que pensar y resulta increíblemente tierna.

Ficha técnica

Título original: Downsizing

Año: 2017

Duración: 135 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Alexander Payne

Guion: Alexander Payne, Jim Taylor

Música: Rolfe Kent

Fotografía: Phedon Papamichael

Reparto: Matt Damon, Christoph Waltz, Hong Chau, Kristen Wiig, Jason Sudeikis, Udo Kier, Neil Patrick Harris, Laura Dern, Margo Martindale, Kerri Kenney, Maribeth Monroe, Niecy Nash, Donna Lynne Champlin, Joaquim de Almeida, Rolf Lassgård, Ingjerd Egeberg, Søren Pilmark, Jayne Houdyshell, James Van Der Beek, Patrick Gallagher, Kevin Kunkel, Kristen Thomson, Brendan Beiser, Don Lake, Mary Kay Place, Juan Carlos Velis, Veena Sood, Jeff Clarke, Pepe Serna

Productora: Annapurna Pictures / Paramount Pictures / Ad Hominem Enterprises

Género: Ciencia ficción. Comedia. Drama | Comedia dramática. Distopía

Premios

    2017: Festival de Venecia: Sección oficial largometrajes a concurso

    2017: Globos de Oro: Nominada a Mejor actriz de reparto (Hong Chau)

    2017: National Board of Review (NBR): Mejores 10 películas del año

    2017: Critics Choice Awards: Nominada a Mejor actriz secundaria (Hong Chau)

    2017: Satellite Awards: Nominada a Mejor dirección artística

    2017: Sindicato de Actores (SAG): Nominada a Mejor actriz secundaria (Hong Chau)

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