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SOBRE LA MÍSTICA QUE DE SIEMPRE HA SIDO UNA CONSTANTE EN LA HISTORIA DE LAS CIVILIZACIONES
Autor: Francisco José García Carbonell
«Él, respondiendo, les dijo: “Os digo que si estos callaran, las piedras clamarían” (Lc 19,40)». El camino de los profetas está imbuido de un amor que parte de la divinidad hacia la revolución, del ser a la invención. Esta se funde, de una forma poética, en el devenir de los pueblos, con el mito. La poesía es el intermediario que, por una parte, oculta la fuente y, por otro lado, al tener siempre algo de prosa, «desoculta» la emanación que discurre, igual que el agua cristalina de los ríos, a través de las piedras que se encuentran en el fondo. En su Carta sobre el Humanismo, existe un gran acercamiento, en Heidegger, entre el pensamiento y la palabra poética. A través de la poesía, como nos dice Vattimo en su Introducción a Heidegger, este toma como referencia la obra de Hördelin por ser la más apropiada a la filosofía; la persona no solo accede a una realidad que se le hace accesible, para entendernos, sobre lo real, «puesto que a lo real, a lo real conocido se le provee de un nombre». Todo esto hace posible, parafraseando las palabras de Vattimo, no solo el diálogo entre lo accesible y quien accede, sino que la persona fundamenta el mundo que le rodea. Prosigue el filósofo italiano en su análisis que es a través de la poesía como el poeta que se para a escuchar «la voz silenciosa del Ser» para luego llevar esa voz a la cotidianeidad, donde se desvela una nueva historia. De aquí lo trascendental «puesto que este nombrar no consiste simplemente en proveer de un nombre a una cosa ya conocida de antemano, sino que cuando el poeta dice la palabra esencial, en virtud de esta nominación, el ente es nombrado por primera vez a lo que es».
Todos nuestros rasgos vienen ya escritos en nuestros genes, en el papel tangible del núcleo de nuestras células está escrita una narrativa metafísica, un texto que está mucho más allá del aspecto del ser humano, algo que, como definió Kant, es de «necesidad inevitable», algo que, como definió Schopenhauer, nos define como «animales metafísicos». En todo caso, eso físico nos lleva a pensar en un horizonte que linda más allá de lo cognitivo, aunque no podamos verlos, aunque no podamos tocarlo, aunque, en definitiva, no podamos sentirlo, ni poseer, ni tampoco mostrar. Heidegger trataba de desocultar los fenómenos como tales. Pero, como reflexiona Sloterdijk en su obra Sin salvación (tras las huellas de Heidegger):
«Este estado de desocultamiento no surgió, como pensaba el filósofo alemán, en los griegos cuando lo sintieron y expresaron con su vocablo alétheia, sino que surge mucho antes. Ya en los primeros albores de la más antigua creación de los futuros hombres a los resultados de arrojar, golpear y cortar solo en contraste con los resultados de la propia acción y producción se vuelve la mirada al horizonte. El horizonte se convierte él mismo en tema y a partir de aquí podrá desarrollarse en las primeras culturas el concepto clásico del Ser: este designa y engloba la sustancia a la vez patente y latente, parcialmente alcanzable, pero últimamente inalcanzable, que es común a todas las cosas».
Es la propia visión del horizonte lo que ha provocado que la propia especie humana, al contrario que otras especies en la historia, no se haya perdido en lo oscuros rescoldos de la historia. Es la propia dispersión de la mente a través de la construcción de objeto —como hacía el homo habilis hasta la cada vez mayor tecnificación del homo sapiens— lo que ha provocado que el ser humano se aísle de esos agentes externos que han extinguido a otros animales físicamente más poderosos. Es esa línea poética que divide lo que se ha hecho y lo que queda por hacer la que nos ha llevado a alcanzar el dominio de la tierra y el cada vez mayor dominio, a través de la genética y la biónica, de nosotros mismos y, por desgracia, a nosotros mismos, es la propia poesía quien nos une con los nuevos descubrimientos del universo, con los viajes a través de ellos, con alcanzar la colonización de otros espacios extraterrestres y, en definitiva, con la deslocalización de la especie humana en su curso de lucha contra todo aquello externo que le obstaculiza la supervivencia. ¿Es pues que nos vamos distinguiendo en la medida que hacemos?
Hebert Marcuse hace en su Razón y revolución una crítica al positivismo al hablar sobre el concepto de «posibilidad real», posicionando los hechos como hechos siempre que haya una relación con lo que todavía no está hecho:
«Es decir, los hechos son lo que son únicamente como momentos de un proceso que conduce más allá de ellos, hacia lo que todavía no está realizado como hecho».
El pensador nos habla sobre el «proceso de conducir más allá como una tendencia inmanente de los hechos que se presentan». Este nos advierte, también, que es una actividad que está más allá del pensamiento, pues:
«…sino una actividad de la realidad; la actividad propia de la autorrealización. La realidad dada posee las posibilidades reales como contenido, “contiene una dualidad en sí misma” y es, en sí misma, “realidad y posibilidad”. Tanto en su totalidad como en cada uno de sus aspectos y relaciones singulares, su contenido está envuelto en una inadecuación tal que solo su destrucción es capaz de convertir su posibilidades en actualidades».
No obstante, prosigue el autor:
«El proceso de destruir las formas existentes y de reemplazarlas por otras nuevas libera el contenido de las primeras y les permite alcanzar su estado actual. No obstante, el proceso en el que perece un orden dado de la realidad para surgir como otro no es más que el autodevenir de la vieja realidad. Es el progreso de la realidad a sí misma, es decir, a su verdadera forma».
Es, pues, que esta pasa por una especie de proceso social igual que en una oblación cardiaca en la cual se crea unas pequeñas cicatrices en un corazón con problemas de ritmo. Así, de este modo, evitan las señales eléctricas de los ritmos anormales con la finalidad de encontrar el tejido que está causando el mal y, de este modo, destruirlo. Este proceso de sanación desemboca en la necesidad de sacrificar el mal que imposibilita el ritmo social. De este modo, surge una nueva forma transformada y transformadora en el órgano. Este último sería en sí lo real que se esconde en la realidad contingente que porta el germen de un viejo orden que encierra las posibilidades transformadoras de la realidad para así alcanzar la adecuación. Tal como dice Marcuse:
«El contenido de una realidad dada encierra la semilla de su transformación en una nueva forma y su transformación es un “proceso necesario”, en el sentido de que esta transformación es el único camino por el que una realidad contingente se hace actual. La interpretación dialéctica de la actualidad erradica la tradicional oposición entre contingencia, posibilidad y necesidad, y la integra a todas como momentos de un mismo proceso comprensivo. La necesidad presupone una realidad que sea contingente; es decir, una realidad que en su forma predominante encierra posibilidades aún no realizadas. La necesidad es el proceso en el que esta realidad contingente alcanza su forma adecuada. Hegel lo llama el proceso de la actualidad».[1]
En la misma línea, Georg Simmel, en su obra El conflicto de la cultura moderna, nos habla de la contradicción interna de la vida con el surgimiento, a partir del movimiento creador de la misma, de las estructuras que forman la cultura. Estas formas que terminan trascendiendo la propia vida, desde el mismo momento que nacen, a la par que la dotan «de contenido y forma, libertad y orden», adquieren consolidación fuera de la espiritualidad de la vida adquiriendo una «existencia propia que poco tiene que ver con el ritmo agitado de la vida». Las formas se expresan a través de la narración histórica, algo que no puede surgir del incesante fluir de la vida. En sus propias palabras:
«La vida es un devenir incesante, su ritmo se presentifica en toda nueva estructura en la que se produce una nueva forma de ser, se opone a la duración firme o a la validez atemporal. Cada forma cultural, una vez creada, es minada por insuperable, comienza a revelarse la siguiente forma esta, tras una lucha que puede ser más o menos prolongada, triunfará inevitablemente sobre su predecesora».
Esta vieja lucha encuentra un parón, lo que el pensador llama «el principio de la forma», en donde se pasa de la lucha de las formas a una «de la propia vida contra la forma». Así lo expresa el propio Siemmel:
«Esta lucha, en extensión e intensidad, no permite la concentración de una nueva creación de formas, hace de la necesidad un principio e insiste en luchar contra la forma simplemente porque es forma. Probablemente esto solo es posible en una época en la que las formas culturales se perciben como un alma exhausta, que ha dado de sí todo cuanto ha podido, mientras aún se encuentra completamente cubierta de los productos de su fecundidad anterior».
Es pues que estamos viendo cómo la propia cultura se hace conforme surge la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos, pero, en la centralidad de las formas de vida como espacio interpretativo contemporáneo, surge en las grandes revoluciones la desidealización de la realidad a través «de los movimientos espirituales». Entonces:
«… en cada época particular este se encuentra allí donde el ser supremo, lo absoluto metafísico de la realidad, coincide con el valor supremo, con la exigencia absoluta de nosotros y del mundo (…). Precisamente donde esta última se presenta, donde se unen las series opuestas de la existencia y de la obligación ética, uno puede asegurarse la localización de una idea realmente central de la cosmovisión respectiva».
La validez de los valores que van surgiendo se adquiere a través de la propia vida. La sublevación, prosigue el autor, que surge contra cualquier forma de vida ya sea la idea del ser en la Grecia clásica, su sustitución en el Medievo del concepto de Dios «en cuanto fuente y fin de la realidad», su usurpación por el concepto de naturaleza del Renacimiento, la construcción de esta, en el siglo XVIII, como «ideal, como valor absoluto, como aspiración y exigencia», hasta la construcción del yo «como concepto central». Todo dejaba aparcado el propio concepto de vida y, por tanto, la localización de una ficción social que demandaba «la emergencia del sí mismo», hasta que surgen una serie de pensadores, como nos dice el autor, que se plantean este principio:
«La expansión y desarrollo del concepto de vida queda confirmado por el hecho de que se promocionó, al unísono, por dos filósofos antagonistas: Schopenhauer y Nietzsche. Schopenhauer es el primer filósofo moderno que no se pregunta por algún contenido de la vida, por ideas o modos de existencia del ser. De hecho, se pregunta exclusivamente: ¿qué es la vida? ¿Cuál es su significado puramente como vida?[2]».
El traje del policía, del militar o del bombero no imprime por sí solos una serie de sentimientos, sino que estos devienen, antes, de un constructo social que se va reencarnando y actualizándose, según las circunstancias, en las conciencias. De igual modo, es a partir de la emergencia social como se puede comprender, de una manera principal, la promesa liberadora, la inspiración y lo actualizado, a lo largo de la evolución histórica, del discurso político-mesiánico. Es a partir de este discurso, que no pierde de vista los elementos más representativos en torno a los que se formó, como se crea la imitación. De la imitación también puede surgir la moda. En esto, nos dice el pensado Georg Simmel:
«La imitación proporciona al individuo la seguridad de no hallarse solo en sus actos, y, además, apoyándose en las anteriores ejecuciones de la misma acción como en firme cimiento, descarga nuestro acto presente de la dificultad de sostenerse a sí mismo. Cuando imitamos, no solo transferimos de nosotros a los demás la exigencia de ser originales, sino también la responsabilidad por nuestra acción […]. La moda es imitación de un modelo dado, y satisface la necesidad de apoyarse en la sociedad; conducen al individuo por la vía que todos llevan, y crea un módulo general que reduce la conducta de cada uno a mero ejemplo de una regla. Pero no menos satisface la necesidad de distinguirse, la tendencia a la diferenciación, a cambiar y destacarse. Logra esto, por una parte, merced a la variación de contenidos que presta cierta individualidad a la moda de hoy frente a la de ayer o de mañana».[3]
Podemos comprobar que las palabras de este autor nos revelan un dato importante aplicado a la sobriedad, y es que esta no deriva en moda, pues puede llegar a constreñir, como en todo discurso mesiánico, al propio individuo a través de transferir sobre el habla de este con el objeto de buscar la cura a través de la imitación, sí, pero también de la indiferenciación que da la acción de desprenderse de la opresión del objeto del deseo. La sobriedad al quedarse solo en imitación, como la Imitación de Cristo de Kempis, al buscar la pureza del individuo absorbido por la colectividad, al quedar cargado solo de esos elementos originales, al final crea tensión social; por tanto, en aras de esa búsqueda de la felicidad, no logra acabar con aquello que pretendía socavar, pues cierra todo horizonte al estímulo creativo. Así, pues, descubrimos que la sobriedad como elemento topográfico de análisis social es muy valiosa, pero que para llegar a solucionar el problema del otro es necesario, en segundo lugar, eso mismo, llegar a la religación con lo que me trasciende. ¿Cómo?
La investigadora María Luisa Solís Zepeda, en unos estudios que realiza sobre el sujeto religioso y la intersubjetividad, nos sitúa justo donde quiero llevar esta tesis. Para ella, el sujeto es relación y por ello este necesita «despojarse de la corporeidad» para poder entablar un vínculo intersubjetivo que vaya más allá de la propia experiencia. Aunque los estudios de Lacan nos lleven, digámoslo así, a no desechar ese haz de estímulo emocional que somos en sí dentro de un sujeto corporal, de alguna manera tenemos que ponernos, como hace esta, en una postura «deduccionista trascendental» que nos lleve hacia lo sentido o, como expresa la propia María Luisa Solís, hacia el paso del yo trascendental kantiano que nos dirige «de la propia subjetividad hacia la intersubjetividad».
