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Por Salomé Guadalupe Ingelmo
Un joven francotirador norteamericano, enviado junto a un compañero al desierto afgano para ejecutar allí a un cabecilla terrorista, nutre dudas sobre su misión ‒por extensión, también sobre la misión de su existencia‒ y decide no disparar contra el blanco, que asiste a una boda. Fracasado el plan, los dos hombres son descubiertos y perseguidos hasta acabar en un terreno minado que pondrá fin a la vida de uno y amenazará seriamente la del superviviente. El francotirador, solo, con un pie sobre un artefacto que podría estallar en cualquier momento, se verá obligado a resistir en esa posición hasta la llegada de ayuda norteamericana, prevista para tres días después. En ese intervalo suspendido en el tiempo, el joven habrá de enfrentarse además de a las amenazas externas, a las ‒mucho más insidiosas‒ que provienen de su propio interior.
Así el protagonista comprenderá finalmente que a lo largo de nuestra vida pisamos muchas minas, y las más cotidianas pueden resultar infinitamente más peligrosas y difíciles de afrontar que las del campo de combate. Por eso algunos se alistan y prefieren combatir guerras ajenas y lejanas; para escapar del compromiso o los recuerdos: de lo que fue y de lo que pudiera ser. En definitiva, para no tener que reflexionar sobre su propia existencia: para dejarse llevar por las circunstancias y no verse obligados a tomar decisiones comprometidas. Porque la acción a menudo aniquila el pensamiento. Pero en la soledad del desierto, como el protagonista descubrirá, queda mucho tiempo para la introspección.
Desde tiempos inmemoriales, el desierto ha ofrecido un lugar idóneo para enfrentarse a los propios demonios. Jesús, al retirarse al desierto ‒según los evangelistas Mateo (Mt 4, 1-11) y Lucas (Lc 4:1-2)‒ durante cuarenta días y cuarenta noches de ayuno, a lo largo de los cuales será tentado por el maligno, constituye un ejemplo paradigmático.
En el ámbito cinematográfico, diría que una de las versiones más interesantes de ese retiro la ofrece La última tentación de Cristo. Curiosamente, encuentro algunas similitudes entre las experiencias que padece el protagonista de Mine y la forma en la que Scorsese narra este episodio concreto de la vida de Jesús. En La última tentación de Cristo, Jesús, por consejo del Bautista, se retira al desierto de Idumea para poder hablar con el dios de Israel y buscar respuestas a sus dudas sobre el camino a tomar. Aunque allí, como le advertirá el profeta, no encontrará únicamente a Dios. Durante la noche Jesús es visitado por una serpiente que dice ser su espíritu y le tienta con la posibilidad de renunciar a su misión y conseguir una familia y una vida normal a cambio, renunciando al sacrificio personal y encontrando el amor en una mujer. Después, de nuevo durante la noche, le visita un león ‒inevitablemente nos recuerda a las bestias que atacan al protagonista de Mine también por las noches, ya sean hienas o perros salvajes, y que pretenden distraerle de su objetivo de mantener el pie sobre la mina‒, que se presenta como su corazón y le acusa de ser ambicioso y orgulloso, y de buscar el protagonismo personal, por lo que le ofrece, para tentarle, el poder terrenal. Por último, Satanás se aparece ante Jesús en forma de lengua de fuego para proponerle una alianza y ofrecerle la manzana del pecado, del que finalmente el hijo de Dios liberará al hombre mediante su sacrificio definitivo.
Efectivamente en el desierto, lejos del ajetreo urbano, los primeros eremitas ‒literalmente “los del desierto”‒ buscaban, en la persistente soledad y el aislamiento, la iluminación.
Allí, conduciendo vidas sencillas, practicando incluso la penitencia y el ayuno, pretendían, mediante la oración y la meditación, cultivar su espiritualidad. Pues el ascetismo había de facilitarles la paz interior y, gracias a ello, la unión mística con Dios.
Este movimiento, que perseguía un vínculo directo e individual con lo divino y evitaba las comunidades, las reglas y el liderazgo, nació a fines del siglo III y arraigó especialmente en los inhóspitos desiertos de Siria y Egipto, destacando el de la Tebaida. Allí los eremitas solían vivir en poco confortables cuevas, aunque un ejemplo de referencia lo ofrece Simón el estilita, que para asegurarse la penitencia y el aislamiento pasó, entre los siglos IV y V, treinta y siete años subido a lo alto de una columna en Siria.
