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José Sarria
Paseando por el Zoco Chico
Sergio Barce
Generación Bibliocafé, 2014
El escritor es el único ser que llega a alcanzar la conciencia de haber sido expulsado del Paraíso. Es capaz de ver -más que de mirar- que nuestro destino es un desarraigo, una “excursión hacia la muerte” (al decir de Benedetti) que tiene su inicio con el exilio del Edén. El poeta chileno Nicanor Parra lo describió magistralmente en su poema Advertencia al lector: “El cielo se está cayendo a pedazos”. Desde esa posición, todo creador pretende establecer un nuevo orden, su personal cosmogonía, mitificación de una armonía que ha de regir, a partir de ese instante, su mundo propio.
Dice la Sagrada Escritura que Dios necesitó de seis días y sus seis noches para fundar su universo: la bóveda celeste, los océanos, las semillas y árboles según su especie, los seres vivientes de la tierra y los mares y, al fin, el hombre a su imagen y semejanza. Nuestro escritor, Sergio Barce, que no posee la omnipotencia del Todopoderoso, se ha entregado –por imitación al Hacedor- al trabajo hercúleo de reconstruir su particular orbe, desde el vigor y la resistencia de los héroes y los titanes.
Sergio, nació en la ciudad norteafricana de Larache, en el año 1961, y como otras familias españolas que vivían en la zona del Protectorado español de Marruecos, la suya se ve obligada a abandonar la que durante décadas había sido su casa, su tierra. Esta “expulsión” del Jardín de las Hespérides, de su particular Paraíso, va a significar para el escritor la imperiosa necesidad de volver a crear su mundo, de volver a restablecer el orden perdido. Y a esa tarea se encomienda durante, no seis días, sino quince largos e intensos años para ofrecernos, hoy, este su nuevo universo, la recreación de su personal Edén, a través de treinta relatos que reconstruyen, con la paciencia infinita de un taxidermista, desde el caos de los recuerdos, desde las cenizas del olvido, una ciudad elísea en donde conviven Mina, la negra, esa que “tenía una piel tersa, oscura, heredada de sus antepasados que vinieron de más allá de Chinguetti y aún más allá de Tombuctú”, sus padres paseando con el carabina de Mohamed Sibari, Luisito Velasco, Javier Lobo, Lotfi Barrada, César Fernández o Pablo Serrano: el escuadrón de la muerte que recorría libremente las calles de Larache al llegar el mes sagrado del Ramadán o el carrillo del señor Brital, apostado a la puerta del Cine Ideal, codiciado tesoro del que afloraban las garrapiñadas en cartuchos de papel estraza. Brital nunca visitó la sala de cines, pero al igual que Sergio Barce había “visto otros mundos a través de los ojos de los niños”.
Sergio se convirtió en el “moro” (así lo bautizó “El Pichi”, hermano marista de su primer colegio malagueño), en el proscrito que cruza el Estrecho con su familia en aquel Renault 10 amarillo, cargado del miedo a la frontera, tras el abandono de la “ciudad de oro”, Larache, Al-Arà´is, el jardín de las Flores, espacio mitificado y edénico, cuya luz hace que “quedes atado de por vida”: el Balcón del Atlántico, “la aventura que suponía cruzar en barca la desembocadura del río –Lucus-, percibir el olor a pescado y a especias que bajaba de las escalinatas del Mercado Central”, “el té con flor de azahar que tomaba bajo la sombra del Castillo de las Cigüeñas”, los dulces de chuparquía, las lágrimas de Abdellazziz Hakhdar –quien sembró en Sergio el espíritu del hannan- o la dulce melodía de Mamy Blue que sonaba diferente en los labios de Fatimita.
A lo largo del destierro Sergio Barce dejó de ser “el rubio” para transmutarse en un magnífico novelista: la mano creadora de un querubín que iba a desafiar el destino del exilio de los dioses. En el año 2000 publicará su primera novela, “En el Jardín de las Hespérides”, en 2004 vio la luz su segundo libro, en esta ocasión una colección de relatos, “Últimas noticias de Larache y otros cuentos”, en 2006 su novela “Sombras en sepia”, en 2011 se edita “Una sirena se ahogó en Larache” y en julio de 2013 ve la luz su quinto libro, la novela “El libro de las palabras robadas”.
Ha sido Primer Premio de Narrativa de la Universidad de Málaga, con el cuento “El profesor, la vecina y el globo de plástico”, ganador del Primer Premio de Novela Tres Culturas de Murcia con “Sombras en sepia” y Finalista del Premio de la Crítica de Andalucía con “Una sirena se ahogó en Larache”.
Pero Sergio precisa de continuar su ciclópea obra, la de consumar la edificación de su particular universo. Por ello, finalmente, en el presente año nos hace entrega del texto que nos convoca, “Paseando por el Zoco Chico, larachensemente”.
