Tres hojas

Tres hojas

Luis Rivero García
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  Tres hojas

 

Apenas faltaban tres hojas y la voz de aquel hombre llenaba de sosiego las almas de sus amigos. Su voz incansable, con timbre de fondo metálico, colmaba el espacio de la sala umbría. Iba cayendo la tarde, aunque el sol no tocaba aún las sierras de poniente, y el grupo de hombres cerraba así una jornada de debate y de pesquisa. Habían perseguido demostrar lo indemostrable, habían intentado desbrozar un camino firme y andadero para ese recorrido que sólo fe o superstición transitan sin enojo.

   No todo, sin embargo, fue paz en ese día. Cómo podría serlo, entre gentes consagradas al hallazgo de una certeza en medio de la niebla, al vislumbre de un asidero que los salvara del abismo que encaraba el buen amigo. Él, como de costumbre, los había llenado de perplejidad y desconcierto al demostrar más aplomo que ninguno, más interés por dedicar a sus quehaceres cotidianos las horas de un día tan particular. Había que intentarlo. La promesa de incorporar a su equipaje tan preciosa herramienta compensaba el esfuerzo. Además, no era aquél trabajo digno de rehuirse, antes al contrario: no alcanzaba a concebir fatiga deleitosa como aquélla. Puso, pues, a trabajar su método de siempre. Fue puliendo los argumentos del debate como el torrente lame los cantos de su lecho; cada pregunta suya eliminaba una aspereza del contorno de una idea, y al final helas allí, brillantes y rotundas como bolas sobre mesa de billar, esperando la embestida del ingenio para dibujar la deslumbrante carambola con que la inteligencia pinta sus diseños corales.

   No rindieron la plaza fácilmente los amigos: refutaban y contradecían sus premisas con las armas potentes del sentido común, pero él se resistía con aquella solidez que a pocos humanos se ha comunicado. Aquel tipo bajito, de cabeza excesiva e infortunado rostro, aquel impenitente impertinente siempre dispuesto a desmontar las certezas ajenas hacía hablar a su mente llenando de claror la senda de aquel día sin mañana, subyugando sin maldad a cuantos estorbaban el paso de la razón.

   Guardaba, sin embargo, un remanso narrativo para sus discípulos, una tregua, ya definitiva, a la guerra dialéctica en que había consistido el total de su vida. Les contaba cómo era en realidad el mundo en que vivimos, les hablaba de un cielo más allá del cielo, de una tierra por encima del alcance de nuestra mirada, de las simas en cuyo fondo discurren nuestras vidas humildes, del ansia de elevarse a las alturas del conocimiento verdadero, de su urgencia por atalayar esa sabiduría nueva e infinita.

   Tuvo tiempo aún de atender a la servidumbre de su cuerpo y de sus sentimientos: un baño y una breve despedida de sus deudos, palabras de conforto para el probo funcionario, demanda de instrucciones para lo inmediato. Después vino el pulso firme para la bebida, una breve y suicida caminata, el encargo de un gallo misterioso y, a la vuelta de la última página, apenas tres hojas más allá (irretornable el oleaje de los libros), en nombre de la ley Sócrates se nos moría para siempre.

Luis Rivero García.

 

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