Según las palabras de la propia autora, esto nos conduce a una interpretación del lenguaje en el que el sujeto marca una relación con el otro «al poner en el tú, no en la subjetividad propia, sino en la ajena —y tomando la subjetividad del otro como la propia—, establece una relación intersubjetiva plena». Es la posición «su posición estructural» del sujeto, y que nos señala dónde el sujeto corporal desaparece en torno a la estructura de relaciones. «[…] de esta manera, lo primero que tenemos son sujetos de estado y sujetos de hacer que lo van definiendo», termina indicando la autora.
«[…] y es gracias a estas características que podemos atribuirle otros nombres. Así, según la naturaleza del principio activo, habría, de entrada, un sujeto que se expresa mediante el habla, uno que conoce y uno más que lleva a cabo actividades. Habría, entonces, y en términos semióticos primero, un sujeto hablante (Coquet, 1984), uno cognoscente y uno pragmático. Ahora bien, podemos considerar que el principio activo fuera de otro tipo, por ejemplo, el sentir y el percibir; tendríamos así un sujeto sintiente y uno percibiente, provistos, evidentemente, de un cuerpo sensible. Este tipo de sujeto, como sabemos, fue desarrollado a partir de re-ligarse a la divinidad. Si desde la semiótica hemos clasificado al sujeto como de estado o de hacer, ya sea porque está sujeto o es principio de una actividad, y que este pueda ser especificado de acuerdo a que está sujeto o de que naturaleza es su acción y que puede alcanzar su figurativización máxima hasta el sujeto humano».[4]
Una obra, a mi entender, que redondea el pensamiento vitalista de Nietzsche es el Ecce Homo. Esta última —subtitulada Cómo se llega a ser lo que es— es una narración de la propia vida que ya desde un principio nos avisa «acaso es un mero prejuicio decir que yo vivo». Para el pensador alemán la maldición de este mundo está representada por la mentira del ideal, esa gran mentira que ha falseado la realidad e invertido el espíritu vital de la humanidad. «He aquí el hombre», señala Poncio Pilatos mostrando el cuerpo maltratado de Cristo, el cuerpo humillado, el cuerpo ridiculizado hasta el extremo con una corona de espinas y, en definitiva, la densa humanidad que es la realidad de ese cuerpo. Es posteriormente a lo que es ese hombre, a lo que ha llegado a ser, cuando se pervierte a la humanidad con otra vida más allá de la vida, es entonces cuando se trastoca la propia biografía de la humanidad por unos valores que se escapan hacia un cielo eterno. Lo que ya de alguna manera atisbó Baltasar Gracián y Kierkegaard y, de un modo desatado de toda atadura, Schopenhauer y el propio Nietzsche es la recuperación de la narración humana, de la propia biografía, de ese relato en donde el enfermo profesor de la Universidad de Basilea nos pide que lo escuchemos, «pues él es tal y tal y, también, que sobre todo, no lo confundan con otros».
Hoy en día, los propios medios tecnológicos han supuesto una especie de motor a reacción en el intrincado proceso de la evolución humana. Esta, a los pasos que va, vemos que se va uniendo de un modo cada vez más intrincado al cuerpo humano. Ojos, brazos, se investiga sobre el tacto e, incluso, ya se habla de un futuro sistema nervioso artificial. Son un tanto de lo mucho que la tecnología nos va subsumiendo a través del dominio de unos pocos sobre muchos. Ese hombre arrojado en la sociedad, como diría Heidegger, va perdiendo la autenticidad, y aunque esa pérdida es algo que el ser humano no puede recuperar del todo, sí es cierto que a través de la disconformidad, y siguiendo la estela del pensador alemán, contra la instrumentalización de nosotros mismos con la unidireccionalidad que impone el vuelco al cuerpo, a la propia idealización del cuerpo, a la divinización del cuerpo, podemos llegar a reparar la pérdida de esa humanidad, podemos llegar a «irritarnos» por esa sociedad que nos arrastra, pese a todo el empeño en nadar a contracorriente, por las bravas aguas de la biomecánica, la pérdida de nuestro relato, el trastrocamiento de los valores, el descontrol de nuestra propia voluntad, etc. Las herramientas tecnológicas no solo desbrozan el cuerpo humano despojándonos de nuestra autenticidad, también atañe a la propia psique, con lo ya dicho en líneas anteriores, mediante el control de unos pocos sobre unos muchos. En la actualidad, como se denuncia, debemos ir mucho más allá de Foucault y el cuerpo para desplazarnos al propio control de nuestra mente, por esos mismos, mediante la sutil perversión de esta a través de unos logaritmos que se anticipen a nuestros deseos. Es de esa forma que debe surgir un modo de resistencia, una resistencia que tome el papel de un pensamiento poético que nos lleve a conectar con la vida.
