Scruton y Oakeshott: defensores de una cultura compartida

Scruton y Oakeshott: defensores de una cultura compartida

Jose de Maria Romero Barea
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Scruton y Oakeshott: defensores de una cultura compartida

José de María Romero Barea

Inmersos en la secularidad virtual que nos disgrega, ¿cómo encontrar mecanismos vinculantes que reemplacen las formas tradicionales de unidad? Aporta el pensamiento de los británicos Roger Scruton (Buslingthorpe, 1944 – Brinkworth, 2020) y Michael Oakeshott (Chelsfield, 1901 – Kent, 1990) tratamientos y terapias de restauración, después de un largo destierro a nosotros mismos. En su artículo homónimo para el número de mayo de la revista londinense The Critic, se detiene el doctor en Filosofía por la Universidad de Cambridge, Oliver Letwin (Londres, 1956) en cómo estos dos autores se complementan para urdir un humanismo que trascienda las ideologías, que no sea un fin en sí mismo, sino un medio para vivir en sociedad, una filosofía cuyos preceptos, opuestos a toda forma de abstracción, no nos enseñen a morir, sino a convivir con nuestras limitaciones.

Obtenemos de la obra de Scruton diagnósticos agudos, precisos consejos para hacer frente a los efectos de mirar hacia atrás en exceso. Debido a que no podemos habitar el instante, conviene adoptar estados de ánimo retrospectivos: “Su preocupación por las actitudes estéticas de la amplia franja de sus conciudadanos surgió de una creencia profundamente sentida e intelectualmente fundada en la importancia fundamental de la cultura compartida, una creencia que impregnaba su trabajo académico y polémico”. Articula el miembro de la Academia Europea de Ciencias y Artes los métodos por los cuales el ser individual se forma a sí mismo en relación con la experiencia colectiva, condición previa para un compromiso comprometido. En lugar de una paradoja paralizante, una ideología de futuro que puntúe la narración del pasado con informes sobre el presente, que abunde en sus pruebas y tribulaciones, que se concentre en las dificultades inherentes a la existencia, menos abstrusas que las reminiscencias.

            La conclusión es nítida: “Para Roger una persona era primero y sobre todo el hablante de un idioma otorgado por la herencia social, un producto de los modos de pensamiento que constituyen la formación de su sociedad, un producto de la religión heredada, la nación heredada, la familia heredada”. Principia la producción de Oakeshott, sin embargo, un fin en sí mismo: el silencio (“Nunca buscó ser un intelectual público, rechazó por completo a los medios”), la extrañeza, las emociones incómodamente equilibradas, la esperanza en la desesperanza, la afirmación en la desesperación: “Enfoca su atención en la libertad del individuo para escribir su propia historia, limitada solo por las leyes negativas que se requieren para prohibir conductas que de otro modo amenazarían con interrumpir la convivencia pacífica con sus conciudadanos”.

Es la de ambos una ética esencialmente conservadora que, al imaginar un mañana mejor, no puede evitar aludir a los imperfectos ayeres. Al trascender el bloqueo institucional, se promueve una lógica más allá de la aporía: “Uno no tiene que estar totalmente enamorado de su énfasis en la primacía del legado recibido”, apostilla el diputado independiente, “para reconocer que se requiere un marco heredado de convención y lenguaje para sostener una vida equilibrada”. El editor de The Salisbury Review y el profesor de la London School of Economics divergen en sus argumentos sinfónicos, se entrelazan en sus variaciones ideadas. Mientras reclaman de los vestigios de la civilización la autoridad necesaria, encuentran su trascendencia en una dimensión más allá de su desgaste en las texturas del discurso, una forma de sabiduría, por otra parte, conmovedoramente progresista.

            Sevilla, 2020

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