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Fácil resulta manipular con aviesas intenciones al dúctil cerebro: la publicidad, arengas varias, impactos imperceptibles estudiados por expertos, ambientaciones políticas, religiosas o las descaradas parafernalias de las sectas constituyen ejemplos palpables. Nadie sensato —por ejemplo— puede tener depositada su plena confianza en los hechos históricos, tergiversados a veces con una humilde coma, una palabra interesada o capítulos inventados para gloria de los amantes del poder. Nuestros amos invisibles, encaramados en la cúspide de la pirámide, lo saben: pueden hacer con nosotros lo que quieran, incluso que nos coloquemos una bomba y decidamos estallarla.
Nada nuevo, salvo que cada día la manipulación resulta más sinuosa, incluso poseyendo una concienciación o aprendizaje para resistir. Digo y repito que cuando menos lo esperas hasta portas una carga manipuladora que difundes sin advertirla. Sin ir más lejos, la Unión Europea tiene entre sus principales proyectos de investigación —con más de mil millones de euros— analizar a fondo el cerebro para hacer una simulación en un ordenador; pero no creo que el objetivo posea una exclusiva finalidad científica.
El largo preámbulo viene a colación porque el Ayuntamiento madrileño tras las elecciones municipales colocó en la calle Montalbán varios contenedores llenos de bolsas de documentos triturados. Una práctica habitual, dice, sin carácter excepcional. Cuando una noticia falsa sale en la prensa los autores estarán convencidos de que muchos la creerán, sin plantearse los ingenuos lectores en este burdo caso que los adversarios políticos pronto podrían acceder a intimidades comprometedoras.
Quizá todo radique en la ignorancia que, aunque pueda tener un carácter temporal, cuando persiste pasa a la perpetua estupidez. No solo los partidos políticos —de ahí los numerosos pensadores a su servicio—pervierten el sentido de las palabras como llamar ‘economía de mercado’ al capitalismo, término más preciso y contundente, sino las más insospechadas entidades. Raras veces tenemos serenidad para reflexionar en los mensajes, bañados como estamos la mayoría en prisas que nos ahogan, asfixiados por mil problemas cotidianos, en eufemismos sin cuento o saturados de tantos impactos visuales que nos impulsan a saborear la nada en el mullido sofá. Es en la mencionada tumbona, herramienta de psiquíatras, donde la voluntad enarbola la bandera blanca de la rendición. Por ello —y aunque lo critique a veces con rigor— comprendo a las inmensas masas de ciudadanos atrapados por el fútbol, circo mundial de mercenarios, albergue terapéutico bendecido por cualquier política institucional. Recuerdo las críticas al franquismo por la hartura de fútbol y que ahora queda en pañales por los actuales estrategas sociales.
Poco tiempo me queda para ambicionar deseos, pero no resisto anhelar que cuando llegue a mayor quisiera ser un niño y vivir otra vez el limbo de la irrealidad, la otra faz de lo real, cansado de filosofías estancadas convertidas en dogmas.
Los herejes, en fin, estamos condenados a seguir pedaleando en el discernimiento para no caer sobre el sucio pavimento: un sofocante sistema económico mundial que nos obliga a la obediencia y a la verdad única. No quisiera que se cumpliese taxativamente el «Cuando usted enseña a su hijo, usted también enseña al hijo de su hijo». Porque el respeto a la individualidad —ya situados en órbita nuestros descendientes como seres irrepetibles— es fermento de libertad para evitar que la manipulación quede perpetuada con sanguíneos eslabones.