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Tulen morsian: De brujas y demonios con pies humanos
Por Salomé Guadalupe Ingelmo
En una pequeña isla finesa del archipiélago de las Åland, en 1666, aprovechando el reciente juicio por brujería contra una anciana indigente medio demente, la joven e inexperta Anna, apenas una adolescente, a pesar de haber visto desterrada a su madre adoptiva, una curandera local, bajo la misma acusación, decide denunciar a la esposa del pescador del cual se ha enamorado y con el que ha iniciado una relación clandestina y prohibida. La muchacha no puede calcular que el nuevo juez llegado a la isla ‒en cuya casa ella misma sirve‒ promoverá un fervor observante ‒alimentado por los turbios intereses del pastor local‒ que llevará a la brutal ejecución de las acusadas, cuyas confesiones se obtendrán mediante tortura. Con dieciséis mujeres procesadas por brujería, siete de ellas ejecutadas, viendo que la comunidad, amedrentada por los poderes locales, no está dispuesta a oponer resistencia ante tal barbarie y que su inocente rival, madre de dos hijos de corta edad, está apunto de ser ajusticiada, Anna, traicionada además por su amante, que pasa de muchacha en muchacha, comprenderá que su arrepentimiento no es suficiente para lograr el perdón y que su obligación moral consiste en dar un paso adelante.
El episodio que narra La cacería refleja los primeros pasos de la gran caza de brujas que tuvo lugar en Escandinavia en la década de los setenta del siglo XVII, y que en 1682 alcanzó Estocolmo. Esta fiebre purificadora, si bien monstruosa, llega tardíamente a la región y deja allí menos procesos y menos víctimas ‒aproximadamente cuatrocientas‒ que en el resto del continente. Únicamente en los territorios británicos y en la región mediterránea se produjeron menos ejecuciones, pues si bien los procesos por brujería fueron abundantes en esta última zona, las autoridades parecieron mostrarse más razonables a la hora de aplicar la pena capital ‒curiosamente, de forma especial en el caso de la Inquisición, que fue responsable de menos ejecuciones por brujería que los tribunales civiles‒ y prefirieron optar por castigos menores. De todos los actuales estados que componían Escandinavia, fue precisamente Finlandia quien tuvo el número más bajo de ejecuciones.
En España se hizo tristemente famoso el proceso de Zugarramurdi (1610), el único masivo de la península, donde los juicios por brujería solían constituir casos aislados que involucraban a una o dos personas. A resultas del mismo fueron quemados seis acusados junto a las efigies de cinco más que habían muerto ya en la cárcel. Aunque, seguramente, la caza de brujas grabada en el inconsciente colectivo como paradigma de ese horror de fanatismo e histeria que se extendió cual pólvora por el mundo presuntamente civilizado tuvo lugar durante los juicios de Salem. Desde el primer caso conocido en Alse Young (Connecticut), en 1647, los procesos por brujería se sucedieron en las Colonias Británicas del Nuevo Mundo. No obstante se trataba de casos esporádicos que involucraban a un número muy reducido de acusados. Lo más terrorífico de los juicios de Salem fue que las acusaciones se volvieron masivas, comenzaron con el testimonio de un par de niñas de nueve y once años ‒que sufrían espasmos y decían haber sido embrujadas‒ y no se aportaron pruebas de ningún tipo. No obstante, los jueces, instigados por la histeria y el fanatismo religioso que había arraigado entre los puritanos de Salem ‒de diversas ciudades de toda la provincia en realidad, pues los juicios involucraron a varias localidades‒, quienes en ocasiones sostuvieron los rumores también por rencillas personales y sed de venganza contra sus propios vecinos, entre 1692 y 1693, detuvieron y encarcelaron a más de ciento cincuenta personas sin pruebas. Aunque después muchas no llegaron a ser procesadas, veintiséis fueron condenadas y cinco murieron durante su encierro en prisión. Cuatro años después del juicio y las ejecuciones, los jurados que dictaron sentencia firmaron una confesión de error donde reconocían haber actuado bajo la influencia del miedo y la histeria generalizada.
Al margen del fanatismo religioso y los intereses personales, a menudo se responsabiliza de la locura que se desató en Salem al ergotismo, es decir a la intoxicación por pan de centeno fermentado ‒que contiene micotoxinas procedentes del hongo Claviceps purpurea o cornezuelo del centeno‒, que en efecto genera alucinaciones y produce efectos similares al LSD. Lo cierto es que aquel horror se convirtió en una mancha para la región y siglo y medio después uno de los mayores exponentes literarios de Norte América, Nathaniel Hawthorne, arrastraba el complejo de culpa y la vergüenza por la intervención en esos funestos juicios de su tatarabuelo John Hathorne ‒cuyo apellido incluso decidió cambiar‒, mercader y magistrado local que nunca se arrepintió de la crueldad y arbitrariedad con las que actuó.
