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Tú y Yo La Pérdida de la inocencia a través de los ojos de Bertolucci y Ammaniti
Por Salomé Guadalupe Ingelmo
Indefectiblemente, en la vida de todo individuo llega un momento en que el sutil velo se rasga y el encantamiento se quiebra: el mundo comienza a verse bajo otro prisma, un mucho más sórdido y decepcionante. Llega siempre un día en que el adolescente, egocéntrico y narcisista por definición, descubre que sus problemas no constituyen el principio ni el fin y su ombligo no es el centro del universo: que hay vida más allá de su pequeño microcosmos, y que no siempre esa vida es idílica. Que lo que sucede fuera de sus estrechas fronteras le atañe y en ocasiones incluso le marca. Que muchas veces, lo quiera él o no, esa dura e ineludible realidad en la que hasta el momento no había reparado, llega a determinar su presente y su futuro. Que creía vivir seguro y a salvo de todo mal, pero que esa despreocupación suya es, en realidad, fruto de un gran espejismo nacido únicamente de su ignorancia e inexperiencia.
Eso es precisamente lo que le sucede a Lorenzo, el protagonista de Tú y yo, la última película de Bernardo Bertolucci y la penúltima novela de Niccolò Ammaniti.
Lorenzo, un adolescente introvertido de clase acomodada, probablemente destinado a convertirse en lo que en Roma ‒ciudad donde se desarrolla la novela de Ammaniti‒ se conoce coloquialmente como un “pariolino”; ignorado por un padre permanentemente ausente e hiperprotegido por una madre que se intuye convertida en pieza del mobiliario o elemento decorativo sin metas ni ilusiones, aprovecha una excursión a la nieve de su colegio, que organiza la Semana Blanca –las circunstancias en la novela son aún más tristes: Lorenzo, misántropo más por obligación que por devoción, hace creer a su madre que ha sido invitado por una compañera a pasar esos días en Cortina, sólo para demostrarle que está integrado entre sus compañeros, cosa que en el fondo desearía aunque no es cierta–, para disfrutar de unas breves vacaciones en su trastero, en serena soledad, leyendo novelas de terror y haciendo generoso uso de espray autobronceador para no levantar sospechas a su regreso al hogar paterno. Sin embargo un imprevisto trastocará sus planes: su tranquilo retiro se verá turbado por la visita de Olivia, una apenas conocida hermana mayor, hija de una relación precedente de su padre con una vendedora de calzado siciliana –en la novela, una dentista de Como con la que su padre había estado casado por un tiempo–.
Así Lorenzo, a través de su hermana Olivia, de la que apenas se habla en casa pero que tiene fama de ser una muchacha complicada y problemática, irá descubriendo una faceta ignorada de ese desconocido que es su padre, el gran ausente en su vida ‒igual que lo ha sido en la de su hermana‒ así como en el propio relato. Lorenzo comenzará a ver con otros ojos a ese padre que ha conseguido su lujoso apartamento mediante un contrato de nuda propiedad con una condesa que se presume caída en desgracia. Quizá ese hombre que casi nunca ve no sea precisamente ejemplar. Quizá su padre, el que calma sus remordimientos enviando un dinero mensual a su hija, el que ‒ahora, al descubrir a su hermana desmejorada y convertida en un guiñapo tembloroso y de humor cambiante por el síndrome de abstinencia, lo entiende‒ reduce sus obligaciones paternas a pagarle su dependencia de la heroína en lugar de afrontar sus responsabilidades y ayudarla a salir del pozo en el que ha caído, sea sencillamente un hipócrita y un egoísta. Un cínico que se limita a esconder el problema de una hija a la que él y su segunda esposa califican sin más de difícil, y cuyo recuerdo, tan sólo unas pocas pertenencias, relegan a una pequeña caja de cartón escondida en un rincón del trastero. Una caja convenientemente cerrada para que no turbe el sueño, la calma de una vida llena de mentiras.
