Todo por la patria

Fernando Rivero
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Todo por la patria

Por Fernando Rivero

          Cuando un país, un Estado, va a entrar en guerra, lo primero que hace es preparar anímicamente a su población, creando un ambiente belicista que urge a los ciudadanos a abandonar sus habituales vidas y quehaceres para matar y morir: se eleva la tensión diplomática, se demoniza al enemigo y él mismo se carga de razón y de moral en un ejercicio tan maniqueo como útil. El ciudadano se sabe del lado del bien -así se lo han hecho saber- y hará lo que sea por defender a la Madre ultrajada. Cobran entonces importancia palabras como valor, honor, valentía y, sobre todo, Patria, disponiéndose todos los súbditos a morir por ella, y por Dios. Pero, por mucho que en el pasado se utilizara el nombre de Dios, no en vano, para enviar a las personas a la muerte, en la época descreída que vivimos en Europa cada día es más evidente que en el fondo de cualquier guerra, en su justificación más íntima e inconfesable, residen el Dinero y las ansias expansivas de cualquier Estado, para poder así construir un imperio donde no se ponga el sol o hacer más ricos a sus más poderosos. Aunque eso siempre haya sido así, nunca tan palpable y notorio ha sido, tan evidente la inmoralidad como en la guerra contra Irak, tratando Bush de convencernos de una mentira que sólo los más incultos y seguidistas se creían; ese Aznar que volvía a vomitar su bilis y a la vez nos aseguraba que los americanos nos iban a hacer partícipes de los despojos, que una pequeña parte de la reconstrucción del país que habían de devastar iba a caer en manos de España, que podría por fin salir del oscuro rincón de la Historia donde los socialistas –supongo- nos tenían cautivos. ¡Qué pena, José María, que no tuvieras tiempo de devolver el aguilucho a la bandera! Una foto verdaderamente infame, la de Las Azores, funesto presagio de muerte injusta. Lo que me resulta extraño de esa imagen, tanto que no alcanzo a entender sus motivos, es que Bush y Blair dejaran a Aznar posar de pie, y no a cuatro patas, como había estado antes y estuvo después. Es como si nos quisieran decir: “Mirad, si sabe levantarse”, pero el caso Couso demostró que eso no era así.

         Diréis que hay guerras justas, que hay que luchar contra el tirano, que a Hitler había que pararle los pies. Cuando las guerras no nacen del pueblo ocultan siempre intereses bastardos e, incluso éstas, las revoluciones, se vuelven Poder cuando lo consiguen y, por tanto, nuevos enemigos del pueblo. En principio los alemanes no tendrían por qué ser enemigos de nadie, a pesar de la sensación de impotencia creada por la Gran Guerra, pero Hitler, ayudándose del miedo, inoculó en muchos de ellos el sentimiento de odio hacia todo lo que no fuera ellos mismos. Por otro lado, hasta que las pretensiones expansionistas de Hitler fueron inaceptables, éste había estado bien visto por las potencias que a la postre serían sus enemigas –las mismas que no ayudaron a nuestra República contra el sedicioso-, pues veían en Hitler a un poderoso abanderado del capitalismo en la Europa central, alguien que podía contrarrestar la fuerza del temido Stalin.

         Hussein siempre fue un tirano, al igual que los demás impuestos por Estados Unidos en América, África y Asia, pero, al parecer, mientras permanezcan fieles al imperio serán menos genocidas y menos enemigos de sus pueblos.

         Me pregunto qué tendrían que ganar los vasallos de los señores feudales si iban a seguir siendo pobres como ratas venciera quien venciera, qué los marines norteamericanos –cuerpo cuyas bases se nutren de la clase más pobre e iletrada-, qué los parias en general que engrosan la primera línea de fuego en cualquier guerra y a lo más que pueden aspirar es a, virgencita, quedarse como estaban.

         Sin embargo, el todo-por-la-patria, la muerte y el sufrimiento que acarrea toda guerra con quien más se ceba es con la clase trabajadora, esa que no obtendrá pingües beneficios con la venta de armas, esa que no reconstruirá ningún país, la que vivirá en las mismas penosas condiciones independientemente de que, tras una hipotética guerra, Guinea o Argentina volvieran a ser españolas, a cuya vida diaria, fuera de todo romanticismo, no afectaría que Euskalerría fuera independiente o siguiera formando parte de España.

         Lo que resulta ridículo de todo esto, y tristísimo, es que la gente no parece darse cuenta de que sí estamos en guerra, una guerra no por más disimulada, menos abierta, en la que un bando poco numeroso pero muy fuerte (aquellos que se hacen llamar Patria) está lanzando dentelladas inmisericordes a la yugular del otro que, por no haberse percatado del estado de guerra en que se halla, se deja morder a voluntad y encima justifica las laceraciones.

         No es una guerra a la antigua usanza con cañones, bayonetas y un enemigo tangible; las armas son ahora el Dinero –como siempre pero más que nunca-, las leyes y los políticos dóciles al Poder. Las nuestras, por otro lado, son la razón y el número de posibles combatientes, ninguna de las cuales será válida y mordaz mientras nos sigamos creyendo las patrañas que vierten los medios de formación.

         Hay una guerra abierta y no es la Patria lo que está en peligro, sino nuestro presente y, sobre todo, nuestro futuro y el de nuestros hijos, nuestros derechos como ciudadanos y personas, nuestra libertad de pensamiento y de conciencia. Hasta ahora lo único que hemos hecho es perder y ya va siendo hora de recuperar y querer aún más. Si no, ¿qué futuro esclavo vamos a legar a nuestros hijos? Si no lo hacemos por nosotros, debemos hacerlo por ellos. Por la patria lo arriesgaríamos todo, derramaríamos hasta la última gota de nuestra sangre, mataríamos y moriríamos, en fin, nos dejaríamos sacrificar en el altar del dios Patria-Dinero. Me pregunto si no hay patria más tangible y digna de amor y sacrificio que nuestros propios hijos.

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