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Mientras el ser humano se obstina en contrariar al tiempo, la obra de arte nacida de la pérdida y su nostalgia, se erige en resistencia ante aquél y culmina la celebración de la vida.
Definir el tiempo y, con él, lo que somos. El arte nos conduce por la huella de aquéllos que nos precedieron en la perspectiva de un mundo cambiante y, sin embargo, interiorizado en la expresión que define a aquél como rastro y, por consiguiente, como búsqueda: la obra de arte no rivaliza con la decadencia. Es tiempo detenido. Sin vencimiento. Nos es cercano el lugar de abrigo que contiene su esencia. La creación artística mide nuestra pequeñez dormida en brazos de gigante. ¿Dónde reposa el sueño de los seres humanos? Tal vez en los labios que los describen, los ojos que los contemplan, e, incluso, las manos que los tocan. Materia viva que se renueva en cada palabra, mirada y tacto. Paul Klee advierte que ”El arte no reproduce lo visible. Lo hace visible”. Y mientras tanto, el tiempo y la sensación onírica a la que nos arrastra sin remisión. “La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”. Jorge Luis Borges nos despierta. El libro se cierra como se entornan los párpados ausentes de vida. Su historia se contó en los ojos que, expectantes, mantuvieron la luz hasta el instante de fenecer. Otros se abrirán para releer, para retener, para refrenar lo inevitable. Y así el rosario de lectores que, como un ejército de la memoria en rebeldía, se mantiene alerta para entreabrir páginas ajadas y usadas por manos y miradas intemporales, anónimas.
Y te columpias ojos adentro / inundando de paisajes la ceguera. Revolotea angustiosamente el insecto alrededor de la bombilla pretendiendo atravesar su cuerpo cristalino para alcanzar la luz deseada. Daniel Faria no vivió para nombrar la reciedumbre de su poesía, pero logró con una brevísima obra hender las sombras de su temprana muerte. La balsa de piedra, como calificaría José Saramago a la Península Ibérica en la novela del mismo nombre, desprendida del continente europeo navega a la deriva, y la palabra que une el río Guadiana, fluye desconocida y desamparada. Qué hermosa habla lusa tan ausente y tan cercana de la española, de la andaluza, de la gallega. Qué bello delirio degustar su acento de agua fresca, de apaciguada punta de miel que se desliza por la garganta y cuya dulzura tiñe de claridad el silencio de las palabras. Tiemblan si se las descorazona –las palabras-, si se las desnuda con el apremio del tacto impaciente antes que con la lentitud de lo advertido por azar. Quedamos ensimismados en la belleza imprevista que destilan y silencian para regusto íntimo y suplica bienintencionada. Preferimos contemplarlas sin más. “También los corazones de los hombres arden / beben vino, leche, agua y no apagan el amor”
Pérdida, herida renacida en cada recuerdo. Lo perdido es añorado. El recuerdo demuda la nostalgia y la embriaga de sueños, sólo eso. “¿Dónde estarán aquellos días, la luz de aquellos días?” Pasar dos veces por el corazón y no volver a ser el mismo. La escritura nos descifra el enigma: “Soy delgado, y tan pálido y frágil / que me dejo acuchillar fácilmente. / De vez en cuando bebo / y de mis ojos luego brota el llanto”. El cálamo. Al escribir pasamos dos veces, ida y vuelta, por el camino que comunican al pensamiento y hecho. La escritura son los pasos que hollan aquél. Vamos y venimos. Pensamos y sentimos. Sentimos y pensamos. Y escribimos. “Escribo en los últimos papeles carmesíes de cuantos saqué de la cancillería de la Alhambra. Quizá sea un buen motivo para no escribir más”. Antonio Gala nos regala el alba, y con él el deseo de alzar la belleza efímera del tiempo y apartarla de la codicia de su posesión para ofrecerla al sentimiento que nos obliga a cerrar los ojos, mientras tragamos el volumen de un suspiro como la pleitesía de un cristiano al saborear en la hostia consagrada el cuerpo de su dios.
El tiempo, sepultura viva y abierta a la intemperie. Miramos a su fondo y cada minuto con una paletada de tierra es cubierto para reducir la oquedad, poco a poco. Hasta el último hálito con el que la vida entierre a las palabras, mientras que otros las recuerdan, “Y, cuando nos pregunten lo que hacemos, podemos decir: estamos recordando. Ahí es donde venceremos a la larga. Y, algún día, recordaremos tanto que…excavaremos la mayor sepultura de todos los tiempos”. Ray Bradbury hace arder las palabras a la temperatura Fahrenheit 451, mientras Guy Montag, el bombero rebelde, recita un poema que libera su espíritu. Qué importa adonde vaya el tiempo que pasó, si de su piel está hecha la obra artística. Es decir, de tiempo inmarcesible.
Pedro Luis Ibáñez Lérida