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Roxana Méndez (San Salvador, 1979). Es poeta, narradora y traductora, Máster en Literatura Española e Hispanoamericana y Licenciada en Idioma Inglés con especialización en Traducción. En 2012 obtuvo el Premio Alhambra de Poesía Americana para obra inédita en Granada, España. En su país obtuvo el premio Gran Maestre de Poesía en 2003, así como certámenes nacionales de Narrativa Infantil en 2011 y de Poesía Infantil en 2016. Ha publicado los libros: El cielo en la ventana (Ed. Valparaíso, España, 2012); Clara y Clarissa (Alfaguara Infantil, 2012); Mnemosine (DPI, El Salvador, 2008 y Ed. Bombadil, Suecia, 2011) y Memoria (Universidad Tecnológica, El Salvador, 2004). Ha traducido la biografía J. M. Barrie y los niños perdidos (Ed. Valparaíso, España, 2017). Su obra ha sido parcialmente traducida a varios idiomas e incluida en numerosas antologías.
El instante, la vida
He tenido una buena vida:
una guerra de diez años
y tres terremotos
que echaron abajo la ciudad
y cumplieron la profecía
de la abuela,
quien meses antes
nos había anunciado
la destrucción terrible
con una voz que era la misma
con la que nos contaba
los dulces cuentos
donde todo era del color
de las avellanas secas.
Pero he tenido una buena vida,
apacible, sentada
a la mesa en el patio,
o escondida
entre los sacos de maíz,
a la espera que las detonaciones
cesaran, que las voces
cesaran, en la oscuridad
donde el mosquito
era un murmullo
que me hacía dormir.
El mosquito cuya picadura
no causaba la muerte.
Pero he tenido una vida buena,
un amor de mil años
verdadero y brillante
como oro que ha adquirido
la forma de un broche,
un búho de grandes
ojos blancos,
prendido siempre
bajo mi blusa, y por ello
una gota de sangre
es lo que queda
del pasado, una gota
suspendida
como un planeta frío.
Pero he tenido una buena vida,
una vida donde la guerra
y el amor
han durado
los mismos años.
Una donde la muerte
me ha visitado poco,
y donde he visto el mundo
y he escuchado
los sonidos de las grandes
aguas y los enormes
valles, donde los cascos
del caballo criollo
y el venado me muestran
su extraña diferencia.
He visto y olvidado
lo que he visto
y vuelto a asombrarme
con lo que había sido
asombro una vez.
No me quejo.
Las aguas siguen
abrazando mis pies,
aferradas con toda su tibieza
a la brevedad que poseo.
En el margen del cielo
Como un día de invierno
dejado atrás pero aún mío,
tu nombre yace en mis labios
como un archipiélago
sobre un mar rojo,
y cuando hablo
cualquier idioma del mundo
mi aliento te roza
como la luz más lenta del otoño
cuando pule
el contorno de las hojas.
He visto demasiados occidentes.
La jirafa y el león
escucharon mi voz
y volvieron a mirar.
Mi sombra se estiró
hasta alcanzar sus sombras
y nuestros ojos se encontraron
en el centro de la sabana
y del mundo
y en esos ojos míos
también estaba tu imagen,
tatuada en mi pupila
como un relámpago en la oscuridad.
Toqué la piedra de mil años,
se sumergió mi pie
bajo siete mares distintos,
y aunque me fui
permanecí
en el mismo sitio siempre,
encerrada en el margen
de ese cielo semejante a tus labios.
Como un día de invierno o de verano,
tu cuerpo es mi horizonte,
el límite infinito
de mis ojos cerrados.
El dibujo
Cuando éramos niños
el mundo era un dibujo.
Algo tan simple.
Un solo trazo que acababa
solo para empezar.
Estaciones o casas o ciudades
subían y bajaban
a través de la línea del grafito.
Tirados en la calle
su frente parecía siempre
llena de algo: pájaros
o astros o mareas incontenibles
que se estrellaban
en lo hermoso.
Porque entonces era todo lo hermoso.
Y nada parecía más grande
que sus pequeñas manos.
Sus ojos eran cien kilómetros de gaviotas
hacia el occidente,
y dos tormentas blancas
al cerrarse de pronto,
dos iglesias inmensas en silencio.
Sus brazos caían sobre mí
como una bendición.
Porque su cuerpo era un país
lleno de acantilados
y todo era caer.
Cuando éramos niños,
quiero decir, cuando éramos,
el mundo era un dibujo
y la noche un rumor
y nada sucedía demasiado deprisa,
salvo el invierno.
Su perfume de niño
era una tumba blanca,
y su voz un aliento,
un océano.
Cuando éramos niños,
en ese largo día único
donde aún somos nuestros.
Las otras
La niña que fui besa mis labios.
Me muestra un muelle,
un mar, un puerto, un faro.
Me enseña a deslizarme por la arena.
Y me cierra los ojos,
y veo su presente, mi pasado.
Lo que mira esta niña
es lo que yo he olvidado.
La calle que camina
bajo mis pies existe como un rastro.
Si la veo alejarse
veo mi nacimiento, mi legado.
La anciana que seré me da la mano.
Una mano de fuego.
Una piedra de fuego con forma de una mano.
Atrás la brisa inmensa es una voz,
y el invierno en los árboles
suena como un susurro
que imitara un aplauso.
Y le muestro una casa, un muelle,
un puerto, un mar, un faro.
Lo que ha dejado atrás es lo que espero.
Mi casa llena,
su mundo desolado.
El huracán
Era octubre y ambos corríamos
bajo la tormenta,
las nubes grises eran colinas
de hierba envejecida sobre nosotros,
los charcos en el suelo brillaban
como los ojos de los peces.
Y decidimos no volver,
decidimos detenernos bajo la lluvia,
volvernos un instante en la tempestad,
un residuo del cielo,
la palabra final de un rezo silencioso.
Como bañistas de otro tiempo
de pie a la orilla del mar,
nos volvimos del color de la niebla.
Una escena en grises y blancos.
Ausentes incluso de nosotros,
ni siquiera notamos
alrededor
el mundo
que desaparecía.
Uno
Conozco a uno que dice
que pertenece al frío,
que asegura que la suela
de su zapato es nieve,
que su cuello es largo
como una bufanda.
Uno que mira al norte
para mirar al mar
y ve marismas blancas
y leones marinos.
Conozco a uno
que reconoce como idioma
una melodía grandiosa
repleta de tambores.
Uno cuya alma es una trompeta,
un coro su cabello,
una manada
de caballos su nombre.
Uno cuya boca apretada
ha pronunciado lo que calla el otoño
y ha crecido pensando
las preguntas correctas.
Uno solo, ni bajo ni alto,
cuya sombra
descansa entre las piedras
que yacen bajo pinos
cubiertos por la nieve.