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Por Salomé Guadalupe Ingelmo
En la segunda mitad del siglo XVII, tras dejar de recibir correspondencia en Roma del Padre Ferreira, misionero convertido en un icono de la evangelización en Japón, pero temiendo que los rumores de su apostasía tras haber sufrido tortura sean ciertos, dos jóvenes jesuitas, antiguos discípulos suyos, parten en su busca. En la isla hostil, al abrigo de los campesinos que les mantienen escondidos para protegerles, descubrirán la profunda necesidad que experimenta la población local de un guía espiritual, de huellas tangibles de ese dios y ese culto que se les niega. Comprobarán también las duras condiciones de vida de los católicos nativos, sometidos a la represión de un inquisidor que se ha propuesto erradicar el cristianismo de suelo japonés a cualquier precio.
Y sin embargo no asistimos a una verdadera guerra de religiones propiciada por el poder local, que pretende imponer el budismo como culto único; la persecución de los católicos no es en realidad fruto de ciego fanatismo. El mismo inquisidor comprende que ambas religiones, más allá de detalles rituales, en el fondo coinciden en aspectos fundamentales. Su cruel persecución del cristianismo es producto, como él mismo reconoce, de meros intereses políticos: Japón ha de rechazar el afán colonialista de las cuatro potencias occidentales ‒Portugal, España, Holanda e Inglaterra‒ que se han aproximado a ella con oscuros fines y han enviado como avanzadilla a los sacerdotes misioneros, cuya labor evangelizadora aleja a las gentes de sus tradiciones y acervo cultural. El temor del poder local es que esa religión foránea ‒que por otro lado predica la sumisión y, según la interpretación de algunas formas de pensamiento, la debilidad‒ abra la puerta a la influencia política extranjera sobre suelo japonés.
Silencio ofrece una descripción de los católicos japoneses, generalmente campesinos pobres y explotados, perseguidos, torturados ‒también mediante la crucifixión‒ e incluso asesinados por su fe, que evoca a los protomártires. Y de igual forma que encontramos analogías entre esos pobres desgraciados y los primeros y más puros cristianos, el joven sacerdote protagonista, Padre Rodrigues, significativamente negado en varias ocasiones y finalmente traicionado por el apóstata Kichjjiro, su particular Pedro y también su Judas, se identifica con el propio Cristo. Porque Silencio, si bien se inspira en un hecho histórico, se alimenta constantemente de símbolos y alegorías.
Como su propio título indica, la cinta está dominada por el silencio, el inexplicable silencio de Dios frente al sufrimiento de su pueblo: ése que tampoco múltiples supervivientes del exterminio nazi, judíos anónimos y escritores conocidos como Paul Celan o Elie Wiesel, supieron explicarse. Pero ese silencio es también mutismo frente a las dudas que la ausencia de señales divinas suscita en sus sacerdotes. Y ese pertinaz silencio de Dios, sepulcral y aún más sobrecogedor en los impresionantes paisajes naturales de un Japón rural y apenas habitado, de mareas salvajes y exuberante vegetación propia de un amenazador edén original, contrasta con una voz constante, la del hombre: la del hombre que lo busca con fervor, pero también con un temor mayor cada día de no encontrarlo jamás, de no obtener respuestas. En Silencio ese hombre común, anónimo, está representado por su sacerdote protagonista, por un joven hombre de fe. Y ese soliloquio del sacerdote consigo mismo, en forma de voz en off e intercalado con los diálogos, se convierte en hilo conductor a lo largo de buena parte de la película, confiriendo un aire teatral muy poco habitual en el cine.
Porque el argumento central de Silencio desborda el debate de naturaleza puramente religiosa y nos atañe a todos, a creyentes de cualquier religión y a no creyentes. Silencio propone, en realidad, un dilema moral que va más allá de la apostasía forzada empleada como excusa: cómo se puede seguir viviendo tras haber dado la espalda a los propios principios, cómo soportar el peso del remordimiento y la vergüenza una vez nos hemos traicionado a nosotros mismos. Esa angustia que atormenta a Kichjjiro, el personaje que delata a Padre Rodrigues y abjura repetidamente para salvar la vida, pero luego, arrepentido de su propia debilidad, siempre pide confesión y perdón, pasa a convertirse también en el conflicto existencial del sacerdote, que no apostata para salvar su vida sino la de sus fieles.
Y quizá ahí encontremos la solución a una duda inevitable que asalta al espectador: ¿por qué, tras verse obligado a abjurar, Padre Rodrigues no abandona Japón, aceptando servir a los intereses propagandísticos y ejemplarizantes del régimen? Podríamos pensar que lo hace para purgar, mediante el tormento de verse convertido en una pieza del engranaje de la inquisición japonesa, que le usa junto a Ferreira para descubrir y requisar cualquier signo cristiano, su falta; porque ya no se cree digno de pertenecer de nuevo a la comunidad cristiana ‒como el propio Kichjjiro, que a la llegada del sacerdote a la isla rechaza una cuenta de su rosario no porque no desee una prueba tangible de Dios, sino porque no cree merecerla‒. Y en efecto da la sensación de que así es hasta que, años después de haber apostatado repetidamente a lo largo del tiempo, de haber aceptado la familia que el inquisidor le ofrece y de trabajar a su servicio, Kichjjiro, convertido en su siervo, le llama de nuevo Padre y le pide confesión. Creo que ésa es, para el sacerdote, la voz de Dios que llevaba toda la vida esperando: la que le confirma que, cuando las circunstancias lo exigen, uno puede conservar íntimamente sus creencias, custodiadas en lo más profundo del corazón como ese humilde y minúsculo cristo, obra de sus feligreses, que su viuda coloca entre las manos del cadáver del antiguo sacerdote justo antes de que sea cremado por el rito budista, oficialmente, ante los ojos del mundo entero, como un converso.
Porque hay cosas, tales como las propias creencias, los principios morales, la humanidad o la dignidad, que nadie nos puede arrebatar por la fuerza, por muy brutalmente que lo intente; que sólo nosotros podemos entregar y rendir. Los abominables campos de concentración y exterminio del Tercer Reich nos ofrecieron admirables ejemplos de resistencia interior.
Entiendo, por tanto, que finalmente Rodrigues muere siendo un sacerdote, aunque sólo él en su fuero interno lo sepa. Y entiendo que, contemporáneamente y de forma compatible con la explicación propuesta, el personaje decide quedarse en Japón como un apóstata y un inquisidor –en realidad un cortesano– para, paradójicamente, actuar según el canon del buen pastor: para no abandonar a su rebaño y compartir la suerte de los miles de católicos que sufrían la represión.
Respecto a Padre Cristóvão Ferreira, el religioso cuyas vicisitudes inspiraron la novela escrita en 1966 por Shūsaku Endō ‒parte a su vez de esa minoría católica japonesa‒ que adapta la película, si bien no pudieron corroborarse, en efecto existieron rumores de que al final de su vida, tras haber apostatado sucesivamente a su tortura en 1633, a los cincuenta y tres años de edad ‒con casi cuarenta de sacerdocio y diecinueve como misionero clandestino en Japón‒, y una vez integrado en la sociedad japonesa, para la que se convirtió en Sawano Chuan, padre de familia ‒las autoridades lo casaron, como solía ser habitual en estos casos, con la viuda de un criminal‒ y conocido traductor y autor de tratados de astronomía y medicina al que se pidió que participase en los juicios de otros jesuitas, regresó a su primera fe y murió en 1650 siendo cristiano, arrepentido de su apostasía, en la fosa que eludió años atrás al abjurar.
Al poco de apostatar, algunos comerciantes portugueses aseguraron haber hablado con él y haberlo encontrado avergonzado, en compañía de una esposa con la que no mantenía ninguna relación. Lo único que se sabe con certeza es que la apostasía de Ferreira supuso un golpe tan duro para los jesuitas y para los católicos en general que se enviaron hasta tres expediciones para intentar convencerle de que regresase al seno de la Iglesia y a la evangelización en la clandestinidad, aunque ello supusiese en breve su martirio y muerte. Marcello Mastrilli llegó en 1637, y tras una tortura de tres días en la fosa fue decapitado. Pedro Kibe dirigió un segundo grupo en 1639, y también murió mártir en la fosa. El tercer grupo, encabezado por Antonio Rubino, fue sometido a juicio en 1642 y el propio Ferreira, que desempeñó las labores de traductor, les convenció de que apostataran.
Para algunos proselitista y para otros casi blasfema ‒por poner en duda el valor del martirio‒, desde su estreno Silencio se ha clasificado repetidamente como cine religioso. Pero igual que La última tentación de Cristo, también dirigida por Scorsese, yo diría que Silencio habla, más que de religión, de trascendencia y espiritualidad. Las conclusiones de ambas películas, en último término, superan las cuestiones de fe para adentrarse en implicaciones morales: de nuevo el individuo se enfrenta al duro dilema entre desempeñar ante la comunidad el papel que en conciencia cree le corresponde aunque suponga la renuncia y el sacrificio personal, o eludir sus responsabilidades y gozar de una vida apacible y anónima.
Aunque la labor evangelizadora de los misioneros que en el pasado difundieron la palabra sagrada según las directrices occidentales, sin respetar las religiones locales, fuese discutible ‒cosa que actualmente reconoce la propia Iglesia‒, Silencio ofrece una buena excusa para reflexionar sobre la rectitud y la coherencia intelectual y ética, lo que la hace perfectamente apta también para no creyentes.