Investigaciones recientes revelan que, como apunta La caza, las sospechas de brujería solían recaer sobre mujeres ancianas, personas socialmente débiles, marginales e individuos expuestos a la discriminación. A menudo bastaban rumores o denuncias sin fundamento para poner en marcha la maquinaria judicial ‒religiosa y también seglar‒, que no dudaba en conseguir confesiones falsas mediante la tortura.
La brujería, que desde luego ya se conocía desde la antigüedad, se vio progresivamente denostada y rechazada como una práctica siempre aberrante desde el afianzamiento del cristianismo, adquirió un fuerte tinte misógino en la Edad Moderna y acabó desembocando en una persecución despiadada contra la mujer. Si bien constatamos la existencia de juicios por brujería emprendidos contra hombres, estos casos, de por sí minoritarios, se fueron haciendo cada vez más inusuales con el tiempo.
Las acusadas de brujería solían ser en realidad curanderas y parteras, libres profesionales cuyos conocimientos sobre remedios tradicionales a menudo facilitaban a sus semejantes, mediante la prevención de los embarazos no deseados o las prácticas abortivas, el control sobre sus propios cuerpos y sus vidas. La eficacia como abortivos de vegetales como el perejil o el pepino era conocida desde la antigua Grecia, y los pesarios de los productos más variados también se usaban como anticonceptivos. La actuación de esas mujeres las convertía, por tanto, en elementos peligrosos para una sociedad patriarcal en la que el hombre, respaldado por la autoridad de la Iglesia, pretendía dominar y monopolizar el cuerpo femenino.
A lo largo de los tiempos, los movimientos puritanos han vinculado indisolublemente la honra a la castidad de la mujer, al control de su sexualidad. No sólo la honra femenina, sino también la del hombre. Así, un varón perdía automáticamente su honor si las mujeres de su familia ‒madres, esposas, hermanas, hijas…‒ no seguían los estrictos patrones sexuales impuestos por una sociedad bajo el control masculino. No obstante, esta represión solía generar, como consecuencia indeseable, una doble moral: una proliferación del consumo masculino de la prostitución. Encontramos un ejemplo bastante conocido y aún cercano en la puritana sociedad victoriana.
Porque el hombre que esclaviza a la mujer mediante la ‒falsa‒ moral, como denuncia La caza, es cobarde e hipócrita. En la película, la traición masculina se refleja tanto en la actitud del juez, que a pesar de mostrar aprecio por Anna no duda en dejar su cuello expuesto al hacha aún después de haber descubierto que las acusaciones de brujería lanzadas por el pastor de la comunidad son falsas, como en la del propio pastor violador de doncellas y en la del amante de Anna, que teniendo esposa e hijos de corta edad, se dedica a ir seduciendo muchachas con engaños.
Los personajes masculinos de La caza encarnan el egoísmo, la defensa de los propios intereses a toda costa, el orgullo y la soberbia. Son siempre individualistas. No obstante los personajes femeninos se muestran dispuestos a sacrificarse por los demás y revelan una conciencia y solidaridad de género: la curandera que se expone al amenazar públicamente al pastor con desenmascararlo si no deja de violar muchachas; la esposa traicionada que, lejos de guardar rencor, previene a la amante de su marido para que este no acabe haciéndola daño con sus infidelidades; la propia Anna que finalmente, arrepentida, da su vida por la de quien creía su enemiga.
La película demuestra cómo la ignorancia y aún más la mezquindad y las bajas pasiones ‒la envidia, el ansia de venganza, la lujuria o la codicia‒ justificaron la proliferación de los juicios contra la brujería a través de las falsas acusaciones. Pero también manifiesta de qué forma la soberbia de quienes se erigían en jueces, incapaces de reconocer sus limitaciones o admitir sus errores, permitieron que esa perversidad prosperase. Los jueces e inquisidores, los representantes del poder secular y del eclesiástico, portavoces de un poder patriarcal castrador que pretendía una mujer sometida y sin capacidad de decisión siquiera sobre su propio cuerpo, mostraban un celo exagerado a la hora de exigir la observancia unas normas a menudo arbitrarias.
En La caza, el juez fanático, obsesionado por limpiar de brujería la isla, y el pastor violador de doncellas, demasiado preocupado por borrar las huellas de sus desmanes enviando a la muerte a sus víctimas ‒cuántas mujeres convertidas en estorbo no dejarían de serlo gracias a oportunidades como esta‒, representan ese poder patriarcal despótico e injusto, tan poco edificante, al que nadie se atreve a enfrentarse.
