Santos pedigüeños

Manuel Filpo Cabana
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En otra época de corazón más blando, o sea, de colmillos normalizados, antes de salir de casa rebuscaba monederío para donar a los sí identificados (los de las credenciales al cuello). La actividad peticionaria debió tener éxito o las necesidades sociales se incrementaron con el paso del tiempo porque ahora tengo que sortear a los numerosos suplicantes para que mi caminar ciudadano no se convierta en una libación a pequeños saltitos florales.

Ni que decir tiene que los ‘clásicos’ mendicantes salpican el florido jardín de la villa con su correspondiente currículum impreso en un cartón de segunda mano, haciéndole una innoble competencia a los sí identificados con su foto en la plastificada ficha —la cual nadie lee— más copiadas de un congreso político al uso por quedar mona y vestir mucho. Un congresista sin ficha ¡horror! sería un ejemplar o una ‘ejemplara’ para el libro de Demond Morris: El mono desnudo.

He aquí que esta mañana una señora hizo que libase en la puerta del Ayuntamiento sevillano —triste y lloroso de lágrimas peperianas— para pedirme por los enfermos de arterosclerosis. La miré y dije: «Señora es usted una santa, rece por mí porque hoy me levanté con los colmillos retorcidos y por lo que le voy a espetar. Soy un jubilado al cual se le va más de la mitad de su sueldo en pagar impuestos al papá Estado. A dicho padre sus hijos le están educando muy mal porque le sacan las castañas podridas de la olla. Mientras, su paternidad que todavía está de buen ver, echa sus cañitas al agua por si acaso pica una desovadora y, mientras, se lamenta que la vida está muy cara hasta para él y que los enfermos ¡ay! se las apañen como puedan, que la Inseguridad Social es la que hay».

La señora asentía como aquellos perritos que antaño iban en la parte trasera de algunos coches sin decir una palabra. Por fin habló: «Señor, le comprendo, sus argumentos resultan irrebatibles, pero existe cada caso que parte el alma. Llevo desde las nueve y no puedo más. Gracias por sus palabras».

Lo que me temía sucedió. Un par de fornidos muchachos identificados con etiquetas plastificadas, claro, y con uniformes verdes relacionados con el cáncer, me pararon cual pareja de la Benemérita y tras una sonrisa de vendedores Made in Usa me pidieron ‘una colaboración’ (eufemismo del popular sablazo). Entrenado con la señora, la pobre, adorné más el argumento y recibí un asentamiento a dúo. Aquí uno de ellos fue más expeditivo: «Bien, señor, sin embargo con algo contribuirá, aunque solo sean cincuenta céntimos». Los miré apartando un colmillo que se me había retorcido de momento algo más y le dije: «Lamento que no hayáis entendido mi filosofía. Es que no doy nada porque amo mucho a mi Estado y no quisiera que se acomodase al buen vivir, o sea, a no discurrir cómo solventar unas enfermedades que la Inseguridad Social debe atender por principio y por final». Ahora me miraron muy serios, a punto de multarme por filosofar en un día de intensas emociones futbolísticas. Vamos, creo yo.

Arreglé el colmillo rebelde ante el asombro de un turista con cara de alemán, quizá relacionándome con un espécimen escapado del zoológico patrio. Le puse mi mejor sonrisa de compromiso y a punto estuve de explicarle lo que llevaba dentro y que me salió por fuera. Pero como la cosa podía complicarse desistí: vaya usted a saber si el remedio complicaría aún más la absurda realidad y después se lo contase a la señora Merkel. ¡Qué vergüenza!

De regreso a casa rumié la frase de Ortega Y Gasset: «España es un país de pordioseros arrogantes que besan la mano a quiénes les dan una limosna y despiden con un ¡vaya un tipo agonía! a los que no se las dan». Eran tiempos sin plastificar aunque paridos por la misma.

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