No obstante, la práctica del eremitismo como método para lograr el conocimiento de uno mismo y alcanzar la trascendencia también forma parte de la historia de otras religiones como el hinduismo, el budismo, el sufismo o el taoísmo. Por otro lado, el ayuno prolongado que practicaban los eremitas ha sido empleado desde antiguo por otras religiones como procedimiento para obtener visiones y lograr un viaje espiritual.
A ese viaje iniciático hacen referencia las alucinaciones que padece el protagonista de Mine, producto de la deshidratación, la insolación y el agotamiento físico. Si bien la película también alude al viaje iniciático proporcionado, en el chamanismo, por el uso de drogas específicas que facilitan las visiones y el contacto con el mundo de los espíritus. Así, el brebaje que el bereber, su guía espiritual ‒papel que en el chamanismo desempeña un espíritu guía que adopta la forma de animal tótem‒, ofrece al francotirador de Mine, libera el recuerdo reprimido, la verdad que el personaje no quiere reconocer.
Es ese misterioso y original bereber, cuya sencilla sabiduría e infantil candidez recuerdan inmediatamente, también por su exquisito humor, al pequeño príncipe de Saint-Exupéry, quien finalmente salva al protagonista de algo peor que la muerte: de ser perpetuamente esclavo de sus temores. Como el inolvidable personaje del francés, le salva de la soledad y el rechazo al compromiso. Con sus comentarios sorprendentes le “domestica” ‒igual que el pequeño príncipe al desconfiado zorro‒ cuando parece ya un caso perdido. Porque en realidad el francotirador teme entregarse del todo, teme arruinar la relación con la mujer que ama y por eso escoge el dolor y ‒la seguridad de‒ la ausencia.
No obstante ese bereber, exista o no, también salva al joven de la deshidratación, como en su día hizo el beduino que rescató al propio Saint-Exupéry tras su accidente en el desierto egipcio en 1935, y al que el francés dedicó estas palabras en Tierra de hombres: “En cuanto a ti que nos salvas, beduino de Libia, te borrarás sin embargo para siempre de mi memoria. No me acordaré nunca de tu rostro. Tú eres ya el Hombre y te me aparecerás con la cara de todos los hombres a la vez. Nunca fijaste la mirada para examinarnos, y sin embargo nos reconociste. Eres el hermano bien amado. Y a mi vez yo te reconoceré en todos los hombres. Te me apareces bañado de nobleza y benevolencia, gran señor que posee el privilegio de dar de beber. Todos mis amigos, todos mis enemigos, en ti marchan hacia mí y no tengo ya un solo enemigo en el mundo”.
Lo cierto es que, si tenemos es cuenta que el pueblo bereber se extiende por buena parte del territorio norteafricano ‒desde el océano Atlántico hasta la frontera entre Egipto y Libia, y desde la costa del mar Mediterráneo hasta Níger, Malí y Burkina Faso, siendo su presencia abundante en el Alto y Medio Atlas marroquí y argelino‒, ese sabio bereber que deambula por el desierto afgano parece tener pocas posibilidades de ser real, y se diría más bien un alter ego del protagonista, una manifestación de la parte más lúcida de su mente que, en circunstancias límite, se proyecta en forma de alucinación para aconsejarle. Para, en definitiva, dar por fin expresión verbal a todos los demonios que atormentan al joven desde la infancia.
Y es que el protagonista porta un peso terrible sobre sus espaldas, un secreto que no se atreve a compartir con nadie y que ni siquiera quiere reconocer ante sí mismo. El joven, hijo de maltratador, teme seguir el ejemplo de su padre y convertirse en un violento en el ámbito familiar.
El bereber y su hija, fallecida a causa de una bomba, se convierten en sus maestros. Ellos le hacen comprender que vivir implica correr riesgos. Hay que estar dispuesto a afrontarlos y seguir adelante. De lo contrario, sencillamente se vegeta.
Y es que a veces no avanzamos sólo porque nos convencemos de que no podemos. Porque continuar estáticos en el mismo lugar, en realidad, resulta mucho más sencillo. Más cómodo incluso si supone permanecer en la misma posición, bajo el sol del desierto, durante tres días. Porque el lastre del pasado nos pesa demasiado en la mochila y creemos que ya nunca podremos deshacernos de ese peso muerto, que inevitablemente estamos marcados de por vida. Que esas experiencias determinarán nuestra existencia para siempre.