Nada saben los miembros de la familia de Lorenzo los unos sobre los otros. Y tampoco les interesa profundizar en ese conocimiento. Porque profundizar significaría implicarse, hacer propios los problemas ajenos. Mucho mejor, más cómodo, vivir con la venda sobre los ojos. Lorenzo crece rodeado de un sobrecogedor individualismo y una vacuidad inmensa. Y en este sentido resulta significativo que para amenizar su encierro en el trastero el muchacho escoja, precisamente, la compañía de un pequeño terrario lleno de hormigas, a las que observa convivir fascinado. Porque las hormigas son seres altamente gregarios, dependientes unos individuos de otros, marcados por un objetivo común y compartido, un objetivo por el que todas trabajan y luchan al unísono. Y el terrario, terrible presagio, acaba hecho pedazos contra el suelo de ese trastero. Un montón de hormigas desorientadas corriendo atropelladamente en todas direcciones, ya sin orden ni concierto, aparentemente movidas por una única consigna hasta entonces ajena: sálvese quien pueda.
Lorenzo no corresponde en realidad al prototipo de adolescente que protagoniza normalmente las novelas de Ammaniti. Curiosamente Lorenzo pertenece a una familia acomodada y parece tener cubiertas todas sus necesidades y caprichos. Los niños y muchachos protagonistas de las historias de Ammaniti, por el contrario, suelen proceder de familias desestructuradas, de clase baja o incluso relacionadas con la delincuencia: Michele, el protagonista de Yo no tengo miedo, aún sin saberlo, es hijo de un secuestrador que, junto con el resto de adultos de su aldea, mantiene retenido a un niño de su misma edad en circunstancias infrahumanas; Cristiano, el protagonista de Como Dios manda, vive bajo la eterna amenaza de que el asistente social le quite la custodia a su padre Rino, un desempleado bebedor y xenófobo que lleva cada día a una chica distinta a su destartalado hogar; el tímido Pietro, protagonista de Te llevaré conmigo, tras un largo proceso de análisis durante los muchos años pasados en una institución para menores, comprende que a los doce confesó haber matado a su profesora porque inconscientemente quería alejarse de su familia para no acabar como su padre, un alcohólico violento culpable de la depresión y dependencia de los psicofármacos de su madre. Son siempre muchachos ingenuos, incluso más ingenuos de lo que suele ser normal a su edad –el paradigma lo encontramos seguramente en el inocente Pietro de Te llevaré conmigo, a quien su despótico padre ha repetido tantas veces que un hombre debe responsabilizarse de sus culpas que cargará toda su vida con el remordimiento de sentirse un asesino sólo por haber asistido al accidente doméstico que puso fin a la vida de su profesora, víctima en realidad de la desesperación y la locura ocasionada por el desamor y el abandono, es decir víctima de otros egoístas e irresponsables adultos–. Son muchachos sin malicia que nada saben aún del mundo, y acaban descubriendo las tragedias que éste depara precisamente de la mano de quien debería protegerlos: de sus propias familias. Son muchachos que pagan un alto precio por haber nacido en un ambiente del que en absoluto son culpables:
Michele con una bala disparada por su propio padre en el cuerpo; Pietro con su infancia perdida en un reformatorio y una incipiente y tierna historia de amor rota; Cristiano teniendo que soportar sobre su conciencia el encubrimiento de una violación y asesinato que acaba creyendo obra de su propio padre, que ha quedado en coma…
Pero no por desarrollarse en un ambiente menos sórdido, al menos en apariencia, Tú y yo resulta más tranquilizadora. No, porque esta nueva historia sobre adolescentes pone de manifiesto que el peligro acecha a la infancia incluso allí donde el espejismo ha recreado hábilmente una preciosa casita de azúcar y caramelo en la que vivir una vida presuntamente perfecta.
