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Por Salomé Guadalupe Ingelmo
Wallace Bryton, un cómico de Los Ángeles convertido en popular podcaster, se desplaza a Canadá con la intención de entrevistar a un muchacho que se ha transformado en fenómeno mediático gracias a su programa pero que, finalmente, incapaz de resistir la presión, se suicida. Extremadamente molesto por haber realizado el viaje en balde y a punto de regresar a casa con las manos vacías, Wallace, muy tempestivamente, descubre en el tablón de anuncios de los lavabos de un bar local una misteriosa carta en la que un desconocido invita a cualquier curioso que pueda encontrar su mensaje a visitarle. El desconocido ofrece compartir la apasionante historia de su vida, plagada de aventuras y anécdotas interesantes. Fascinado por esa promesa, Wallace se desplaza hasta la dirección indicada. El domicilio del desconocido, un distinguido caballero en silla de ruedas que se presenta como Howard Howe, se encuentra lo suficientemente aislado como para que nadie pueda escuchar los gritos de cualquier incauto que haya podido caer en la trampa. Porque lo cierto es que el desconocido ha atraído a Wallace a su tela de araña con envenenadas promesas. En efecto, apenas le recibe, Howe comienza a contarle deslumbrantes aventuras presuntamente vividas por él. Pero cuando narra cómo el barco en el que trabajaba de cocinero en su juventud naufragó tras chochar con un iceberg y él resultó el único superviviente, viéndose obligado a vivir durante seis meses en una pequeña isla con la única compañía de la morsa que le había salvado la vida, Wallace empieza a sentir un inexplicable sopor contra el que no puede luchar. Al despertar Wallace descubre que él mismo se encuentra en una silla de ruedas: le falta una pierna, supuestamente amputada a causa de una mordedura de araña tóxica que no recuerda haber sufrido la noche anterior. Pero no será ésta la única pare de su cuerpo que la víctima pierda, pues el insensato descubrirá con horror que la intención de su carcelero, un asesino en serie que en absoluto está inválido, consiste en “adaptar” su cuerpo mediante macabras intervenciones quirúrgicas hasta hacerlo perfecto para vestir un realista disfraz de morsa confeccionado en una piel cuya procedencia el espectador prefiere no conocer, y que de hecho finalmente parece fundirse con el propio mutilado Wallace. Wallace pasará las horas encadenado, obligado a vivir en un islote artificial en medio de una piscina, con una ridícula pelota hinchable como único pasatiempo y pescado crudo como único alimento.
Observamos que la palabra y la narración, la transmisión oral de las experiencias, algo tan solidario y humano, tienen un papel esencial en esta historia. De ellas vive Wallace y con la promesa de ahondar en ellas Howe atrae al protagonista, que necesita alimentar constantemente su programa con las vidas ‒sobre todo con las miserias, ya que, ante el creciente éxito, sus escrúpulos a la hora de ridiculizar a los demás han ido desapareciendo‒ ajenas. Por eso su anfitrión parece un filón: se supone, por ejemplo, que compartió con Hemingway una botella de Whisky durante la guerra, y sus anécdotas parecen no tener fin. Tanto que el espectador llega a dudar de su veracidad, pues con ellas tiende una pegajosa trampa. En este sentido el personaje de Howe nos evoca lejanamente al fantasioso padre de Big Fish, dirigida por Tim Burton. Hace sospechar de la autenticidad de la narración sobre Hemingway el que al preguntarle Wallace si la botella que está contemplando en una vitrina es la de la anécdota, Howe conteste: “sólo es una vieja botella, pero al combinarla con la historia… se convierte en un poderoso talismán”. Luego el personaje es plenamente consciente del poder de persuasión que tienen las palabras, y sabe emplear perfectamente ese arma.
Por otro lado el comienzo de la película, en concreto esa invitación mediante una carta a visitar la casa de un extraño, nos trae a la mente la peligrosa hospitalidad que Jonathan Harker recibe del conde en el Drácula de Stoker. La llegada de Wallace a la lujosa propiedad y a su agreste parcela, de noche, resulta casi tan inquietante como el tétrico recibimiento que al abogado inglés se le dispensa en los Cárpatos. En efecto, una vez aceptamos la invitación del monstruo a entrar en su guarida, ya no podemos escapar.
Pero Tusk bebe mucho más de otro clásico del terror: Frankenstein. Porque Howe, a base de amputaciones y puntadas, acaba construyendo a su personal monstruo. En esa faceta, al margen de la alegoría original del hombre insolente y soberbio que pretende competir con el Creador, podemos advertir también reminiscencias de un horror mucho más real y cercano: el sadismo vertido en los experimentos científicos desarrollados por los nazis y los japoneses ‒en concreto el denominado Escuadrón 731‒ sobre sus prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial. Y este último argumento entronca precisamente con la decadencia moral del hombre que la película pretende denunciar.