Un libro que sintetiza, a la perfección, el verso del poeta granadino Fernando Valverde: “Podéis mirar el mundo –o mi mundo- a través de mi llanto”. Sergio ha cerrado el círculo, el lugar en el que se concita el dolor humano de los expulsados, desde la recreación de la narrativa del recuerdo y del naufragio por lo que contemplan sus ojos, optando por construir, desde un acendrado intimismo, un texto épico, heroico y solidario en el que todos los recuerdos, la experiencia vivida y el acontecer del pasado se engarzan como un magma lírico para constituir al relato, desde la memoria universalizada, no como fragmento de la vida del autor, antes bien como realidad transfigurada. La historia deja de ser un simple acta notarial, mera crónica autobiográfica, para evolucionar con el recurso de la memoria, de donde van emergiendo y resucitando personajes, recuerdos, imágenes, experiencias, el abuelo Manuel y la abuela Salud, la nueva casa de la Unión Bancaria Hispano Marroquí, el bazar de El Hachmi Yebari, las arquerías y cafetines de la antigua Plaza de España, el guerrab a la entrada del Zoco Chico o el poster de Eddy Merckx escalando la montaña, enfundado en su maillot amarillo, que presidía la tienda de bicicletas del señor Yasim.
Escribía Jaroslav Seifert que “recordar es la única manera de detener el tiempo”. Sergio Barce posee el talento de contar las experiencias para hacer posible el conjuro del milagro creativo: la inmortalidad de los personajes y los espacios desde el instante en que nuestro autor logra universalizar a los protagonistas, a los lugares vividos y convertirlos en nosotros mismos, hacer posible que nos identifiquemos con ellos de tal manera que nos llevan, también, a nuestros recuerdos, y nos sanan, y nos redimen, y nos salvan. Sergio ha detenido el tiempo, rescatando del salón del olvido a todos aquellos que conformaron su infancia y su adolescencia para hacerlos inmarcesibles.
El mundo, su mundo, ha sido creado, concluido y “esta tarde solo hay tiempo para caminar, solo hay tiempo para dejarse llevar, no hay destino, no hay prisas; la Medina de Larache te arropa, tranquila, amablemente, y vuelves a ver otro espectro que te saluda con la mano y te sonríe, igual que hacía tu abuelo cuando te esperaba en la calle Real, otra vez en la calle Real, con todos ellos…”. La abuela Salud ya se ha marchado, y los padres, y Sibari. Pero siguen junto al Balcón del Atlántico, por siempre, contemplando el azul oceánico, respirando la brisa de un mar que les pertenece. “El Café Central de la Plaza de la Liberación sigue cerrado. Ya no hay mesas alrededor de su fachada. Tampoco hay voces pidiendo a Hamid té, café o una botella de agua Sidi Alí. Ya no hay nadie que pida permiso para sentarse al lado de Sibari, ni de ninguno de los parroquianos habituales”. A pesar de ello, hoy han vuelto. Sergio los ha convocado y al conjuro del dios rebelde van tomando asiento y ocupando los espacios, las calles, las plazas. Incluso hay quien afirma que la señora que caminaba delante de todos ellos, puntual, cada tarde, altiva, orgullosa, con una chilaba negra ceñida, los ojos inmensos enmarcados con el khol y de labios afrutados: una diosa, una estrella caída del cielo, como la llamaban Abderrahman Lanjri, Tribak, Kasmi o Yebari, se ha convertido en un ángel, en una musa que sigue paseando su hermosura ante tan ilustre concurrencia, gracias a la mano vivificadora de Barce.
En Larache han resucitado los recuerdos de Sergio Barce. Allí queda “una silla junto al portal del edificio del Café Central. Una silla abandonada que nadie ocupará jamás”. Pero existen, junto a los vacíos, los sueños del novelista, su mundo, la antorcha que mantiene vivos lugares y personajes, un Paraíso que los rescata hoy y siempre y los hace eternos e inmortales. Larache es la nueva Jerusalén en donde sigue esperando el poster de Eddy Merckx, la “sonrisa endiamantada” de su madre, un cuscús recién cocinado por Mina o las películas francesas del Cine Ideal, en una ciudad de oro a la que “quedas atado de por vida”.
“Y ahora -siguiendo la hospitalaria invitación del señor Beniflah-, todos los que quieran pasar, que entren. Todos los que deseen comer, que pasen”.
Este es el mundo que Sergio Barce ha creado para todos, su legado, el testamento que ha construido a lo largo de quince prodigiosos años y que nos entrega como testimonio de resistencia “a través de los ojos del niño que fue”, tal y como le enseñó Brital, el vendedor de chucherías.
Ahora, alcanzado el séptimo día, el creador de mundos, Sergio Barce, toma asiento en alguna de las sillas vacías del Café Central, escucha, larachensemente, las bromas de Sibari y de Akalay y sonríe satisfecho. Saborea un té con flores de azahar, mientras suena de fondo, diferente, angelical, la melodía de Mamy Blue, y vuelve a sonreír porque sabe que su misión ha terminado.