En la existencia aparentemente sencilla y confortable de Lorenzo falta comunicación como falta verdadero interés y afecto, un afecto sano. Su madre lo vigila y ahoga, se perfila como una presencia potencialmente castradora –“Sei tu che mi tratti come un… coglione”, llega a contestar el muchacho cuando ella lo acusa de comportarse como un niño–. Bertolucci sugiere un latente complejo de Edipo cuando, durante una comida compartida por los dos personajes, el muchacho le pregunta a su madre si en caso de una catástrofe, si la supervivencia de la especie dependiese de ellos dos, salvarían al género humano. En efecto también Ammaniti, aunque de forma mucho más sutil, sugiere una cierta atracción de Lorenzo hacia su madre: nada más comenzar la novela, Lorenzo le pregunta si le quiere y reclama un beso, al tiempo que le pide su perfume para lavarse con él y llevarla siempre encima. Y sin embargo sus diálogos se reducen a conversaciones telefónicas de mero trámite, breves y esencialmente banales. Porque afecto entre su madre –esa mujer que probablemente se aferra a su hijo porque su marido no está nunca presente– y él, en efecto, existe; pero no se puede negar que de una u otra forma se revela enfermizo.
Resulta paradójico cómo la situación de Lorenzo, en buena medida, es diametralmente opuesta a la que vive el Cristiano de Como Dios manda. Lorenzo goza de todas las comodidades materiales, pero en el fondo es absolutamente ignorado o manipulado por sus padres. Sin embargo Cristiano, a pesar de vivir en condiciones cercanas a la indigencia, en un ambiente suburbial y propenso a la delincuencia, cuenta con todo el amor de su padre, que lo trata con respeto, como a alguien responsable e independiente, con criterio propio. Y es que, como la novela pone de manifiesto, las apariencias engañan y las cosas no siempre son lo que se diría: Rino puede distar mucho de ser un buen ejemplo para un muchacho, pero, con todos sus defectos, para ser justos, hay que reconocerle que es capaz de nutrir ternura hacia su hijo –aunque a menudo la esconda o la exprese de una forma un tanto particular–, un hijo que para él es lo primero, en realidad lo único que tiene y que no desea perder. La reflexión de Ammaniti va a parar a una deducción que pareciera lógica, pero que no siempre sabemos aplicar en nuestra vida cotidiana: lo que cuenta de verdad son los afectos, y no las cosas materiales; es ése el verdadero legado que podemos y debemos dejar a nuestros hijos. Decía Concepción Arenal: “El amor es para el niño como el sol para las flores; no le basta pan: necesita caricias para ser bueno y ser fuerte”.
Con Tú y yo, Niccolò Ammaniti se aproxima de nuevo a la infancia y adolescencia destilando generosamente ese regusto al tiempo tierno y amargo ‒tampoco exento de un humor delicioso‒ tan propio de él. Siempre muchachos cuya inocencia se ve acechada por el universo de los adultos, por las amenazas de un mundo perverso y a veces sórdido. Un mundo que a menudo aún no aciertan a comprender, como sucedía ya en Yo no tengo miedo: un mundo que les queda demasiado grande porque ellos son aún demasiado pequeños. Un mundo que a menudo les marcará de por vida y decidirá su destino: como en Yo no tengo miedo, donde Michele acaba tiroteado; como en Te llevaré conmigo, donde un funesto accidente conducirá al protagonista hasta el reformatorio; como en Como Dios manda, donde Lorenzo, presa de la carcoma de la sospecha, pierde una fe hasta entonces indestructible en su padre; como en Tú y yo, donde Lorenzo, unos años después, tendrá que reconocer el cadáver de su hermana toxicómana. Sabiamente advertía Graziano Biblia a un Pietro apenas golpeado por dos de los matones de su escuela, los que acabarán siendo origen de todos sus problemas, que hay que mantenerse alejado de la gente realmente mala, porque son dos las opciones: o quieren hacerte daño o quieren que te conviertas en lo mismo que ellos son. Por la mezquina satisfacción de destruir cualidades y virtudes, para dejar de creerse inferiores. O quizá, por no sentirse tan solos en el abismo. Poco importan las motivaciones.
