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Oporto, Marzo de 2017.
Te puedes sentar en los bancos inexistentes
del barrio de Ribeira y contar gaviotas.
Deshojarlas hasta que queden imberbes,
y enseñarlas que el pescado va primero a Matosinhos,
donde florecen las parrillas a eso de las ocho
a la caza del nuevo manjar.
¿Qué has aprendido en Oporto?
He visto cómo el sol, en una misma calle
(Rua das flores)
distingue las joyas de las flores
y cómo del brillo que aquel les da
depende el futuro de los minerales y de las abejas.
Pese a que hay dos murallas,
la vieja y la nueva,
en esa misma calle parece haber una línea invisible
que separa la sombra de la luz.
La luz parte irremisible a alumbrar
la mica de los pasos que
como el granito
se endurecen al contactar con las raíces.
Si cruzas el puente podrás salir de la ciudad
y habitar el afuera
y adentrarte por callejuelas adornadas de bodegas.
En ellas se hacen las cubas en las que envejece el vino
para luego mandarlas a que den gusto al whisky
y más tarde al ron.
¿No has aprendido que es una cuestión
de acumular sabores y olores, que lo nuevo nace
pervirtiendo la vejez del odre?
A Oporto habría que volver, antes de que la ciudad
se derrumbe y el río se la trague entera
y sólo queden las grúas, como una jaula sin pájaros
que vestir.
La decadencia es una pausa al hablar, una forma de andar
acompasada con el oleaje que se oye pero no se ve.
Pero también en la parte antigua hallarás la paz
y no oirás nada que te recuerde a la civilización.
Todo en ella es tan simple como los tendederos
entre dos casas repletos de bragas.
Sería una lástima volver a Oporto
con la ciudad ya acabada
y las casas de Ribeira luciendo colores almibarados.
No verla caerse y agotar sus cicatrices…
No ver en ella el síntoma de cada ciudad.
Por GERARDO FERNANDEZ BUSTOS