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Fugitiva e ingrávida memoria
Soledad primera, de Rafael Ruiz Serrano
Leonor María Martínez Serrano
Somos tiempo y memoria. No hay más. Nuestros periplos vitales transcurren por derroteros fluidos y simultáneos, y ciertos gestos, miradas, palabras o aromas acaban por convocar en un vórtice sincrónico todo cuanto hemos sido y seremos. La experiencia de la rememoración no está exenta de nostalgia de lo que fue y no volverá, ni tampoco exenta de nostalgia de lo no vivido. La rememoración de cuanto ha sido acontece en la soledad más ancestral de todas: la del yo a solas con su mismidad, acompañado en ocasiones de una sensación de extrañeza punzante e indecible. Este es el corazón palpitante de Soledad primera (2015), segundo poemario de Rafael Ruiz Serrano, poeta cordobés nacido en Cabra en 1955. Cursó estudios de Filología Hispánica entre las Universidades de Córdoba y Valladolid. A lo largo de 35 fructíferos años ha sido Profesor de Lengua Castellana y Literatura y ha colaborado en diversas revistas literarias y educativas. Su trayectoria poética se iniciaba de pleno derecho con Los amores y las vidas (2013), su primer poemario, publicado por DeTorres Editores.
“Lo decimos todo y nada decimos”: así reza uno de los brillantes sofismas del poeta aguilarense Vicente Núñez. ¿Cómo es posible apresar lo inapresable, la fugitiva memoria, mediante el verbo, con todas sus luces y sus sombras? Rafael Ruiz lo consigue en una secuencia magistral de dieciséis poemas que rezuman humanidad y nostalgia por todos los costados. Cuidada plaquette impresa también por DeTorres Editores en el Año XV de la Colección de poesía, Soledad primera reúne composiciones nuevas en que la voz poética hace “un ajuste de cuentas con el tiempo”, tal y como anuncia en “Balance” (p. 5), la primera composición con que se abre a modo de íncipit este libro henchido de presencias y ausencias, recuerdos y soledades, estaciones y estadios vitales distintos. Precedido por estas palabras latinas de Marcial a modo de pórtico: “… hoc est vivere bis, vita posse priore frui”, “Balance” es toda una declaración de intenciones poéticas del afán de este volumen por detener el tiempo un instante, sostenerlo ante nuestros ojos y contemplarlo con mirada atónita en su esplendorosa opacidad. En ese balance vital que lleva a cabo el poeta, está, de un lado, lo que conserva la memoria, “cada instante de amor, y cada herida, / esos pocos minutos que vivimos / que nos hacen sentirnos infinitos”, y, de otro, “todo lo que se fue, / lo que arrastró el olvido”. El estupor lo causa en ese ajuste de cuentas precisamente la incertidumbre de no saber qué hacer con “esta nostalgia de lo no vivido”. ¿Adónde fueron a parar los sueños no cumplidos, los deseos no realizados, los abrazos y besos no dados, los lugares soñados jamás visitados? ¿Existe acaso un agujero negro en el que se amontonan sin orden ni concierto las acciones no acometidas por la humanidad? Si Stefan Zweig escribió los momentos estelares de la historia de la humanidad, acciones únicas e irrepetibles que hallaron eco en la posteridad, aún queda pendiente de escritura la historia de lo no acometido ni siquiera. El volumen sería infinito posiblemente, igual que la nostalgia que genera en nosotros el fracaso de la inacción y la parálisis.
