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Miguel Hernández, universalidad y conciencia retadoramente humanas
Necia decisión la del consistorio de la ciudad de Madrid, al sustraer los versos de Miguel Hernández del memorial de las víctimas de la Guerra Civil del cementerio de la Almudena.
PORQUE SOY COMO EL ÁRBOL TALADO. Con los ojos abiertos lo enterraron. Como un árbol que extiende su enramada al cielo y se descubre íntimo en el paisaje de la ausencia infinita. El 28 de marzo de 1942 Miguel Hernández fallecía en el Reformatorio de Adultos de Alicante, cubierto de llagas. La pena de muerte le fue conmutada por la de 30 años por mor de sus amigos. Amigos celebrados en la poesía del mal llamado bando nacional que intercedieron milagrosamente. Pendulaba la sombra del asesinato de Federico García Lorca. El recuerdo era zarpa de tigre arañando la memoria ensangrentada. La pus le ardía y horadaba desde dentro. Fimia pulmonar rezaba en el informe oficial del deceso. Su esposa, Josefina Manresa, recogió las pertenencias de su esposo difunto: “Un mono, dos camisetas, un jersey, una camisa, un calzoncillo, una correa, dos fundas de almohada, una toalla, una servilleta, dos pañuelos, un par de calcetines, una manta, una cazuela y un bote”. En la diligente y macabra mecánica administrativa no había lugar a dudas para el ordenado y pulcro desmerecimiento en las condolencias, “Pase a desinfección, y desde allí a Almacenes de Administración”.
QUE RETOÑO. Tocón uncido a la raíz y su quehacer laborioso en lo profundo de la tierra, que exhuma las sepulturas y las cunetas de todo signo y con ellas el grito que eriza al contrito silencio. Así su palabra que se desentiende de usuras y miserias. Alentadora siempre del porvenir, enroscada en lo fieramente humano y bello, en lo mundano y cercano, en lo desamparado y huérfano. Reminiscencias de aquel a quien llamó El Gran Cóndor de América. Esa ferviente desazón de sus Poemas humanos “Me viene, hay días, una gana ubérrima, política, / de querer, de besar al cariño en sus dos rostros, / y me viene de lejos un querer / demostrativo, otro querer amar, de grado o fuerza, / al que me odia, al que rasga su papel, al muchachito, / a la que llora por el que lloraba (…)”. Y así César Vallejo, embrión de una insistente y terca necesidad de ser póstumo como el autor de El hombre que acecha. Y su fe inquebrantable en la valerosa palabra que germina en su resonancia poética: disentir de lo evidente para abundar en la militancia de valores exudados en la entrega generosa y comprometida.
PORQUE AÚN TENGO LA VIDA. Y el verso prendido en los labios que renace en cada lectura postrera de ahora y siempre. Y ese decir de batiente ser humano que expresa la lección de vida y compromiso, que en El herido enuncia con inasible propósito. Más allá de la muerte. Más acá del sufrimiento. En el centro mismo de la conciencia y la humanidad titila su mirar transparente. Aún más desde las 5,30 de aquel día en su indolente manuscrito de luctuosa certificación, “Significo a Vd. que el haber salido el cadáver con los ojos abiertos ha sido debido a no poder cerrárselos por medios naturales (…)”. Y continúa en aquellos versos apremiantes y tristísimos de Vicente Aleixandre “(…) cuerpo tú solo, / inmenso, / único hoy en la Tierra, / que contigo apretado por los soles escapa”, como queriendo verlo amanecer desde su soledad de muerto que resucita y anda. Vida que se eleva inasible a la soberbia del poder y su vana pretensión de silenciar el canto del poeta. Vida que se desprende de la mortaja con la que desean cubrir sus versos de esperanza. Vida apasionada en el territorio promisorio de un mundo nuevo forjado con el pensamiento del corazón.
Pedro Luis Ibáñez Lérida