Tras casi diez años de ausencia, Bernardo Bertolucci decide regresar a las pantallas precisamente con esta reflexión sobre el proceso de crecimiento, sobre el paso a la edad adulta. Curiosamente escoge una novela que a priori no pareciera especialmente apta para ser llevada al cine. Que de hecho no lo es en absoluto. Quizá, en un intento por sostener su propia visión ‒hoy se dirían no muy en boga, a juzgar por lo que la industria suele ofrecer al público‒ sobre la esencia de la disciplina cinematográfica. Porque con esta obra, fruto de una concepción netamente europea del cine, Bertolucci demuestra que lo que sucede en una película no se reduce a la acción presente en la misma. Formalmente, salvando las obvias distancias, Tú y yo, aunque seguramente mucho menos teatral que aquella, me trae a la memoria La huella, dirigida por Joseph L. Mankiewicz y protagonizada por Lawrence Olivier y Michael Caine. Y es que Tú y yo constituye básicamente un duelo entre dos actores enclaustrados en un espacio muy reducido, tan claustrofóbico como las propias vidas de sus personajes. A Lorenzo su existencia, planteada bajo el control de su madre, está comenzando a alienarle como aliena el encierro al armadillo que llama su atención en una tienda de animales. Hasta el punto que el muchacho, en una elocuente escena durante su estancia en el trastero, acaba reproduciendo el comportamiento psicótico del animal al caminar mecánica y repetitivamente como bestia enjaulada. Y es que Lorenzo quiere huir, no ve la hora de escapar de su vida. Y por eso en la novela, camino a esa excursión que jamás llegará a realizar, desearía cambiarse por una gaviota habitante del sucio Tíber: cualquier cosa con tal de tener alas.
No, desde luego Tú y yo no es una novela fácil de llevar al cine. Pero con su elección para un regreso largamente esperado, Bertolucci demuestra que aún puede y debe quedar espacio en las salas para el cine de personajes. Tú y yo es esencialmente una película austera. Tan despojada de aderezos que ni siquiera presta atención a una banda sonora que de puro discreta parece casi inexistente, al menos si exceptuamos la mítica Space Oddity de Bavid Bowie y su adaptación italiana Ragazzo solo, ragazza sola –obra de Mogol–, interpretada también por el propio Bowie –que la lanzó en el mercado italiano en 1969–. Un tema especialmente apropiado para una historia de soledades compartidas por un breve espacio de encierro circunstancial.
Película intimista, Tú y yo no alcanza la crudeza de Como Dios manda, dirigida por Gabriele Salvatores. No obstante no por ello resulta más tranquilizadora. Y es que las historias de adolescencia contadas por Ammaniti sin duda turban. Sencillamente porque colocan al adulto ante un espejo en cuyo reflejo no suele salir muy bien parado. En las novelas de Ammaniti resulta frecuente que la pérdida de la inocencia llegue de la mano de la decepción; con el descubrimiento de que los seres queridos, los que se supone deberían proteger al niño, esconden una doble cara. Por ello crecer supone también perder la confianza.
Y es que la vida, antes o después, nos sorprende con su mordedura atroz. Con unas despiadadas mandíbulas que a veces profanan hasta la carne más tierna e inexperta. La infancia se desvanece demasiado pronto. Demasiado pronto dejamos atrás lo que en nuestra niñez parecía tan importante. Demasiado pronto olvidamos las promesas que entonces hicimos. “¿Ves que eres estúpido? ¿Acaso no sabes que las promesas están hechas para no ser mantenidas?”, le revela al inocente Pietro ‒con esa falta de pudor que concede la locura, ésa en la que acaba cayendo tras encontrarse embrazada y abandonada por quien la salvó de su postergada virginidad y se perfilaba como quien también habría de salvarla de la temida soltería‒, tras haber faltado a su palabra de evitar que el claustro escolar le suspendiese, la profesora Palmieri, uno de los escasos adultos en quien el muchacho todavía confiaba. Incluso el propio Pietro, en un arrebato de furia, rompe la palabra dada a su novia Gioia y se jacta ante los matones de su clase de haber matado a su profesora.
Si Como Dios manda me parece la mejor novela de Ammaniti protagonizada por adolescentes, al tiempo que la más dura, Te llevaré conmigo me resulta la más tierna y Yo no tengo miedo la más ingenua. Tú y yo, por su parte, se me antoja la más inquietante, la más amarga y desencantada.