En la película encontraremos muchas otras referencias y guiños al cine, entre los cuales destacan los dirigidos a Misery o a El silencio de los corderos. Aunque quizá a nuestra mente retorne con especial intensidad una frase puesta en labios de Drácula por Coppola, “Tenemos mucho que aprender de las bestias” –reflexión que ciertamente contrasta con la obra original de Stoker, donde el conde se describe como un animal sanguinario que nada tiene de humano y mucho menos de romántico–, que diría resume magistralmente el mensaje central de Tusk.
Si pensamos de forma más amplia en las artes visuales, el humano animalizado encuentra su reflejo también en el mundo de la pintura y la ilustración. Un excelente ejemplo lo ofrece el Nabucodonosor II de William Blake, que decide representar la condición más baja del ser humano mediante este soberano babilonio. Harapiento y desnudo, con el cabello descuidado y uñas que casi son garras, el monarca avanza a cuatro patas por una oscura caverna.
Volviendo al argumento, Howe, para expiar su culpa y acallar así sus remordimientos, pretende enfrentarse a la morsa artificial, es decir a Wallace, para darle la oportunidad que no tuvo en la isla al “animal”. Así, una tras otra, sus falsas morsas, es decir sus víctimas secuestradas precedentemente, vencidas por su mano, van muriendo. Hasta que Howe consigue que el animal en el que ha convertido a su última víctima le derrote, y le atraviese el pecho con sus colmillos de morsa ‒tallados a partir de los huesos de sus amputadas piernas‒. Wallace, que sólo logra sobrevivir al convertirse realmente en un animal y matar a su captor, acaba metido en la piel de una morsa: sin piernas, con los brazos cosidos al cuerpo, la lengua amputada y unos desproporcionados colmillos implantados en su boca privada de dentadura superior. En realidad es el verdugo quien ha vencido: ha obtenido la conversión total del hombre, la pérdida de su identidad y la definitiva desaparición de Wallace, del que ya no queda rastro dentro del grotesco y mudo Sr. Tusk, obligado a vivir aislado. Porque en último término Tusk es también una metáfora sobre la soledad del hombre, que a diferencia de buena parte de los animales a menudo ya no se diría un ser gregario.
Atendiendo a esta lectura, la carta con la que Howe atrae a su víctima se puede considerar también como un mensaje en la botella lanzado por un náufrago que ya no soporta más el aislamiento de su especie.
De alguna forma no puedo evitar pensar en Rousseau y en su “buen salvaje”. La civilización, contra todo pronóstico, destruye la humanidad del hombre. Por eso Howe considera a las morsas las criaturas más nobles, “mucho más evolucionadas que el hombre”.
Tras Tusk se esconde el grito del hombre que intenta reclamar la dignificación de su especie, es decir recuperar la humanidad perdida. Sólo que en ese terrible proceso comprenderá, tristemente, que el verdadero animal salvaje y sanguinario es el propio hombre, mientras únicamente se puede confiar en los animales. Tusk reflexiona sobre el padecimiento del ser humano que se ve obligado a repudiar a su género, por el que ya no nutre ninguna esperanza de redención. Porque el humano es egoísta y sólo piensa en sí mismo, en su propia y mezquina supervivencia. Howe no puede soportar esa revelación, que le lleva a perder la razón y a buscar desesperadamente la compañía de la bestia, convirtiéndose él mismo en una –sanguinaria–. Pero Howe no puede escapar de su verdadera naturaleza, ni de los remordimientos y el desprecio hacia sí mismo. Porque en efecto también él se reveló un ser humano en el pasado, al asesinar a la morsa que le había salvado, a la que incluso había dado nombre –Sr Tusk–, al único ser que lo había protegido –a él, maltratado y abusado por los hombres desde la infancia–, el único al que ha considerado un amigo, para alimentarse de su carne.
No obstante, en el fondo Wallace no se perfila como una víctima inocente. El protagonista es la prueba más evidente de que las pesimistas teorías de Howe sobre el hombre no están equivocadas. Cómico de escaso éxito, al descubrir que su carrera comienza a remontar mediante podcast ácidos, no duda en volverse cada día más insensible y cruel con tal de mantener y aumentar la audiencia y de seguir haciendo dinero. Wallace se muestra progresivamente fascinado por el éxito, y cada día menos interesado en las relaciones afectivas: traiciona constantemente a esa novia que ya apenas le reconoce, pero que no titubea y se lanza a su rescate apenas escucha un mensaje desesperado dejado en su móvil durante un descuido del loco. Convertido en un narcisista, pisotea la autoestima de la mujer que se desvela por él y que sólo logra recupera un poco de su dignidad manteniendo una aventura con el amigo de Wallace, interpretado por el niño del Sexto sentido ‒ya crecidito pero perfectamente reconocible‒. El protagonista no da signos de empatía ni sensibilidad siquiera hacia los más desafortunados. Recordemos que se desplaza a Canadá precisamente para entrevistar ‒y ridiculizar‒ a un chico mutilado que se suicida antes de que él consiga su ansiada exclusiva, cosa que le reprocha ásperamente incluso después de haber asistido al trágico espectáculo de su familia destrozada por la pérdida. “¿No podía aguantar dos días más? Maldito cojo egoísta”, comenta.
