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SOBRE MODERNIDAD Y TRADICIÓN EN LA PINTURA
DE JOSÉ MARÍA CÓRDOBA
Por Antonio Abad
La pintura ha devenido siempre en el más puro análisis de la realidad. Ha sido bueno que así sea. Desde el Paleolítico hasta el último impulso de todas las vanguardias, incluyendo las actuales, cualquier expresión artística que se precie ha sido y seguirá siendo una mera especulación del hecho circundante. Y es que la realidad no es fiable, de ahí que se la cuestione. Creemos, en este sentido, que el pintor ha descubierto, mejor que cualquier otro artista, que la apariencia, toda apariencia es engañosa y que más allá de nuestra propia percepción hay otra realidad; otra realidad de algún modo también organizada y sometida a leyes. Por eso un cuadro, a nuestro entender, es una especie de fulgor visionario, un intento con más o menos fortuna de aproximarse al sentido o al sinsentido que tienen las cosas y el orden del mundo.
Si venimos a señalar, por un lado, lo que supone para un pintor el análisis de la realidad, y a su vez los instrumentos de los que se sirve (forma y color) para concebir un cuadro, es porque en la obra de José María Córdoba (Córdoba, 1950) estos tres aspectos determinarán, de un modo total y contundente, el resultado de una plástica no exenta de ironía con un fuerte carácter lúdico que abarca desde el expresionismo al cubismo, o desde la revisión clasicista al fenómeno de la desconstrucción, tan traído y llevado en estos últimos tiempos.
En términos generales podemos considerar que José María Córdoba participa de un cierto eclecticismo; eclecticismo en donde actúan diferentes dinámicas para conformar una obra marcada preferentemente con un fuerte componente figurativo. Será esta, la figuración, la que recorra todo su universo personal a través de su propia visión subjetiva; pero será una figuración fragmentada, ‘deconstruida’, porque la deconstrucción le permite ahondar en los significados escondidos de las imágenes.
Ya desde sus inicios de algún modo se ve influenciado por la aparición de grupos tales como, Estampa Popular (con José Ortega, a la cabeza), Equipo Crónica (Manolo Valdés, Rafael Solbes y Juan Antonio Toledo) o Equipo Realidad (Jorge Ballester y Joan Cardells) que, independientemente de insertar en el ámbito de lo estético aspectos que guardaban relación con la política, desarrollaron un arte figurativo como contraposición al informalismo dominante. En este sentido José María Córdoba participa del realismo social. Estamos hablando de los años 70, una época todavía sumergida en un contexto histórico donde las postrimerías del franquismo darían paso a la instauración de la democracia y a su sistema de libertades tanto tiempo arrebatadas por el anterior régimen.
Obras como “Señoritos en el casino” o “Bienvenida la modernidad” pero fundamentalmente “Paso de cebra”, constituyen ejemplos muy representativos en los que la temática narrativa de sus cuadros nos muestra una realidad oculta por el autoritarismo dominante. Son cuadros que trascienden más allá de ellos mismos y que revelan la disposición del artista en lograr una pintura de mensaje; pintura en la que se destaca un cromatismo acentuado donde la deformación o el carácter monumental de algunas de ellas conjugan realismo con expresionismo. En algún momento sus figuras ya no apuntan ni al volumen ni al modelado sino a la planimetría; es decir, a una serie de planos con los que construye sus figuras como puede observarse en el cuadro ya mencionado “Paso de Cebra” y, por lo tanto, se señala un cierto geometrismo que más adelante, en obras posteriores, aparecerá con sus valores más esenciales. Se trata, pues, de una época en la que el pintor evidencia una iconografía de compromiso que recoge –sin rechazar de inmediato algunas fórmulas académicas y poniendo mucho énfasis en la figura humana–, la constatación de un espacio social sumido en la injusticia y en la pérdida de los valores cívicos más indispensables.
Su viaje a Italia en 1977, gracias a la dotación económica que le proporciona una beca para estudiar el Renacimiento, supondrá un fuerte impacto en la concepción de la realidad, quedando fuertemente impresionado por el Quattrocento florentino.
Sabemos que Florencia en el siglo XV era la cuna de un nuevo lenguaje que trataba de renacer las culturas clásicas para situarlas en un ideal de perfección y belleza. Era lógico que Masaccio, Fra Angélico, Piero della Francesca, Mantegna, Ucello o Boticelli dejaran honda huella en aquel joven cordobés hasta determinar, en un periodo de su creación, una pintura de temática renacentista, con fondos arquitectónicos y personajes ataviados a la usanza de la commedia dell’arte.
Como consecuencia, al volver a nuestro país, su pintura sufre una fuerte conmoción debido al impacto que le produce todo lo que ha visto. La arquitectura renacentista, con su acusado carácter geométrico de pórticos, arcos de medio punto, calles y plazas, se va introduciendo en sus cuadros y lo hace a partir de una perspectiva lineal. Pero como todo objeto puede tener un significado lírico –como sostenía Nietzsche–, junto a esas atemporales arquitecturas de sus composiciones irán apareciendo unos personajes de un tiempo ido para dar como resultado una obra en la que siempre subyace la melancolía hacia el pasado. De ahí que en la concepción espacial de estas obras, lo tangible sean escenas que no son de este mundo dando lugar a una especie de deambular onírico en el que los personajes plantean una serie de interrogantes que el espectador no sabe cómo responder. Se trata de un hacer que bascula entre el surrealismo y la pintura metafísica, como en el caso de Chirico. Y aunque bien es cierto que José María Córdoba, igual que Chirico, asimila rasgos de la estética de un Giotto o de un Piero della Francesca, sin embargo hay en sus resoluciones un acercamiento hacia lo clásico más amable, resolviéndolo con una pincelada fresca, suave, poniendo mucho énfasis en la esquematización debido primordialmente al gran dominio que posee del dibujo.