Porque aunque Bertolucci decida endulzar la píldora que Ammaniti nos ofrece, la novela acaba con una cortísima escena final en la que un Lorenzo ya adulto, diez años después, es llamado a la morgue. Y allí, en efecto, reconoce el cadáver de su hermana Olivia, a quien no volvió a ver tras sus breves “vacaciones” en el trastero, muerta por sobredosis en la estación de Cividale del Friuli. Y es que los planes y las promesas, los propósitos –especialmente los buenos propósitos–, igual que las ilusiones, se diluyen con demasiada facilidad.
Quizá el ser humano sea incapaz de aprender de sus errores, de los propios y los ajenos; quizá seamos sólo bestias estúpidas que continúan tropezando una y otra vez en la misma piedra, en la misma en la que tropezaron ya antes nuestros padres y nuestros abuelos. Cuántas veces no nos convertimos con el tiempo en el vivo retrato de los defectos que más odiamos en nuestros padres, repitiendo sus mismos errores e incluso perseverando en ellos. Y todo porque muy pocos adultos se libran de esa amnesia que nos impide recordar nuestra infancia. “Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan”, resumía el clarividente Antoine de Saint-Exupery. Y muchos menos aún saben conservar una parte, la mejor, de esa infancia. Decía Pablo Neruda: “El niño que no juega no es niño, pero el hombre que no juega perdió para siempre al niño que vivía en él y que le hará mucha falta”.
Quizá sólo al llegar a la senectud, algunos bienaventurados especialmente sensibles y sabios comprenden. Confesaba Mario Benedetti: “La infancia es un privilegio de la vejez. No sé por qué la recuerdo actualmente con más claridad que nunca”.
Las obras de Ammaniti nos ofrecen una excelente oportunidad para recordar la niñez y adolescencia con ternura y sentido del humor –un sentido del humor mucho más sereno y moderado que el que caracteriza sus comedias más alocadas, por las que también reconozco sentir una debilidad especial, como su primera novela Branquias o la última Que empiece la fiesta–, pero también con sinceridad y emoción. La excepcional sensibilidad que caracteriza a este autor hace esas lecturas deliciosas y muy enriquecedoras. Como también puede llegar a serlo la visión de sus respectivas adaptaciones al cine –Yo no tengo miedo y Como Dios manda, dirigidas por Gabriele Salvatores, y Tú y yo, dirigida por Bernardo Bertolucci–, de las cuales recomiendo muy especialmente Como Dios manda, una película que lamentablemente no parece haber gozado de gran difusión en España, aunque sin duda contó con excelentes interpretaciones.
“La única patria que tiene el hombre es su infancia”, aseguraba Rainer María Rilke. Protejamos entonces esa patria, ese último reino del que nadie debería desterrarnos.
FICHA TÉCNICA
Título original: Io e te
Año: 2012
Duración: 103 min.
País: Italia
Director: Bernardo Bertolucci
Guión: Bernardo Bertolucci, Francesca Marciano, Umberto Contarello (basado en una novela de Niccolò Ammaniti)
Música: Gabriele Conti, Goffredo Gibellini, Marco Streccioni
Fotografía: Fabio Cianchetti
Reparto: Jacopo Olmo Antinori, Tea Falco, Sonia Bergamasco, Veronica Lazar, Tommaso Ragno, Pippo Delbono, Francesca De Martini
Productora: Fiction Cinematografica S.p.a. / Wildside Media / Medusa Film
Género: Drama, Adolescencia
Web oficial: http://www.medusa.it/film/1091/io-e-te.shtml
Premios:
2012: Premios David di Donatello: 6 nominaciones (incluyendo mejor película)
2012: Festival de Cannes: Sección oficial de largometrajes (fuera de competición)
2013: Nastro d’argento dell’anno
Estreno en Italia: 25 de octubre de 2012
Estreno en España: 26 de julio de 2013
Ilustraciones:
Narciso, obra de Caravaggio.
Muchacho mordido por un lagarto, obra de Caravaggio.
Galería fotográfica
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