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Suave desenfreno
Los virus. Los puritanismos islamistas, evangélicos, tecnolátricos, políticamente correctos. Los desprecios de los que no valoran nada. Los que buscan la rentabilidad por encima de todo y rentabilizan incluso a su abuela, convierten en petróleo las sábanas de su casa. Los ricos que se creen de otra especie (como decía Scott Fitzgerald) y desprecian a todos los que no son ricos. Los que lo ven todo como una lucha continua con ganadores y perdedores. Todo eso nos acosa, nos impide vivir.
¿Por qué no un suave desenfreno, un vivir la vida? Como en las fiestas oníricas de Fellini en “Ocho y medio”, cuando Mastroiani se reúne desnude con todas sus amantes, como en las locuras secretas de “Roma”, como en las comilonas sin pecado de “Satiricón”. Incluso como en la fiesta humilde e íntima de la trompeta de Gelsomina en “La Strada”. Werner Herzog nos pone a los ciudadanos de “Nosferatu “ desenfrenándose cuando saben que ha llegado la peste. Robert Eggers en la película “La bruja” nos dice: si la mujer que tiene deseos es una bruja malvada, hagámonos brujos y malvados.
Muchos progres justifican el integrismo salvaje por la división entre pobres y ricos, la diferencia entre el tercer mundo y el primero, el colonialismo. Como si cuando se hace una carnicería los pobres del mundo mejoraran. Los progres hacen a los integristas representantes del tercer mundo humillado, cuando solo representa su imbecilidad y su idiotez. Y la solución de los integristas para el tercer mundo es esclavizar a las mujeres, prohibirlo todo, machacar a su propia población.
Por que no un suave desenfreno. Robert Graves nos habla de la Diosa Blanca y el delirio, Pasolini nos habla de lo sagrado en los arrbales de las ciudades. Allen Ginsberg proclama la santidad de su polla, Henry Miller celebra el coño de sus amantes en Clichy. Proust proclama todas las sensualidades secretas y la vuelta del pasado vivo al tomarse unas magdalenas. Cunqueiro habla de las comidas mágicas y de como los caballos se vuelven visibles cuando tienen que mear.
Los savonarolas nos prohíben mirar a Boticelli y admirar los muslos de las diosas. Las feministas simpatizan con el machismo absoluto del integrismo. Tipos que critican el poder de la religión en Occidente aceptan su dominio absoluto en Oriente. No se dan cuenta del suicidio que supone esta bienvenida a la religión más feroz. El productivismo histérico acaba con el planeta y con nosotros. Los países se cierran y las clases sociales se cierran y se levantan muros por todas partes.
Nos meten mala conciencia porque tenemos un nivel de vida decente, la mayoría de nosotros bastante modesto, y tomamos nuestra copa de vino los domingos. Nos recuerdan que en otros sitios pasan hambre, padecen guerras, y nosotros somos todos culpables. Se mandan millones y millones de ayudas y se quedan con ellas los gobernantes locales que desprecian a su propia población, la masacran, la venden. Pero los culpables somos nosotros porque vamos al cine los domingos y tomamos una cerveza. Nos quieren hacer pagar por lo que hizo Napoleón en Egipto, por las barbaridades que hizo Hernán Cortés.
Por qué no vivir un suave festín. Igual que Ramón López Velarde vivía con sus muchachas de los domingos su “suave patria” de México. André Bretón nos invitaba al amor loco. Camus nos decía que nos opusiéramos a la peste y llenáramos las calles de flores. Dostoievski nos decía con su hombre del subsuelo que no quería una felicidad helada y mecánica. Djuna Barnes nos llevaba al bosque de la noche y nos arrancaba toda la ropa. Fellini nos invitaría a un suave desenfreno, a un disfrutar sin pecado todas las riquezas de la vida sin sectarismos.
ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR