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Si paseas por Asís en otoño
Si paseas por Asís en otoño ves un jinete violeta delante de una llamara azulada. Ves los ventanales candentes de su basílica y un rosetón de fuego blanco. Ves las encinas pensativas delante de Umbría metafísica. Ves dos perros solitarios que comparte una hoja amarilla. Miras los frescos de Giotto sobre la vida del santo y evocas sus otoños inspirados por los campos. Encuentras monjas azules que llegan cantando entusiastas por la Plaza Comunal. Miras el templo de Minerva y recuerdas que Propercio, nacido también en Asís, amó a Cintia entre los acantos. Adivinas el cimborrio persistente entre las hojas arrugadas. Caminas al atardecer mientras la iglesia de Santa Clara azul se recorta contra el horizonte azul. Sientes como piensan las encinas, como se adensan detrás de la fuente. Contemplas la calma apasionada de Umbría con los Montes Sibilinos a lo lejos. El agua se vuelve nostálgica bajo las ramas esquinadas y reveladoras. Anuncios de luces te salen a lo lejos, la noche más azul te vuelve visionario. Reuniones desbordadas de hojas se apiñan contra los asientos y le hacen una canción a tus pies. Eres tú mismo como nunca lo fuiste y san Francisco te sale al encuentro. En la noche sientes frío, pero tú avanzas entre ventanitas de luces tímidas. Ni siquiera todo lo aparatoso añadido consigue empañar la sencillez original de la Porciuncula. Avanzas entre la sencillez inagotable. Al final de una escalera alargada un farol alumbra tu soledad. Te asomas a ventanas verticales y musitas con los frescos persistentes. Te incendias en la luz encarnada indefinible de los rosetones. Y sabes de verdad lo que importa. Eres tú mismo como nunca y San Francisco sabe que lo eres.
Antonio Costa Gómez
Foto: Consuelo de Arco