De hecho no parece casual, sino producto de una cruel justicia, que Wallace termine en silla de ruedas y con una pierna amputada –al menos en la fase inicial de su particular calvario–. Precisamente él, que fue quien difundió el video del suicida canadiense, una grabación casera en la que éste se cortaba accidentalmente una pierna con una catana, suceso que el protagonista satiriza ante su audiencia sin pudor. También sugiere que el episodio ha de ser interpretado como un justo castigo, al estilo del viejo ojo por ojo, el que Wallace asegure que no hay motivo para nutrir lástima por el muchacho, porque gracias al accidente tiene más audiencia que él mismo, que a cambio de tanta popularidad estaría dispuesto a sacrificar con gusto una de sus piernas: “no necesito dos piernas, no corro maratones”. Lo que nos hace recordar ese dicho de Oscar Wilde que aconseja tener cuidado con lo que se desea, porque podría hacerse realidad. En efecto Wallace busca individuos grotescos para burlarse de ellos en su programa Nací de fiesta, y él mismo acaba convertido en un fenómeno de barracón de feria.
Prueba de la inmoralidad de Wallace es que el mismo Howe se escandaliza al conocer el contenido de sus programas, su lenguaje soez y su humor grueso y crudo. Y le pregunta muy sorprendido si puede decir esas cosas públicamente sin sufrir consecuencias. En el fondo la consecuencia será el propio Howe, quien pondrá coto a tantos desmanes. Así el villano se convierte al tiempo en héroe vengador según una concepción morbosa y turbadora del equilibro cósmico y la justicia –si divina o no, no entraremos a juzgarlo–. Porque Howe considera a Wallace un libertino.
Tampoco podemos obviar las constantes manifestaciones de arrogancia del personaje, que aparentemente se considera demasiado mundano y cosmopolita sólo por habitar en Los Ángeles, al tratar como catetos a cuantas personas se le ponen a tiro en Canadá, lugar que a todas luces desprecia –deducimos, por considerarlo demasiado rural–, a juzgar por su grito de socorro: “No quiero morir en Canadá”. De hecho declara sentir pena por lo aburrido que es ese país al que acaba de llegar y que en realidad ni siquiera conoce. Y lo cierto es que muy probablemente no sea casual que el guionista haya decidido ubicar la acción en una localidad canadiense donde la densidad de población es moderada y observamos casas aisladas en los bosques, es decir donde la naturaleza aún encuentra un lugar y convive con el hombre, que todavía parece sentir algún respeto por ella.
Resumiendo, Howe, como Hannibal Lecter, que asesina y se come a las personas descorteses y groseras, a pesar de su monstruosidad, tiene su parte de razón: ambos personajes detestan actitudes humanas profundamente egoístas y antisociales. El problema es que pierden esa razón, esa presunta superioridad moral, al poner en práctica, sin compasión ni atisbo de conciencia, métodos tan expeditivos de erradicar el vicio humano. Porque, en su vana lucha por escapar de una naturaleza compartida con el resto de los hombres, ambos acaban cayendo en los mismos vicios que condenan. Y es que, como decía la abuela de nuestro desequilibrado asesino en serie: “el camino al infierno está lleno de buenas intenciones”.
Tusk se revela una desconcertante fábula para adultos. Tanto es así que responde a los cánones del género incluso en el hecho de que sus personajes sean, al menos parcialmente, animales. Y como toda fábula, al aspirar a un cometido didáctico, ofrece moralejas. Utilizo el plural porque, en efecto, las lecturas de la película y las consecuencias que se pueden extraer de ella son múltiples.
La primera y más evidente es que la violencia se “contagia”: quien ha sufrido violencia de niño muy probablemente reproducirá sus patrones de adulto. En consecuencia la violencia no es innata en el hombre, sino aprendida e inculcada. En Tusk asistimos a la tragedia de Howe, criado en un clima de violencia extrema, que al quedarse huérfano tras ser sus padres asesinados en plena calle, es enviado a un orfanato que el estado, para ahorrar, clasifica y administra como una institución mental y donde los niños crecen sin protección alguna, maltratados, abusados y utilizados como cosas o animales.