Lo que está fuera de toda duda es que el poeta trata de poner orden en el gigantesco puzle de recuerdos, sueños, sensaciones e impresiones del pasado que lo configuran como criatura pensante y sensitiva. En el poema titulado “Tráiler” (pp. 8-9), aunque se adivina con meridiana claridad que el filme de nuestras vidas concluye irremediablemente con un fundido en negro, la voz poética rememora “el penetrante olor / del tiempo en el chinero”, convoca con gozo la luz que iluminaba su juventud en tierras egabrenses, “Aquel trozo geométrico / de sierra, tiempo y cielo / que se veía desde mi ventana”, el silencio en la sala de lectura en las largas tardes de estío en compañía de versos de Antonio Machado, la mancha de tinta indeleble en el suelo, y la presencia materna, que todo lo impregna: “Vencida de dolor, / con un vestido de negro, / en el viejo sillón, mi madre duerme”. En el poema “Raro” el poeta se confiesa raro desde su juventud. Amante de la soledad y de los libros, se pasa las horas entre volúmenes por puro amor a las ideas y las palabras, a “las grandes aventuras y pasiones, / los versos de amor arrebatados”. A sus años, contra todo pronóstico, sigue siendo un amante de lo que amó en sus años mozos, y lo admite ahora “con vergüenza y con orgullo” al mismo tiempo. Si “Amanecer” es un canto a la luz infinita que acompaña a la juventud primera, llena de promesas, “como la de un mundo recién creado”, en la que uno siente que aún le aguardan días “impacientes e intactos”, el poema “Abuelo” es un conmovedor homenaje a la figura de un campesino casi ancestral, que trabaja calladamente la tierra y alza la vista al cielo como lo hiciera un labriego griego hace siglos para descifrar los signos del tiempo y la meteorología. Dice el poeta: “Me quiso. Lo quería. Siempre supe / que era un hombre bueno”. En “Parque” se da el encuentro imposible entre el adulto y el adolescente y joven pensativo que fue en otro tiempo. El resultado es un ejercicio lúcido que arroja luz sobre el sentimiento profundo de alteridad que a todos nos acompaña:
Y juntos desgranamos, sin hablarnos,
trozos de su futuro y mi pasado.
Yo sé que tiene miedo del mañana,
que ignora que será lo que ya he sido,
y que siento nostalgia de sus sueños.
Quisiera protegerlo,
evitarle los golpes, las heridas
que he recibido, y que la vida
le tiene reservados,
quizás como lo harían
su padre o su maestro.
Pero los dos seguimos en silencio,
mientras tirita el agua en el estanque,
y el corazón se ahoga entre recuerdos.
En “Futuro perfecto” la voz poética confiesa que olvidamos y luego “inventamos los recuerdos”, acaso en aras de nuestro propio equilibrio emocional, y que la vida es un suspiro que pasa casi inadvertido – una estrella fugaz que se desvanece en el lienzo oscuro del cielo o un latido perdido en la inmensidad del universo. El futuro es perfecto, como lo es el tiempo verbal, porque ya es irremediablemente cosa del pasado, habita un ámbito en que ya no puede ser tocado ni transformado en modo alguno, por mucho que lo rememoremos en nuestra mente. Dice así el poeta:
Ahora que lo pienso,
más de una vez soñé marcharme lejos;
quemar las naves y borrar las huellas.
Pero eso fue hace tiempo.
Lo raro es que el futuro,
que yo pensé que nunca llegaría,
que fue a la vez temido y deseado,
dobló, sin avisar,
la esquina de la vida.
Y visto desde aquí, desde este lado,
ha sido tan veloz, y tan fugaz,
que forma parte ya de mi pasado.
En “Llave” (p. 20) el hallazgo inesperado de este utensilio oxidado de la casa de la infancia del poeta abre “la puerta de la casa y del pasado”. Milagrosamente la llave convoca un tiempo más allá del tiempo, a salvo del devenir imparable ya, en el que el poeta era otro yo, ajeno al futuro que lo aguardaba en su odisea vital. Una vez más, la presencia materna inunda los intersticios de su mundo y su ser amorosamente:
Entré de nuevo en el hogar perdido,
hacia el rumor del patio;
el agua de la fuente
cantaba sin descanso;
y yo era apenas un adolescente,
y de nuevo, mi madre, sonriente,
regaba los geranios.
En “Soledad primera” (p. 23), el poema con que Rafael Ruiz cierra este poemario, es una pieza de gran perfección formal y estilística. Los años no consiguen borrar “ese sabor a sal y a sueño roto”, ni tampoco el dolor que atraviesa como un rayo “el alma, que, de pronto, se ha rendido”. La certeza de la muerte a la vuelta de la esquina, las lágrimas causadas por las derrotas y también por los fracasos, nuestra tendencia a “lamernos a solas las heridas, / con la esperanza y las alas rotas, / marcados con un hierro de tristeza”, nuestro gesto de “buscar la soledad, como se busca, / la luz del sol en medio de la niebla”: todo ello nos hace humanos, ergo vulnerables, frágiles, bellamente mortales. Nuestra identidad es fluida. Llega el momento en que pasado y presente se confunden con lo que acaso será nuestro futuro, y nuestra mente es ya incapaz de discernir qué somos a ciencia cierta. Ese momento es precisamente parte del misterio de la vida, que no cesa.