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SOBRE PÚRPURA DE CRISTAL, DE ANA ISABEL ALVEA SÁNCHEZ
Escribir sobre el sufrimiento, sobre la pérdida, sobre el vacío en el pecho, sobre la herida que nos inflige la muerte, puede ser un mecanismo para seguir viviendo. Más para alguien que cree verdaderamente en la palabra como necesidad y redención (aunque «del dolor no hay / quien nos salve»).
Es el caso de Ana Isabel Alvea, poeta de la sencillez y la claridad, quien nos enfrenta a una historia personal, a su historia, que es también la historia de todos.
Precedido por una dedicatoria a su madre, «cuna de callado amor», y dividido en tres partes que revelan una cuidada estructura, Púrpura de cristal se inicia con un conjunto de poemas que transmiten paz, comunión con el mundo, con la naturaleza y con los seres queridos (su hermano, su padre, su sobrino, su amigo Tobías…, todos ellos comparecen en el primer capítulo). Aún estamos instalados en ese antes de todo lo que vendrá después (ay, los dos versos finales del poemario: «Quiso levantar nuestros cimientos con sólido hormigón / para lo que pudiera venir»…), donde residen la luz, el amanecer, el y la mañana; donde son posibles la respiración y el aliento; donde se mecen el mar, las aguas, siempre en mansedumbre y alegría, no (aunque quizás lo lleve en su seno) como augurio de muerte; donde se reparten recuerdos de una niñez y una adolescencia medianamente felices en las que tuvieron importancia las lecturas (hay un poema dedicado a ellas), la escritura, su significado y su investigación.
Pero en estos inicios lo que se impone, más que la literatura, es la indagación de la realidad, su exaltación. El asombro de su descubrimiento. No creo que sea una casualidad que el primer poema de este bloque empiece con el verso «Dejo los libros apilados en la mesa» y termine con estos tres: «De ellas aprendo todo aquello / que no encuentro en los libros: / el dulce abrazo de la vida».
En la segunda parte hay un cambio de tono y los cristales del título se nos clavan y nos laceran. Son poemas muy directos que nos sumergen en la guerra entablada con la enfermedad, nombrada explícitamente con alusiones a TAC, salas de quimioterapia, sillas de ruedas, radiación…, y otros muchos términos de referencia bélica, desde el avión bombardero a los chalecos antibalas. De ahí, quizás, los versos elegidos para la contracubierta: «… desde qué lugar escribir / sino desde aquí / desde las trincheras».
En la tercera parte, «Después de ti», se produce un nuevo asombro, una nueva sorpresa: qué haremos sin ella. Ahora es el dolor, el monólogo del dolor, el que se convierte en eje. A través de poemas extensos, junto a otros muy breves, que son igual que puñaladas, ácido vertido en el corazón, se describen escenas reales, como la de ir al banco a saldar las cuentas de la persona fallecida, el trayecto recorrido tantas veces hacia el hospital anunciado en la segunda parte (léase Tejados), cuando nada es aún definitivo…; y se establecen las Tácticas de resistencia, que encuentran un soporte en la poesía, pero sobre todo, y de nuevo, en la realidad, en la compañía del amor («solo tu mano / me consuela», termina este poema), en la fortaleza del Vivir, dedicado como ningún otro a aquella «mujer de pocas palabras / y grandes actos» que, inconscientemente, nos remite al Obras son amores del primer capítulo.
Y no hemos entrado en hablar de la forma, aunque esta y el fondo son una sola cosa y de nuevo consigue Ana Isabel Alvea lo que pretende, que es el entendimiento, sin necesidad siquiera de muchos signos de puntuación. El sufrimiento de la poeta hecho obsesión se refleja a través del bien empleado recurso de las repeticiones, que en ocasiones se convierten en balbuceos, en frases interrumpidas cuando el lenguaje se resiste a ser comunicación y rompe directamente en llanto (es el caso de Ahí va). Los paralelismos; las enumeraciones, en que se acumulan sustantivos, solos en su mayoría, pero también adjetivados en caos acumulativos (léase El altillo), relatan esas sensaciones que se describen como la punta del iceberg del dolor, a veces aislados tipográficamente como si fuera complicado enunciar la realidad. Y todos esos recursos visuales cobran aquí una gran importancia, siempre en favor de la claridad, pues las palabras y su disposición en la página no hacen sino subrayar el significado total del poema.
Imagino que no es fácil dar a la luz un libro como este e ignoro el tiempo que ha tardado en decidirse Ana Isabel Alvea a hacerlo. Lo que sí creo es que su autora lo veía necesario para concluir la etapa del duelo, para rendir un homenaje a esa mujer fuerte como un dique, para que el dolor no caiga en saco roto, sino que adquiera algún sentido. El sentido que a todo le concede la Poesía.
