Príncipe en una caverna

Príncipe en una caverna

Antonio Costa Gómez
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(La literatura de Antonio Enrique)

      Toda su vida Antonio Enrique ha sido un príncipe que ha pretendido escapar de la caverna de vulgaridad que nos rodea.  Desde sus primeros libros buscó sin miedo la sublimación y la plenitud. Una vez un tipo me dijo que “sublime” es una palabra cursi. Pero eso solo lo  creen los que defienden la mediocridad y la vulgaridad. Enrique los denuncia con su sola presencia.  Siempre buscó como un alquimista el oro de la vida, siempre quiso extraer la plenitud y el éxtasis.  Alan Watts hablaba en los años sesenta de “El futuro del éxtasis”. Enrique nos dio trozos de éxtasis con el esfuerzo de su obra. Cernuda decía que el  deseo es un mundo cuyo cielo no existe. Pero para Enrique sí existe y lo regala a retazos.

      Leon Bloy escribió  que el mayor pecado es querer tomar el cielo por asalto. Enrique no lo asalta sino que lo trae con su nostalgia y su saber. Bataille señalaba  el erotismo en el éxtasis, Enrique indica el éxtasis en el erotismo. La mística y el erotismo se identifican y  constituyen la experiencia suprema del  ser humano.  Enrique anuncia  una erótica suprema para el siglo XXI,  una era de plenitud,  parece una visión demasiado optimista ,  yo no veo eso en el horizonte, pero no será porque él no lo intente. Ojalá su sueño se realizara.

        En “Poema de la Alhambra” ponía ese monumento cumbre como símbolo de todas las sabidurías y las revelaciones apasionadas. En “La ciudad de las cúpulas” los versos largos y solemnes cantaban las cúpulas como elevaciones y sublimidades. Cuando estuve allí hace poco mi referencia literaria eran los versos entusiasmados de Enrique. En “Beith Haim” un cementerio sefardita en el Caribe le hacía conectar con la cábala y sus sublimidades, como yo cuando paseaba un atardecer por Safed en Israel. En “El amigo de la luna menguante” se imagina al anochecer sorprendiendo sabidurías humildes:: “Hoy he visto a Dios / en los ojos de una perra”. Algo parecido le ocurrió a Rilke en la mezquita de Kairuan en Túnez.  En otros libros se acerca a la plenitud en una huerta del cielo, en el sol fantasmal de las ánimas, en un viaje entre espectros por Galicia. Todavía recuerdo cuando, según sus palabras, creyó encontrar a la Diosa Blanca en una actriz gallega que conoció en un tren de Madrid a Galicia (se llamaba Margarita, como la musa de Fausto).  En “El canon heterodoxo” nos dio otra visión de la literatura al hilo de los olores que percibía una aristócrata francesa de viaje por España en el siglo de Oro, en “El discípulo amado” sugirió un cristianismo más íntimo y sensual sin el sensacionalismo de un best seller chirriante que movió a masas de papanatas.

        No siempre estoy de acuerdo con él.  Los elogios si no son sinceros no valen nada. Yo quiero ser como Cordelia en “El rey Lear”, que le habla sin adulación barata porque lo admira de verdad, y  sabe que su lugar no es la caverna bajo la tormenta sino el palacio. Enrique siempre apuesta por lo requintado y rechaza estilos secos y vivos como el de Pío Baroja. En  “El hombre de tierra” parece que no nos da una novela sino un evangelio de verdad indiscutible, en el que pregona un cristianismo arriano próximo al islamismo.  Lo que puede ser sugerente como novela, uno lo rechaza si tiene que creerlo a pies juntillas con lo que él cree pruebas irrefutables. En “Rey tiniebla” idealiza a Felipe II, pero por muchas vueltas que le dé, para mí ese rey todavía significa intolerancia y oscurantismo. Rechazó a El Greco, con eso ya está dicho todo. Prefiero la visión que da de él Gonzalo Suárez en “Don Juan en los infiernos”.

          Ha buscado en el esteticismo y el barroquismo, pero también ha explorado otras vías. Ha escrito poesía enigmática, de estilo sencillo y humilde, como si se cayera de un caballo. Ha escrito fragmentos, en los que no hay menos entusiasmo que en sus grandes creaciones operísticas.  Ha olfateado en varias culturas, en varios tonos, siempre le llega un olor  profundo. Siempre encuentra pasión y sabiduría en diversos instrumentos.

         Para mí su libro máximo fue  “Erótica celeste”. Es una de las visiones más profundas y complejas que se han dado del tema. Reúne muy vastos conocimientos de todas las materias,  los une con sabiduría y audacia. Construye puentes  portentosos, utiliza metáforas muy luminosas,  encuentra símbolos esclarecedores. Por ejemplo  nos sugiere que caminemos con el Sol detrás para que veamos delante de nosotros nuestra sombra, nuestros aspectos oscuros.  Encuentra  paralelismos y uniones donde nadie lo haría. Relaciona la poesía con la ciencia,   la genética con la astronomía. Se asombra con las bellezas de  las relaciones eróticas de las aves o los insectos, señala  la tragedia de los topos.  Solo otro gran poeta, Maurice Maeterlinck, se asomó así a las sugerencias de la Naturaleza. O en otro ámbito,  Henri Bergson.