En esa búsqueda de lo divino ‒o de la propia identidad‒ cobra un papel protagonista la naturaleza. Una naturaleza omnipresente frente a la ausencia de manifestaciones de Dios, a su silencio, que se revela desde el mismo comienzo de la película: pantalla en negro acompañada por sonido ensordecedor de grillos, que enmudece súbitamente para dar paso a escenas dantescas que reproducen el martirio de Ferreira y sus compañeros en medio de un paraje apocalíptico, entre emanaciones de vapores y aguas hirvientes con las que atormentar a los torturados.
Quizá la naturaleza plasmada en Silencio sea tan vigorosa y sobrecogedora, tan inconmensurable, precisamente porque se puede interpretar como la manifestación más rotunda e inapelable del creador. Partiendo de esta premisa se comprende que la elección de los exteriores se haya considerado determinante para la película, rodada en zonas de montaña de Taiwán, a menudo bajo la lluvia y la niebla, en condiciones francamente complejas. Los paisajes resultan turbadores por la intensa vivacidad de sus verdes y, al tiempo, por su austeridad, por la desolación y aislamiento que trasmiten, convirtiéndose en escenarios propicios para el ascetismo y el recogimiento interior. Frente al cosmos secularizado y vulgar del individuo actual, mayoritariamente urbanita, esa naturaleza majestuosa cuanto inhóspita, ante la cual el hombre se descubre minúsculo e indefenso, revela una extraordinaria grandeza tras la cual, estimulando la búsqueda de lo trascendente, parece fácil advertir huellas de lo sagrado.
Rebosante de matices y recursos, la película, de impecable ambientación y soberbia fotografía, despliega una enorme riqueza visual marcada por una evidente ambición preciosista. Por ello y debido al propio argumento, instintivamente rememoramos La Misión, que sin embargo nos legó una de las más bellas y emocionantes bandas sonoras de la historia del cine, mientras en Silencio la música se sacrifica, quizá no por casualidad sino como una prueba más del mutismo de Dios. En efecto, quien espere encontrar demasiadas analogías entre ambas películas ha de estar atento, pues Silencio se revela infinitamente más compleja. No creo que conquiste el favor del público mayoritario. Ni por su estilo narrativo, indiscutiblemente lento ‒como su gestación, que se ha prolongado a lo largo de casi treinta años‒ y paradójicamente ‒a pesar de las torturas y decapitaciones‒ frío y desapasionado, ni por su trama, en la que la acción se ve muy reducida: en Silencio suceden bien pocas cosas, salvo las que intuimos en el interior de los protagonistas. Definitivamente, en muchos sentidos Silencio, una laboriosa reflexión sobre la moral y la ética, se puede considerar una película abrupta e intrincada, muy exigente.
Silencio no resulta tan emotiva y conmovedora como La Misión, dirigida por Roland Joffé, pues apela a sentimientos muy íntimos desde una óptica más racional que intuitiva ‒y de ahí también su ritmo‒. No obstante deja al espectador con un desasosiego interior que debería satisfacer a su director. También con la sensación de haber asistido a un espectáculo de enorme belleza visual cuyo verdadero mensaje ‒o más bien mensajes‒ tardará tiempo en descifrar por completo.
Ilustración:
Grabado del jesuita japonés Julián Nakaúra, mártir y beato torturado en la fosa junto a Padre Ferreira, su superior, en 1633.
Ficha técnica
Título original: Silence
Año: 2016
Duración: 159 min.
País: Estados Unidos
Director: Martin Scorsese
Guión: Jay Cocks, Martin Scorsese (Novela: Shusaku Endo)
Música: Kim Allen Kluge, Kathryn Kluge
Fotografía: Rodrigo Prieto
Reparto: Andrew Garfield, Adam Driver, Liam Neeson, Ciarán Hinds, Issei Ogata, Tadanobu Asano, Shin’ya Tsukamoto, Ryô Kase, Sabu (AKA Hiroyuki Tanaka), Nana Komatsu, Yôsuke Kubozuka, Yoshi Oida, Ten Miyazawa
Productora: Coproducción EEUU-Italia-México-Japón; Cappa Defina Productions / Cecchi Gori Pictures / Fábrica de Cine / SharpSword Films / Sikelia Productions / Verdi Productions / Waypoint Entertainment
Género: Drama | Siglo XVII. Religión. Japón feudal
Premios
2016: Premios Oscar: Nominada a mejor fotografía
2016: National Board of Review (NBR): Top 10 del año y Mejor guión adaptado
2016: American Film Institute (AFI): Top 10 – Mejores películas del año
2016: Críticos de Los Angeles: Nominada a Mejor actor secundario (Ogata)