Cuadro como “La espera”, por ejemplo, los personajes que aparecen ataviados a la usanza de la Comedia del Arte italiana, no parece que están, y si lo están se ignoran unos a otros, como si el artista hubiera querido establecer un tiempo detenido ante una arquitectura igualmente imposible, arquitectura y personajes que únicamente proceden del espacio imaginativo de su autor. Y es que un pintor, como decía Klee, no debe pintar lo que se ve sino lo que se verá.
En el periodo que abarca desde el 82 al 83 inicia una pintura con cierto aire cinético, organizada en pequeños corpúsculos o en trazos elementales que plantean abiertamente una negación de todo lo figurativo, debido a que en el recorrido de toda su obra –que califico de obra polifónica–, se produce una serie de oscilaciones, de arrebatos; o mejor dicho, de procesos de investigación sumamente enriquecedores pero al mismo tiempo disonantes.
Este inusitado afán de rompimiento visceral con su trayectoria anterior rápidamente lo abandona, y en sus nuevas peripecias estilísticas aparece una grafía muy acentuada basada en el tratamiento de unos fondos en los que consigue obtener calidades más que sorprendentes.
Con esta nueva gramática personal se adentra en composiciones donde las imágenes se superponen o se diluyen en retículas, creando bajo la ausencia de toda perspectiva, y la inclusión de un vivo cromatismo, toda una suerte de ideogramas correspondiente a representar lo cotidiano, la temporalidad de las cosas y el verdadero sentido de lo primigenio. De ahí que algunas de estas obras se acerquen a la esquematización del arte africano. Buenos ejemplos de ellos serían “Dando de comer a las gaviotas” o “Los paseantes de pájaros”
A principio de los noventa de nuevo nos sorprende con otro giro radical en obras que expresan necesariamente algún tipo de naufragio personal. El artista, de algún modo, se ve absorbido por una melancolía existencialista, arrebatado igualmente por un grito atormentado (había muerto su padre) para que su pintura se vuelva esencialmente dramática, conjugando una desfiguración casi caricaturesca con una pincelada agresiva de colores chillones, violentos, y trazos angulosos. Se trata de composiciones alejadas de la realidad objetiva y que buscan un modo de expresar las emociones más íntimas de su tragedia interior.
Para explicar esto diré que si bien el realismo facilita la comunicación entre el creador y el público, el expresionismo por su parte es un vehículo de transmisión de inquietudes. De ahí que pueda calificarse de neoexpresionismo obras como “La matanza de los corderos” o “Minotauro sodomizando a la muerte”, donde precisamente será la muerte el tema principal que recorra el contenido de las composiciones de esta época.
A mediados de los noventa vuelve a sorprendernos con otra propuesta plástica que de algún modo y con pequeñas variaciones de orden ornamental continúa hasta nuestros días.
Es muy posible que desde la consideración del volumen (son numerosos sus trabajos escultóricos1) comenzara a utilizar técnicas neocubistas cuando quería trasladar cualquier tipo de representación volumétrica a una superficie bidimensional, y para ello tuviera que reducir la perspectiva del objeto y sistematizar lógicamente el tratamiento del color. El cubismo, específicamente el cubismo analítico, se lo iba a permitir. Pero hay que decir que José María Córdoba posee una sólida formación humanística y comienza a indagar por el otro lado del borde de lo que somos siguiendo las pautas del filósofo deconstructivista Jacques Derrida. El resultado será una obra que profundiza en el análisis de las formas para combinar su severidad estructural con las fuentes subconscientes de la iconografía fantástica del surrealismo.
Las figuras, entonces, se descomponen en unidades estructurales, se fragmentan o se “deconstruyen” en función de un sistema. Pero además de la influencia cubista y las pautas del filósofo francés, se advierten algunas prestaciones de Dubuffet o del viejo maniático del dibujo como fue Hokusai, así como un determinado grafismo propio del cómic.
Igualmente un sarcástico humor parece adherirse a su manifiesto interés por el pop-art y el conceptualismo. En este sentido tanto el desenfado como la ironía, tan presentes a lo largo de estos cuadros, tienden más que nada a darle un cierto carácter lúdico a sus composiciones. Al mismo tiempo, toda una serie de pictogramas (el pájaro, el pez, recordemos los peces mágicos de Paul Klee, la máscara sobre todo) vienen a configurar un mundo que trata de desvelarnos la otra realidad que hay detrás de todo lo visible.
En definitiva, toda la obra de José María Córdoba es una síntesis entre la modernidad y la tradición, un puente que facilita un dialogo abierto con el espectador, sobre el devenir del tiempo, sus tensiones, y la naturaleza de todo lo que nos rodea.
SOBRE MODERNIDAD Y TRADICIÓN EN LA PINTURA DE JOSÉ MARÍA CÓRDOBA