Claramente, estos personajes defienden la implantación y supervivencia de un modelo de conducta y una organización social concebida por una masculinidad insegura, que teme un modelo de mujer independiente y sexualmente activa por considerarlo una amenaza. Un vestigio de ese modelo femenino tan temido se advierte efectivamente en algunos mitos, leyendas y ritos de la antigüedad clásica, por lo que la Iglesia persigue la supervivencia de algunas antiguas prácticas paganas. Por otro lado y paralelamente, siguiendo prejuicios misóginos heredados de los antiguos hebreos, la Iglesia culpa a la mujer del origen del pecado y la convierte en responsable perpetua de la tentación.
Reproduciendo este patrón aprendido, las mujeres son las primeras en juzgar tan duramente o más que los hombres las conductas sexuales de las de su género. La sociedad enseña a la mujer a convertirse en su peor enemiga, a considerar a las de su sexo como rivales –en una teórica lucha por los favores de un varón– en lugar de aliadas, fomentando así la división y el aislamiento. Si dejamos al margen la clave folclórica de lectura con la que a menudo el espectador se aproxima a las obras de Romero de Torres, observaremos que el pintor supo reflejar muy bien esta triste circunstancia. Cuadros como El pecado o Salomé, donde la mujer se convierte –de forma más o menos alegórica– en verdugo de sus semejantes, ofrecen buena prueba de ello.
No obstante la gran protagonista y vencedora en La caza es la solidaridad femenina, que supera todas las pruebas aunque haya de permanecer oculta. Así Rakel, la esposa traicionada, mantendrá vivo en su hija, a quien de hecho pondrá su nombre, el recuerdo ‒un recuerdo idealizado y libre de la sordidez, la mezquindad y la muerte‒ de la desaparecida Anna, convertida gracias a su piadosa fantasía en la mayor curandera de todos los tiempos.
Finalmente la mujer, como en ese particular descendimiento que propone Romero de Torres en La gracia, aprende a reconciliarse consigo misma.
La profunda comunión que logran las dos rivales alcanza su máxima expresión cuando Anna, para tranquilizar a Rakel, bautiza al bebé de esta entre la paja de la sucia celda en la que la madre se encuentra retenida, a la espera de su confesión y ejecución. Inevitablemente, estas escenas intimistas evocan el nacimiento en el pesebre del niño Jesús y se inspiran en las representaciones pictóricas ejecutadas bajo el gusto naturalista y directo de la sensibilidad nórdica, como las de Gerard van Honthorst y otros tenebristas holandeses de la escuela de Utrecht, de quienes el francés Georges de La Tour, cuyas obras de ambientación nocturna ‒generalmente a la luz de una vela‒ nos recuerdan mucho la iluminación de estos fotogramas que tanto tienen de pictórico, recibió incluso más influencia que de Caravaggio y la escuela italiana. Aunque en el Nacimiento que propone La caza es una mujer, Anna, quien, dispuesta a representar la paternidad responsable de la que el padre biológico no parece capaz, toma el puesto de San José.
Bastan pocos minutos para constatar que nos encontramos ante cine europeo. La caza impresiona por esa austeridad nórdica que constituye su mayor encanto. Una austeridad que, por otro lado, contribuye a reflejar fidedignamente lo que hubo de ser el siglo XVII, especialmente para las clases bajas. A excepción de su soberbia fotografía, la película no busca aderezos sino que se limita a proponer la cruda realidad, pura y simple. Porque nuestro vergonzoso pasado no se puede borrar ni se debe edulcorar.
Digna de resaltar resulta, sin embargo, la banda sonora, que recurre a música popular para poner fondo a la transmisión de madres a hijas de los conocimientos tradicionales, esos que a menudo les costaron la vida.
La caza se rebela, sobre todo, contra la estupidez femenina que acepta un yugo impuesto por otros y, a su vez, lo deja en herencia a sus descendientes, reproduciendo al infinito represores patrones masculinos. Pero también contra la hipocresía de una sociedad que, por miedo o bastardos intereses, finge ceguera ante la persecución de los inocentes, respaldando al verdugo y no a la víctima.
Ilustraciones:
- La visión de Fausto, Luis Ricardo Falero.
- Visita a la Bruja, Edward Frederick Brewtnall.
- Salomé, Julio Romero de Torres.
- La gracia, Julio Romero de Torres
Ficha Técnica
Título original: Tulen morsian
Año: 2016
Duración: 110 min.
País: Finlandia
Director: Saara Cantell
Guión: Saara Cantell, Leena Virtanen
Música: Stein Berge Svendsen
Fotografía: Konsta Sohlberg
Reparto: Tuulia Eloranta, Magnus Krepper, Elin Petersdottir, Claes Malmberg, Kaija Pakarinen, Antti Reini, Lauri Tanskanen, Johanna af Schultén, Maria Sid, Pirkko Hämäläinen, Sonja Halla-aho
Productora: Coproducción Finlandia-Suecia-Noruega-Letonia; Götafilm / Periferia Productions Ky / Schubert International Filmproduktions / Sun, Moon Pictures Intl
Género: Drama | Basado en hechos reales. Siglo XVII. Magia