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Patética y desconcertante operación de búsqueda de los huesos de Cervantes en el Convento de las Trinitarias. Otro episodio que delata la peculiar relación de los poderes públicos con la cultura.
Qué dicha este indiferente final. Despertar el tiempo que muere en un convento de clausura, resignado a la eternidad del silencio y recogimiento, es una osadía. Y no precisamente porque se trate de una cuestión herética. En todo caso profética. El mundo anda extraviado y con los pies fríos. La búsqueda de los restos de Cervantes se ha convertido en un asunto tan recurrente como inútil. La inversión de los 144.000 euros para realizar las operaciones conducentes a este fin, es la prueba concluyente de la caricatura en la que se convierte la cultura si el desconocimiento es el principio rector sobre el que se asientan las directrices políticas. “No lo hemos podido resolver con certeza absoluta y por eso somos prudentes. Estamos convencidos de que tenemos algo“. Tras 10 meses de intensa búsqueda, el equipo de trabajo liderado por el reputado forense Francisco Etxebarría, compuesto por arqueólogos, antropólogos, expertos en textiles y numismática, hasta un total de 36 personas, no ha logrado desentrañar este enigma creado artificialmente.
El verdadero y único vestigio del autor es su obra, que ha llegado hasta nuestros días con la salud intacta. Lo demás, y prescindible, en este suceso menor lo compone la obcecación en conferir importancia a lo que podríamos catalogar de anécdota. No dudo que el rostro de D. Miguel –sea cual sea el lugar donde éste se encuentre, “¡Oh, soledad, alegre compañía de los tristes!”- dibujará una sonrisa pícara, comedida y tiernamente maliciosa, de esas que inspiran compasión y paternalismo ante la zapatiesta que se ha montado. Su autorretrato, “Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada…”, incluido en el prólogo de “Novelas ejemplares”, nos desvela la faz del que no fue motivo, en vida, de inspiración para ningún pintor de su época. Pues si bien existe un retrato cuya contradictoria autoría es de Juan de Jaúregui -lo cierto es que éste es nombrado en el mismo prólogo-, desde 1911, y tras una apasionada defensa por parte de Rodríguez Marín y Narciso Sentenach, entre otros, se encuentra en un espacio de honor en la sede de la Real Academia Española. Contemplo la mirada líquida, no sin cierto halo de tristeza meditabunda del escritor de la obra de las obras. Creo intuir bajo “…los bigotes grandes y la boca pequeña…” ese fondo irónico, burlón y veraz, con el que sobrevuela el conflicto y drama interior de su protagonista.
La lectura está en los mismos huesos. El número de lectores en España es ínfimo. En fecha reciente, 23 de abril, se celebró el Día Internacional del Libro. Cita que conmemora la coincidencia del fallecimiento de Cervantes, Shakespeare y el Inca Garcilaso. El primero murió en realidad el 22 de abril de 1616. Al día siguiente se celebró el sepelio. La realidad y el deseo, como el título de la obra de Luis Cernuda –“La realidad, sí, la realidad: / un sello de clausura sobre todas las puertas del deseo”- define las vicisitudes del alma, y, en este caso, las tribulaciones y desventuras en dar relevancia a los despojos de uno entre 17 difuntos. La contienda no tiene fin y alienta ese orgullo tan hispánico enfatizado en la victoria y desmerecido en el fracaso que supondrá el olvido. Tras 400 años de cabalgadura a lomos de Rocinante la acción premeditada de Alonso Quijano y su conversión en Don Quijote nos describe ese mágico proceso de transformación, en el que por mor de los libros -bendita y mundana locura a partes iguales-, los huesos cervantinos se reconocen sin ADN, tan sólo leyendo su obra en pantallas electrónicas y páginas en papel. Internet y Maguncia se reconocen complementarios. Huellas de un camino que, indefectiblemente, nos lleva al lugar de origen, que no es precisamente el osario en el que se hurga. Cervantes vive en el inconsciente colectivo porque, de una u otra manera, todos hemos cabalgado junto a él y a Sancho.
Víznar, Collioure, la duda y la certeza. Y, entre ambas, la memoria. “–Lo mataron a él, decía la mujer, pero aquí también mataron a otros muchos, a tantos, a esos que ahora nadie ya recuerda. -El ya no es él, le dije. Es el nombre que toma la memoria, no extinguible, de todos”. José Ángel Valente desciende a la ignota sepultura de Federico García Lorca. Besa sus labios prendidos en las tardes arreboladas del barranco. Aquéllas en las que el cielo prefiere mantenerse en vigilia. El buzón junto a la tumba de Antonio Machado y Ana Ruiz, aguarda al visitante. Recoge la voz pequeña de la escritura, la que se publica manuscrita una sola vez y con un solo destinatario. Los días siempre serán azules en el pequeño pueblo del sureste francés. El mar acuna el sueño de madre e hijo. Encontrar los huesos o levantar la tumba. ¿Con qué fin? ¿A qué propósito este desatino? Para al final, como el ángel de la poesía, clamar compasivamente, “¡Dios mío, qué solos / se quedan los muertos!”. En todo caso el destino de cada autor está en su propia escritura. De ahí que la profunda y a contracorriente palabra poética de César Vallejo despeje cualquier duda, “¡Salud, hombre de Dios, mata y escribe!”
Pedro Luis Ibáñez Lérida
Imagen: Miguel de Cervantes, de Juan de Jáuregui
Un asunto tratado con tan lúcida comprensión, no cabe otro acercamiento posible, ¿cómo desde la Administración Pública ha podido ser tratado como un espectáculo mediático?. Por supuesto que está vivo, Cervantes y no sus huesos.
MarCas
buen articulo para denotar parte de la filosofía y el pensar de una gran parte de población, cabe tener en cuenta mucho los aspectos culturales y artísticos de antiguas civilizaciones para los de hoy en día.