Escribir sobre el sufrimiento, sobre la pérdida, sobre el vacío en el pecho, sobre la herida que nos inflige la muerte, puede ser un mecanismo para seguir viviendo. Más para alguien que cree verdaderamente en la palabra como necesidad y redención (aunque «del dolor no hay / quien nos salve»).
Es el caso de Ana Isabel Alvea, poeta de la sencillez y la claridad, quien nos enfrenta a una historia personal, a su historia, que es también la historia de todos.
Precedido por una dedicatoria a su madre, «cuna de callado amor», y dividido en tres partes que revelan una cuidada estructura, Púrpura de cristal se inicia con un conjunto de poemas que transmiten paz, comunión con el mundo, con la naturaleza y con los seres queridos (su hermano, su padre, su sobrino, su amigo Tobías…, todos ellos comparecen en el primer capítulo). Aún estamos instalados en ese antes de todo lo que vendrá después (ay, los dos versos finales del poemario: «Quiso levantar nuestros cimientos con sólido hormigón / para lo que pudiera venir»…), donde residen la luz, el amanecer, el y la mañana; donde son posibles la respiración y el aliento; donde se mecen el mar, las aguas, siempre en mansedumbre y alegría, no (aunque quizás lo lleve en su seno) como augurio de muerte; donde se reparten recuerdos de una niñez y una adolescencia medianamente felices en las que tuvieron importancia las lecturas (hay un poema dedicado a ellas), la escritura, su significado y su investigación.
Pero en estos inicios lo que se impone, más que la literatura, es la indagación de la realidad, su exaltación. El asombro de su descubrimiento. No creo que sea una casualidad que el primer poema de este bloque empiece con el verso «Dejo los libros apilados en la mesa» y termine con estos tres: «De ellas aprendo todo aquello / que no encuentro en los libros: / el dulce abrazo de la vida».
En la segunda parte hay un cambio de tono y los cristales del título se nos clavan y nos laceran. Son poemas muy directos que nos sumergen en la guerra entablada con la enfermedad, nombrada explícitamente con alusiones a TAC, salas de quimioterapia, sillas de ruedas, radiación…, y otros muchos términos de referencia bélica, desde el avión bombardero a los chalecos antibalas. De ahí, quizás, los versos elegidos para la contracubierta: «… desde qué lugar escribir / sino desde aquí / desde las trincheras».
En la tercera parte, «Después de ti», se produce un nuevo asombro, una nueva sorpresa: qué haremos sin ella. Ahora es el dolor, el monólogo del dolor, el que se convierte en eje. A través de poemas extensos, junto a otros muy breves, que son igual que puñaladas, ácido vertido en el corazón, se describen escenas reales, como la de ir al banco a saldar las cuentas de la persona fallecida, el trayecto recorrido tantas veces hacia el hospital anunciado en la segunda parte (léase Tejados), cuando nada es aún definitivo…; y se establecen las Tácticas de resistencia, que encuentran un soporte en la poesía, pero sobre todo, y de nuevo, en la realidad, en la compañía del amor («solo tu mano / me consuela», termina este poema), en la fortaleza del Vivir, dedicado como ningún otro a aquella «mujer de pocas palabras / y grandes actos» que, inconscientemente, nos remite al Obras son amores del primer capítulo.
Y no hemos entrado en hablar de la forma, aunque esta y el fondo son una sola cosa y de nuevo consigue Ana Isabel Alvea lo que pretende, que es el entendimiento, sin necesidad siquiera de muchos signos de puntuación. El sufrimiento de la poeta hecho obsesión se refleja a través del bien empleado recurso de las repeticiones, que en ocasiones se convierten en balbuceos, en frases interrumpidas cuando el lenguaje se resiste a ser comunicación y rompe directamente en llanto (es el caso de Ahí va). Los paralelismos; las enumeraciones, en que se acumulan sustantivos, solos en su mayoría, pero también adjetivados en caos acumulativos (léase El altillo), relatan esas sensaciones que se describen como la punta del iceberg del dolor, a veces aislados tipográficamente como si fuera complicado enunciar la realidad. Y todos esos recursos visuales cobran aquí una gran importancia, siempre en favor de la claridad, pues las palabras y su disposición en la página no hacen sino subrayar el significado total del poema.
Imagino que no es fácil dar a la luz un libro como este e ignoro el tiempo que ha tardado en decidirse Ana Isabel Alvea a hacerlo. Lo que sí creo es que su autora lo veía necesario para concluir la etapa del duelo, para rendir un homenaje a esa mujer fuerte como un dique, para que el dolor no caiga en saco roto, sino que adquiera algún sentido. El sentido que a todo le concede la Poesía.
Elena Marqués Núñez