Persigo a Rilke por todas partes

Persigo a Rilke por todas partes

Antonio Costa Gómez
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     Persigo a Rilke por todas partes. Lo he visto en Praga en el café Slavia, donde sitúa sus Relatos de Praga, donde en un cuadro en la pared se comunica con su musa verdosa, donde miraba los cisnes que ya muchos años antes de las Elegías convertían lo visible en invisible igual que en los poemas de Yeats. Lo he sentido en Dresde, al que se refiere en una elegía cuando dice que Augusto el Fuerte, el rey de Sajonia partía un plato de estaño igual que los ángeles nos partirían a nosotros. Lo he recordado en Viena donde vivió las angustias de la Primera Guerra Mundial metido en un trabajo rutinario de burócrata que en todo caso le sirvió para tratar a Georg Trakl y a Stefan Zweig. Lo he sentido en El Cairo delante de la Esfinge que según él en la Novena Elegía conecta a los hombres con las estrellas : “Y contemplar atónitos la testa coronada que para siempre,/ en silencio , tiene puesta la faz de los hombres/ sobre la balanza de las estrellas”. Y estuve con él en Karnak donde vio la columna que indica “la superabundancia de nuestra existencia” y en el Valle de los Reyes que le inspiró el País de las Quejas donde la Queja Antigua guía a la Queja recién llegada para sentir el gozo supremo a través del lamento.

       He palpitado con él en Capri mientras recorría las villas que se extendían en la calle alargada por el monte mirando las calas misteriosas y el golfo de Nápoles. Estuve en el castillo de Duino donde un mes de enero mientras bajaba hacia el Adriático escuchó el primero verso de las Elegías: “¿Quién si yo gritara me oiría desde los coros de los ángeles?” y abrió la puerta para una obra que convirtió el universo entero en un patio interior repleto de libertad. Y me fui de muchacho veinte días a Toledo solo porque allí había vivido Rilke y quise conocer la “ciudad del cielo y de la tierra” y muchos años después me acerqué con Consuelo a la iglesia de Santa Lucía donde él encontró la intimidad más inefable. Y entré en Ronda en su antigua habitación del hotel Reina Victoria donde guardan unos pocos libros y les sugerí muchos otros y medité en el jardín profundamente delante de su estatua de mirada sutil. Y estuve como él en la casa de Tolstoi en Moscú donde quiso aprender el misticismo apasionado de los rusos y en el Kremlin donde vivió la Pascua increíble de 1898 : “Para mí fue Pascua una sola vez” .

     Y entré en el Palace de Madrid, donde él se refugió unos días del estrépito de una ciudad que le parecería anodina si en el Prado no hubiera tantas obras de El Greco. Y en París di tantas vueltas poniendo mis pasos sobre sus pasos, en la rue Campagne Première, en la rue Cosette, en el parque Luxemburgo donde admiró los tiovivos y vivió tantas meditaciones, en el Museo de Cluny donde el tapiz de La dama y el unicornio que le encantó a él me encantó apasionadamente después a mí, y en el Hotel Biron donde vivía con Rodin y veía bailar al amanecer a Isadora Duncan. Y estuve en Brujas donde él había caminado como un fantasma fervoroso, en esa ciudad que es como un bordado o como un poema suyo (“¿No había desaparecido esta ciudad? Ahora ves como/ queda viva y vivible en lo transpuesto”) . Y en Berlín, donde él pasó unos años tan creativos junto a Lou Andreas Salomé, cuando concibió a los ángeles y escribió Para festejarme y el Libro de horas, aunque no me decidí a bajar a su casa de Wilmersdorf, ni a la de Lou que él compartió en Schmargendorf, pero seguramente él miró como yo (mejor que yo, antes de las guerras mundiales) el puente del Palacio reflejado en las aguas del Spree. Y estuve en Múnich donde él se abrió a la creatividad desenfrenada en la estela de Nietzsche siguiendo las incitaciones de Jakob Wasserman, y me tiré en el Jardín Inglés junto al cual él tenía su apartamento mágico (cuando yo fui todos se tiraban desnudos en aquel parque, en la época de Rilke no creo que lo hicieran aunque lo desearan).

Antonio Costa Gómez

     Y en Venecia seguí su rastro en la casa que daba al canal de la Giudecca y que no tenía ni una triste placa, donde lo invitó la hermosa Mimi Romanelli, de la que acabó escapando para dedicarse a su obra, y en Santa María Formosa, esa plaza secreta, con una cabeza terrible como sus miedos, que aparece en la Primera Elegía ( “O se me presentaba sublime una inscripción/ como hace poco la lápida en Santa María Formosa”), Venecia tan disuelta y al borde de la invisibilidad apasionada como sus poemas. Y después de mucho soñarlo estuve en el castillo de Muzot, cerca de Sierre, donde culminó las Elegías que culminan la poesía moderna, y escribió sin pensarlo los Sonetos a Orfeo, que cantan al dios del secreto y la música. Y vi el Museo Rilke en Sierre y me regalaron obras suyas porque supieron todo mi fervor. Y cogí un tren y me fui a la aldea de Raron, donde, en una iglesia en lo alto de una colina con vistas fantásticas, él pidió ser enterrado, y allí medité de mil maneras su epitafio : “Rosa, oh contradicción pura, voluptuosidad / de no ser sueño de nadie/ bajo miles de párpados”. Y tuve todas las transformaciones de la identificación y de la nostalgia y de la melancolía y del destino y del descubrimiento infinito del mundo. Pero también estuve en Chartres cuyo Ángel del meridiano brillaba deslumbrado al llegar la noche en las Nuevas Poesías. Y estuve incluso en los lugares que él solo visitó con el pensamiento, como Isfahan, y mirando desde una terraza la filigrana deliciosa en las arquerías que rodean la plaza me acordé de los Sonetos a Orfeo: “Canta tú los jardines, corazón, que no has visto;/ como un cristal vertidos, claros, inalcanzables./ Canta el agua y las rosas de Isfahan y de Shiraz” .

      Y estuve en Copenhague, a donde él se desplazó por amor a su admiradísimo Jens Peter Jacobsen (y siguiendo su pasión yo leí en la biblioteca de Lugo los libros de Jacobsen, Maria Grube, Niels Lyne, mientras escuchaba unos surtidores que ya no existen, y en toda mi vida solo los he visto en esa biblioteca). Y cuando iba en coche a Noruega pasé al lado de Fladie, en los bosques del sur de Suecia, donde él pasó una temporada cuando soñaba , siguiendo a Maeterlinck, con los silencios mágicos del Norte: “Bajo árboles iguales que en Durero,/ lo que supera todas las medidas/ solo quiere lo Uno, y crece, y calla” (Nuevas poesías). Solo me falta Worpswede, cerca de Bremen, donde estaba una colonia de pintores, y vivió un amor secreto con Paula Becker que pintó el cuadro más revelador y más profundo de Rilke. Y Túnez, donde ahora los Matarifes consideran que todo lo que está vivo es pecado. Y poco más. He perseguido a Rilke por todas partes intentando sentir el mismo asombro profundo que él, intentando transmutar del mismo modo las cosas, intentando como él que al vivir tan intensamente la tierra ésta se vuelva invisible y suprema.

ANTONIO COSTA GÓMEZ, ESCRITOR

FOTO:  CONSUELO DE ARCO

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