Es el miedo el que nos paraliza, el que nos hace esclavos. Y el miedo vive siempre en nuestra cabeza, alimentándose de nuestras inseguridades. Y es tan poderoso que, a pesar de las penurias, las inclemencias del tiempo y las alucinaciones, logra mantener a un hombre en pié, presa del pánico, en medio del desierto durante días enteros, pisando con su bota lo que cree una mina letal, su pasaje hacia la muerte, y que en realidad quizá sea otra cosa: puede que su tabla de salvación y la oportunidad de un nuevo comienzo, de dejar de huir y de parase a reflexionar.
En consecuencia, para ganar hay que estar dispuesto a apostar por uno mismo, a arriesgarse. Porque quizá entonces descubramos que la vida nos tenía presos con un farol, y lo que creíamos una mina no era más que una lata de metal. Una lata de metal con un soldadito de plomo dentro que nos revela nuestro verdadero yo, el que llevamos escondido en nuestro interior; las motivaciones por las que nos convertimos en lo que somos. Esas que normalmente no queremos reconocer ni ante nosotros mismos. Así, el desconcertante descubrimiento del soldado escondido en la lata revela que, finalmente, el protagonista está preparado para admitir quién es realmente él y por qué se hizo soldado.
Y es que uno ha de aprender a hacer las paces consigo mismo para poder continuar viviendo. Por eso, la reconciliación del protagonista con su padre en medio del desierto, durante otra alucinación, resulta tan significativa, pues representa la aceptación de su pasado y su presente por parte del joven. En el fondo está donde se encuentra por miedo a arruinar la relación que realmente le importa, la más peligrosa del las minas a las que puede enfrentarse, la que ha de merecerle mayor respeto. Finalmente, como revela la última escena, después de la experiencia traumática, lo ha comprendido.
Como en el caso de Locke, dirigida por Steven Knight y donde un único protagonista soporta el peso de toda la narración, los directores Fabio Guaglione y Fabio Resinaro enfrentan a su personaje consigo mismo, con dilemas vitales que cambiarán definitivamente el rumbo de su existencia.
Mine es, se comprobará, una película llena de referencias y referentes literarios y culturales que, a pesar de resultar amena y a ratos incluso intrigante, no tiene por objetivo la acción sino la meditación.
Quizá por ello una parte de la crítica, probablemente aquella que se empeña en catalogar la película en el género bélico, la tachan de estática. Y es que Mine, en contra de las apariencias y a pesar de su escenario, no es en realidad una película bélica. O al menos no es una película bélica al uso. Y desde luego no es, en absoluto, una película de acción. Por ese motivo tampoco presta atención a los efectos de la guerra en la sociedad devastada por el conflicto armado ‒otra razón por la cual se la ha criticado, considerándola insensible‒; únicamente importa la lucha interior que sufre el individuo en realidad ajeno a esa guerra aunque inmerso circunstancialmente en ella: el dilema de quien intenta desengancharse de la dependencia que genera la vida militar del frente en quien teme enfrentarse a la vida familiar de la retaguardia, en quien pretende acallar las voces de su conciencia mediante el agotamiento físico y el sonido de las balas.
Mine es, ante todo, una película sobre las experiencias que nos moldean y las motivaciones que nos conducen hasta donde estamos. Esencialmente, una invitación a perder el miedo y mirarnos directamente al espejo. A no dar la batalla por perdida; a cambiar en cualquier momento el rumbo de nuestra vida cuando no estamos orgullosos ni satisfechos con ella.
Ficha técnica
Título original: Mine
Año: 2016
Duración: 111 min.
País: Estados Unidos Estados Unidos
Director: Fabio Guaglione, Fabio Resinaro
Guion: Fabio Guaglione, Fabio Resinaro
Música: Luca Balboni
Fotografía: Sergi Vilanova
Reparto: Armie Hammer, Tom Cullen, Clint Dyer, Annabelle Wallis, Juliet Aubrey, Geoff Bell, Luka Peros
Productora: Coproducción USA-Italia-España; The Safran Company / MiBAC / Roxbury
Género: Drama. Thriller. Bélico.