     Enrique construyó  su propio mito de la Caverna. En el principio es el miedo y el horror, en la Caverna primigenia se daban la confusión, el oscurantismo y la brutalidad. Las relaciones sexuales eran  pura necesidad biológica,  no concedían campo ninguno al placer ni a la realización personal. El erotismo fue la progresiva sublimación,   el  refinamiento cada vez mayor,  el profundizar y ampliar la experiencia, el sutilizarla al máximo. Eso culminaría en  la “erótica celeste”, que Enrique sitúa como paradigma próximo a venir en una nueva era.

     Escribió el libro con rigor pero también con valentía, con poesía y también con lucidez, con intensidad  y también sin escamoteos. Su escritura  fue calmosa y a la vez apasionada,  bella y llena de argumentos. No temió  relacionar los últimos descubrimientos de la ciencia  cuántica con las sabidurías orientales o el esoterismo. Se basó en el psicoanálisis pero no desdeñó otras aportaciones, se refirió  a la astrología o a la alquimia. Y también sacó  materiales de la psicología, o la sociología, o la medicina.

     Su  visión del mundo actual  fue dura y sin paliativos, observó  un mundo brutal y deshumanizado, donde se promociona el sexo para mejor robar el erotismo. Que es como  trivializar el mundo y quitarle su encanto.  Pero detrás anunció una salvación, un  nuevo erotismo celeste, lleno de belleza y sublimidad.  En una nueva era el ser humano encontraría su plenitud,  hombres y mujeres se complementarían de forma definitiva. Se realizaría la  alquimia del  azufre y el mercurio, los dos principios se llevarían  a  todas sus virtualidades, encontrarían  el oro  de los seres humanos, encontrarían  el cielo que no existe según Cernuda.

       Hizo un nuevo enfoque del amor-pasión. Para Denis de Rougemont se trataba de un principio cátaro de negación del mundo, de un escaparse de él por la desmesura y buscar el fracaso y el suicidio. Para Enrique ( a mí me parecía más lúcido)  el componente trágico  radica en la lucha del amor  contra el tiempo, en  buscar lo eterno en algo que se sabe que  acabará pronto, en intentar el incendio  con cuerpos que se agotarán demasiado pronto.  Pero Enrique cifraba  la forma suprema del erotismo en la amistad. Los amantes son ante todo amigos y cómplices, tienen una comunicación plena y se ofrecen del todo el uno al otro.  Entonces Enrique fusionaba Amor y Ágape, las dos formas que en Rougemont se oponían.

       Según Enrique, el erotismo  manifiesta  de forma  suprema la cultura.  El erotismo se desarrolla tanto más cuanto el hombre se va alejando de la brutalidad inicial, cuando va superando el mero sexo y  la brutalidad  de la Caverna. Eros crece  en paralelo al arte y a la poesía, representa la forma suprema de estética. Por eso culmina el desarrollo humano.

         En el libro reflexiona   sobre distintos aspectos del tema, por ejemplo  la seducción. Se basa en ejemplos de seductores conocidos, conoce y amplía las teorías más destacadas sobre el tema,  las de Stendhal, las de Gregorio Marañon. Pero habla sin complejos y  toma de ellas lo que quiere. No teme desarrollar sus propias síntesis,  adelanta sus interpretaciones personales, que a veces me encuentro arriesgadas.

        Pero  el libro está en profunda coherencia con el sentido de toda su obra, que es una búsqueda de la plenitud en la existencia, de la sublimación, a través de la estética,  los símbolos, las sugestiones orientales, la tradición hermética. Una pasión profunda por trascender  la vulgaridad de lo real. En ese libro Enrique  alcanzó una de las cumbres de su sabiduría, de  su obra  luminosa. Emitió esas luces misteriosas, apasionadas que   ya se anunciaban en su primer libro, el   “Poema de la Alhambra”.

          Siempre quiso salir de la caverna de la vulgaridad contemporánea, de la actualidad ramplona. Trató de llevarnos siempre a la belleza y la sublimidad. Creyó en ese principio que aparece en una obra misteriosa de la antigüedad, “De lo sublime”, atribuida a un tal Longinos. Donde se dice que por encima de las obras bien hechas están las obras sublimes, que por encima del talento está el genio. Que hay fragmentos en los clásicos que están bien escritos, pero hay otros que nos arrebatan y nos levantan del suelo. Y Enrique siempre quiso sacarnos del suelo. Quiso sacarnos de la caverna, decirnos como un loco entusiasta que veía algo fuera de la caverna  y deberíamos salir a mirarlo. Toda su vida ha sido un príncipe y nos ha sacado de la caverna.

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR

FOTO: CONSUELO DE ARCO

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