Una conclusión que corre paralela a la anterior es que somos aquello en lo que nuestro ambiente nos convierte; aquello que los demás se empeñan en ver u obtener de nosotros. Ya sea un loco perverso o una morsa.
Pero quizá la lección más ejemplar, la que puede resultarnos más útil y hacernos mejores personas, es que sólo mereceremos respeto si estamos dispuestos a ofrecer respeto a cambio. Y lo mismo sucede con sentimientos tan nobles como la comprensión y la compasión. Así Wallace acabará aprendiendo dolorosamente que debemos ser más tolerantes, no juzgar ni reírnos del prójimo; porque sus rarezas y deficiencias podrían acabar siendo las nuestras.
Por último esta irónica fábula puede ser leída también como una adaptación para adultos de todas las narraciones infantiles destinadas a explicar a los niños los peligros que pueden esconderse tras los desconocidos, pues uno no puede fiarse de las apariencias ‒en este sentido quizá no sea casual que entre los muchos objetos que decoran la mansión donde Wallace es torturado, destaquen varias máscaras teatrales colgadas en las paredes‒. No nos costará encontrar puntos en común entre Tusk y numerosos cuentos cuya intención es aleccionar a los niños para que no sigan a los extraños: El flautista de Hamelín, Caperucita Roja y, sobre todo, Hansel y Gretel. En efecto este último nos recuerda especialmente a la película en cuestión, sobre todo por el carácter claustrofóbico que acaba asumiendo una casa en principio encantadora y los tintes sádicos de un personaje en apariencia inofensivo. En Hansel y Gretel la tierna y generosas anciana se revela una bruja caníbal, mientras en Tusk el anciano de modales exquisitos y presuntamente paralítico resulta ser un peligroso asesino demente. Y es que el monstruo se puede esconder tras la apariencia más cándida. Por eso, niños, no aceptéis dulces de los extraños. Porque en los tiempos que corren nadie regala entrevistas suculentas sin segundos fines.
Otro de los alicientes de esta original e inteligente película es la divertida ‒y al tiempo controvertida‒ interpretación que Johnny Depp ofrece en el papel del despistado y excéntrico investigador canadiense Guy Lapointe, que perdió su puesto precisamente al obsesionarse con la captura de lo que hasta el momento sólo él ha considerado un asesino en serie.
En definitiva, Tusk pone al descubierto las miserias humanas en una ácida clave de humor que acaba deslizándose hacia la tragedia y finalmente alcanzando el patetismo. Claustrofóbica, macabra, desconcertante, grotesca, alocada y muy divertida, aunque no exenta de dramatismo, Tusk deja mal cuerpo a pesar de que al tiempo nos haga reír. Porque la película obliga a reflexionar sobre la naturaleza humana y, por oposición, sobre la naturaleza animal; a afrontar preguntas muy incómodas con respuestas que quizá preferiríamos no conocer. Definitivamente, quedamos muy turbados ante la sospecha de que probablemente las bestias sean más humanas que los hombres. Porque la verdadera bestia, como ha comprendido Howe, no habita fuera sino dentro: “Los verdaderos animales salvajes son los humanos”. Con tal de sobrevivir a toda costa, “el hombre se alimenta de la carne de los inocentes. Hasta que se queda completamente solo”. Y entonces únicamente puede recurrir a la catarsis del llanto, que nos hace más humanos y nos diferencia de los animales; que constituye el último resquicio de humanidad para el monstruoso Wallace-morsa, taciturno habitante de un zoo del que ya no podrá escapar.
Imágenes:
La invención colectiva, René Magritte
Nebuchadnezzar, William Blake
Behemoth and Leviathan, William Blake
Boris Karloff caracterizado como el Monstruo
Morsas, grabado de Histoire du pays nomme Spitsberghe (1613), obra de Hessel Gerritsz
Fícha Técnica
Título original: Tusk
Año: 2014
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Director: Kevin Smith
Guión: Kevin Smith
Música: Christopher Drake
Fotografía: James Laxton
Reparto: Justin Long, Haley Joel Osment, Genesis Rodriguez, Michael Parks, Ralph Garman, Johnny Depp, Harley Morenstein, Bill Bennett, Rob Koebel, Paula Jilling, Jennifer Schwalbach Smith, Harley Quinn Smith, Lily-Rose Melody Depp, Ashley Greene, Doug Banks, Matthew Shively
Productora: Demarest Films / Phase 4 Films / SModcast Pictures
Género: Terror. Thriller | Comedia de terror
Web oficial: http://tuskthemovie.com/
Fecha de estreno en Estados Unidos: 19 de septiembre de 2014
Fecha de estreno en España: 6 de febrero de 2015
Galeria fotografica
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