Mitchell y Monet en la fundación Louis Vuitton
Diálogo visual, artístico y poético entre los dos artistas
Deborah García
Dos fotografías inmensas tanto de Joan Mitchell como de Claude Monet me dan la bienvenida a la fundación de Louis Vuitton. Ambos situados cerca de los árboles que tanto significaron para ellos en aquellos jardines. Monet muere cuando Mitchell nace, o casi, no lo recuerdo bien. Ambos vivirán entregados al paisaje. Observó algunas de las últimas obras de Monet, tan poco impresionistas, absolutamente enloquecidas, quién sabe si por la edad o por la cataratas. Obras llenas de colores fosforitos que ascienden y descienden y se mueven en todas las direcciones posibles. No resulta extraño comprender la fascinación que causó su obra final en los expresionistas abstractos. Mientras camino por la retrospectiva pienso que quizá Monet fuera una vez impresionista, pero que ya jamás le recordaré por eso.
La retrospectiva de Joan Mitchell me permite explorar las etapas fundamentales de su obra que hasta hoy desconocía. Confieso que jamás le he prestado mucha atención. Siempre he estado obsesionada con Helen Frankenthaler, Elaine de Kooning, incluso con Lee Kresner, y ella siempre se mantuvo al margen de mis inclinaciones. Al entrar en las salas dedicadas a su obra presiento que ya nada será igual. Las primeras impresiones de sus cuadros me alucinan. Me encantan sus primeras abstracciones, pintadas a principios de la década de los años cincuenta en Nueva York, los lienzos que realizó durante los años que pasó entre Francia y Estados Unidos. Qué cuadros más grandes me digo, sobre todo los de los años setenta en Vétheuil. Me acerco mucho a ellos. No entenderé jamás por qué la gente permanece tan alejada. Yo me acerco y me alejo, siempre intento ver con todo el cuerpo. Quiero emular a Joan Mitchell (que al parecer hacía eso exactamente cuando estaba en medio de la creación de un cuadro). Jamás entenderé que la gente no vea con todo el cuerpo, que no quieran acercarse, oler la pintura y ver muy cerca el rayajo o ese amarillo que chorrea.
A través de los cuadros de Mitchell comprendo sus viajes (una mujer un poco nómada), un poco de todas partes. Sin embargo, no deja de ser curioso que sus cuadros a través de sus títulos estén tan absolutamente localizados, unidos casi siempre a todos los lugares diferentes en los que vivió: Nueva York, París, La Tour, los lagos de Michigan. Sus últimos cuadros parecen decir que encontró una armonía total. En su obra también emerge la intensa devoción por moverse de un lado a otro. De un rincón del jardín a otro. De un estilo a otro. De una técnica a otra. De la obra de un artista que le obsesiona a otro. Yo me muevo y me muevo como una peonza. Intento captar las claves de la obra de Mitchell. Intento comprender y aprehender su poderoso lenguaje, pero soy consciente de que solo estoy aprendiendo a mirarla. Entre las cosas que más me gustan del corpus de Joan Mitchell podría señalar la forma en la que trabaja la composición, el ritmo, y sobre todo, el extremado equilibrio que rara vez he visto en otros expresionistas abstractos.
Mitchell me lleva hasta Van Gogh en su uso del color. Su forma de proyectar la visión de los girasoles del holandés, en sus propios girasoles, se asemeja a la manera en la que los nenúfares de Monet se convierten en los cuadros de Mitchell en colores que serpentean, manchas moradas azules y verdes. Mitchell emerge poderosa en estos lienzos, no pinta girasoles y nenúfares, sino que pinta su respuesta a esa visión. La mayoría de las personas pintan la naturaleza: ella no, ella pinta rastros. Son restos de memoria de lo que la naturaleza o la contemplación de la misma, le ha dejado. En todos esos lienzos pintados con el espíritu de Van Gogh, en los que se percibe fuerte su impronta, dicen las cartelas que fueron inspirados por la vista de los girasoles que se encontraban sobre la casa que la pintora tenía en Vétheuil: Sunflower VI (1969), evoca la vitalidad de la planta en una torre monumental de amarillos y violetas dorados por el sol; mientras que en Sunflowers (1990-91), pintado casi al final de la vida de Mitchell, gotea bolas azules, verdes y rojas, salpicaduras controladas de amarillos que quizá sugieren una resistencia contra el paso del tiempo.
Su trabajo, pienso ahora, y quizá también lo pensaba en París en diciembre, no lo sé, no es simplemente una impresión de un lugar en el que Mitchell vivió-vio-visitó. Si bien es cierto que Joan pintó a partir de paisajes recordados que llevaba con ella y de sentimientos, también afirmó que nunca podría llegar a reflejar la naturaleza: “Me gusta más pintar lo que (la naturaleza) me deja”. En esta afirmación no solo está hablando sobre la diferencia entre el arte figurativo y el abstracto, también sobre una pintura que trata algo y una pintura que trata sobre algo. Esto tiene mucho más que ver con las respuestas que produce la propia experiencia sensorial. Yo que después de aquello ahora intento escribirlo. Todavía se me eriza la piel al volver al Red Tree, el lienzo donde domina el color rojo. Aún recuerdo cómo la visión de esta obra excepcional se posó en mi mirada como lo haría la pluma de un ave del paraíso que cae lentamente, igual que un copo de nieve sobre un hombro desnudo. Desciende lentamente. El peso justo. En todos los cuadros de Joan Mitchell percibo a una artista que dialoga, y esto es algo que me deja temblando, porque nadie crea en soledad. El diálogo es algo hiperpresente en su obra, y en todos sus lienzos percibo el singular vínculo que su pintura mantuvo con la poesía, con la naturaleza, con la música, y con otros artistas. Su obra es como una buena conversación que no cesa en un patio medio derruido fumando y viendo como la luna surge y sale por encima de las fachadas en la 41 Rue Saint-Bernard.
Mitchell y Monet en la fundación Louis Vuitton