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No leen el “Ulises”, leen bestsellers
Es como si no pasara nada. La gente no se entera. Se cumplen cien años. El Ulises fue una fiesta de la literatura. Joyce rompió todos los moldes, todas las convenciones. Fue una liberación literaria. Puso en sus libros con libertad procedimientos variados, puso sugerencias sin fin, puso la fiesta de las palabras. Puso la búsqueda del navegante mítico en Dublín, ahondó Dublín y toda nuestra vida moderna con la dimensión mítica. Conectó lo más moderno con una tradición vertiginosa y llena de savia.
Pero ¿sirvió de algo? Pasó el Ulises y todo volvió a la inercia de siempre. La gente no aprende nada, no toma el camino. No entra en la fiesta. Los escritores comerciales nos dan material de consumo masivo en los supermercados. Nos atiborran con novelas policiacas, donde un detective con una hija neurótica se enfrenta a sus superiores y lamenta la corrupción. Y las mismas deducciones mecánicas y el motivo y la oportunidad. Y llamarle misterio al acertijo de quién mató a la marquesa. Nos sirven novelas históricas superficiales llenas de cotilleos anodinos. Y solo importa el argumento, no la atmósfera, no el tono, no la revelación humana, no la destilación de las palabras. Con ese criterio “Crimen y castigo” se reduce a “un estudiante mató a una vieja”. Eso es lo que se vende, eso es lo que compran todos los años por Reyes los clientes haciendo colas en las tiendas.
Los críticos siguen con sus fórmulas y mecanismos de siempre. Están imbuidos de reglas, de técnicas, de obligaciones. Un tipo me dijo una vez que no se podía explicar por qué muere alguien al final de un relato. No sé dónde encontró esa regla, en qué reglamento la recogió. Otro crítico en el gran diario canónico hablaba de una novela de ciencia ficción (por clasificarla así) y decía que el autor conoce a la perfección todas las reglas de la ciencia ficción. Estamos como en el siglo XVIII otra vez con las reglas. Las personas poco inteligentes y gregarias necesitan siempre las reglas porque no saben andar solas. Por lo demás, los críticos se burlan de Azorín cuando es el único que toca con sus dedos las obras y las saborea, mientras los críticos les hacen la autopsia.
Y en el mundo académico ¿qué decir? Hay que clasificar las obras con rigidez, en géneros y subgéneros, como se hace con la vida toda. Hay que escribir mamotretos pesados e inútiles de unos académicos para otros académicos, en una esterilidad cerrada sin fin, seguir unos procedimientos rígidamente prefijados, usar un lenguaje muerto e impersonal, poner notas a pie de página, acumular datos y citas. Y diagramas y estructuras. El Ulises, original y lleno de vida, sencillamente genial, se ríe de todo eso, pero los académicos no se enteran y siguen con su rollo. El “Ulises” no sirvió de nada. Para la gente no existe. No aprendieron nada.
Joyce trajo un festín de palabras, rompió todas las convenciones, amplió sin límite los procedimientos. Usó variedad de tonos, la ironía, el lirismo, la metafísica, la parodia de la ciencia y los diccionarios, la burla de los breviarios, el erotismo, el sarcasmo, el deslumbramiento, el hacer alcohol con las palabras. Nos deslumbró totalmente. Desde su aparición parecería que se abren las puertas, que mucho está permitido, que uno bebe sin miedo la literatura. Encontró mejor que nunca el modo literario de las palabras, su desenfado y su hondura. Caminamos con Bloom y Dedalus desde el amanecer en la playa, vamos por todo Dublin viendo de verdad cosas, entramos en las tabernas, filosofamos melancólicamente sobre los muertos, hablamos del nacionalismo o de Shakespeare, inventamos de pasada aventuras extrañas. Evocamos con desenfreno al lado de Molly Bloom en la madrugada todas las vivencias vertiginosas en el tiempo, soltamos la corriente de conciencia sin academicismos ni zarandajas ni reglas de la retórica. Encontramos toda la fuerza y la radicalidad de la Literatura. Celebramos que un editor abierto y en gracia creyera en el libro. Pero es como si no pasara nada.
Antonio Costa Gómez, Escritor
Foto: Consuelo de Arco
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