Para llevar el emprendimiento de esto último, nada mejor que terminar esta introducción hablando de una obra esencial, a mi entender, en este camino: El hombre y la gente, de José Ortega y Gasset. Si pudiéramos sintetizar en unos párrafos el pensamiento racionalvitalista podríamos escoger, de entre muchas, estas palabras del filosofo español:
«Lo que sí está patente en mi vida es la noticia, la señal de que hay otras vidas humanas, pero como vida humana es en su radicalidad solo la mía, y esas vidas serán las de otros como yo, cada una de cada uno, por tanto, a fuera de ser otros, sus vidas todas se hallan fuera o más allá o trans-la-mía. Por eso son transcendentes. Y aquí tienen ustedes que por primera vez nos aparece un tipo de realidades que no lo son en sentido radical. La vida del otro no me es realidad patente como lo es la mía: la vida del otro, digámoslo deliberadamente en forma gruesa, es solo una presunción o una realidad presunta o presumida —todo lo infinitamente verosímil, probable, plausible que se quiera—, pero no radicalmente, incuestionable, primordialmente “realidad” (…). El cuerpo del otro me es radical e incuestionable realidad: que en ese cuerpo habita un cuasi-yo, una cuasi-vida humana, es ya interpretación mía. La realidad del otro hombre, de esa otra “vida humana” es, pues, de segundo grado en comparación con la realidad primaria que es mi vida, que es mi yo, que es mi mundo».[5]
Aquí vemos esa patente unión entre lo cercano que es mi propia vida, radicalmente mía, y lo lejano que es la vida de los demás y que no siento como esa vital realidad. Los demás me trascienden, los demás son interpretados, los demás son presuntos, los demás son, en definitiva, los ecos de una narración que percibo, que interpreto, que incluso hago míos. Los ecos del otro que capto a través de los sentidos, que proceso a través de la razón, que comprometo en mi pensar, que los hago parte de mí, en mi mudo, que los hago a mí mismo, a mi vida, siempre a mi yo. Así, de este modo, descubro que no me puedo interpretar a mí mismo desde mí mismo, para conocerme mejor debo pasar por la interpelación del otro, es el otro quien esculpe mi cerebro haciéndome humano. Son los demás los que hacen evolucionar mi cognición, es la transmisión a través de lo otro, en una suerte de factor epigenético, quien ha dado proporción a mi cuerpo y cerebro para que pueda aprehender la realidad como ninguna otra especie de la tierra. Es el otro quien me ha marcado para que mi vida sea mejor o peor, más o menos digna, más o menos confortable, más o menos segura, más o menos apetecible, etc.
La especie humana nunca ha dejado de moverse entre Heráclito y Parménides, entre el caos de la poesía, de esa destrucción que envuelve al poeta y el ser que es inundado por la propia fuerza poética formando una unidad. A través de esa fuerza poética que inunda todo nuestro ser, que nos religa con lo transcendente, que conecta el mundo con el interior de nuestro cerebro, el otro nos marca un camino en la medida que somos concienciados de este. En ese otro podemos incluso vislumbrar —de eso trata este articulo— una lucha mística que de siempre ha sido una constante en la historia de las civilizaciones.
Bibliografía:
Ortega y Gasset, José, El hombre y la gente, librodot.com, páginas 39-40.
Marcuse, Herbert, Razón y revolución, Editorial Alianza, ISBN 978-96-9106-737-2, Barcelona, 2017.
Simmel, Georg, El conflicto de la cultura moderna, Berlín, 1987, páginas 1-5, dialnet.uniroja.es.
Solís Zepeda, María Luisa, El sujeto religioso y la intersubjetividad. Del sujeto y la subjetividad II. Tópicos del Seminario, 41. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, enero-junio 2019, páginas 129-139, scrib.org.
[1] Herbert Marcuse, Razón y revolución, Editorial Alianza, Barcelona, 2017. Páginas 189-190.
[2] Georg Simmel, El conflicto de cultura moderna, Berlín 1987, páginas 1-5, dialnet.uniroja.es.
[3] Georg Simmel, Filosofía de la moda, Simme Filosofía de la moda.pdf, páginas 34 y 35.
[4] María Luisa Solís Zepeda, El sujeto religioso y la intersubjetividad. Del sujeto y la subjetividad II. Tópicos del Seminario, 41. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, enero-junio 2019, páginas 129-139, scrib.org.
[5] José Ortega y Gasset, El hombre y la gente, librodot.com, páginas 39-40.
SOBRE LA MÍSTICA QUE DE SIEMPRE HA SIDO UNA CONSTANTE EN LA HISTORIA DE LAS CIVILIZACIONES