Mientras dure la guerra: De aquellos polvos…

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Salome Guadalupe Ingelmo
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Mientras dure la guerra: De aquellos polvos…

Por Salomé Guadalupe Ingelmo

Decepcionado por la República y tras haber declarado públicamente su simpatía hacia los militares sublevados, de quienes espera que actúen como garantes del orden, como defensores de los derechos y libertades —limitándose a deponer un gobierno que considera fallido, pero respetando el sistema político establecido—, Unamuno, extremadamente crítico con Azaña, es destituido de su cargo como rector en la Universidad de Salamanca.

La situación cambia radicalmente para el pensador caído en desgracia cuando los golpistas toman la ciudad y nombran al sabio, de cuya reputación pretenden beneficiarse, rector vitalicio. La manzana, naturalmente, está envenenada, pues su posición exige también la redacción periódica de informes sobre quienes habrán de ser “depurados”.

Unamuno, que inicialmente se niega a reconocer la naturaleza fascista del nuevo régimen, se verá forzado a admitir la cruda realidad cuando las detenciones arbitrarias e ilegales que comienzan a hacerse habituales le cuesten la vida también a sus dos grandes amigos y compañeros de tertulia, Atilano Coco —pastor de la Iglesia evangélica— y Salvador Vila —discípulo del filósofo, arabista y rector interino de la Universidad de Granada—, acusados de pertenencia a la masonería y a los movimientos de izquierdas respectivamente, y ejecutados sin juicio previo.

En efecto, este trágico punto de inflexión propicia la definitiva toma de conciencia sobre las circunstancias reales por las que está pasando el país, como de alguna forma vaticinan, ante la aparente indiferencia del sabio, las palabras de la mujer del alcalde de Salamanca —y catedrático de Anatomía—, Castro Prieto Carrasco, asesinado también en aquellos funestos días: “ya veríamos si el detenido fuese alguien de su familia”. Una advertencia en la que atisbamos ecos del poema Primero vinieron, extraído de un discurso escrito por el pastor luterano Martin Niemöller, que denuncia la cobardía de los intelectuales alemanes tras el ascenso del nazismo —en el que, curiosamente, como Unamuno con los sublevados, quizá debido a su notorio anticomunismo, había puesto sus esperanzas; si bien posteriormente Hitler lo desencantó y su actividad contra el régimen propició su arresto y confinamiento en campos de concentración, como Dachau, a los que logró sobrevivir—. Porque, ciertamente, lejos de la prudencia que brinda la imparcialidad, cada uno suele ver y contar la guerra según le fue en ella.

Al final de sus días, ya anciano y enfermo, con la carta desesperada de la viuda de Atilano aún en el bolsillo, sobre cuyo reverso garabateará el borrador de su famoso discurso en el paraninfo universitario, el profesor, tachado de traidor por el bando republicano y bajo sospecha por su imprevisibilidad y su pasado socialista entre el bando nacionalista —especialmente en el caso de un resentido Millán-Astray, incapaz de olvidar las declaraciones del filósofo contra la Legión—, habrá de librar el combate de conciencia más duro de toda su vida: mantener un silencio cómplice con los verdugos o, como siempre hizo, aun a sabiendas de que seguramente ocasionará su ruina, tomar partido públicamente por lo que considera la justicia.

Porque, lejos de una película sobre la Guerra Civil —o más bien “incivil”, como la definiría el propio Unamuno— al uso, la última cinta de Amenábar se revela ante todo una reflexión sobre la integridad moral y sobre la honestidad intelectual. Sobre el coste que, inevitablemente, ambas tienen. Hablamos, por tanto, en último término, de una reflexión sobre el ejercicio de la valentía, que efectivamente —como el propio Unamuno espeta a Millán-Astray— no siempre se demuestra en los campos de batalla.

Mientras dure la guerra sugiere una conclusión profundamente triste sobre la historia de este país y la naturaleza de nuestra sociedad. Porque entre las muchas deudas que contrajimos con el régimen franquista está también este sistema actual de hacer política, que no deja de ser hijo de una forma bastarda de ver el mundo: todo ha de hacerse por mis santos bemoles, porque la razón se le da —aunque no le pertenezca— a quien la tiene más grande. La pistola, naturalmente. Esta “lógica” de sargento chusquero, más propia de un duelo en O.K. Corral que de un debate entre paisanos en suelo patrio, caló tan hondo durante esos años de terror, sin duda entre los más oscuros de nuestro pasado, que apagó cualquier chispa de luz que el pensamiento hubiese podido alentar. Ni siquiera hoy cabe dialogar y aprender del otro.

Caló tan hondo el miedo a manifestarse públicamente, a dar un parecer, a lo que se solía denominar “significarse”, que todos quisieron pasar desapercibidos. Porque, es cierto, por aquel entonces hasta las paredes tenían oídos. Y fruto de ese miedo cerval siguen siendo conductas actuales que la población asume como naturales, lo que da testimonio de nuestro traumático pasado reciente. Ese, precisamente, que cierto sector de nuestra sociedad insiste en no afrontar para superar viejas tribulaciones definitivamente, argumentando —muy pobremente, como cada vez que se carece de verdadero argumento— que el pasado es mejor no removerlo, y los muertos han de quedarse donde están porque —algunos— merecen un respeto.

Se suele hablar de guerra fratricida cuando nos referimos al 36, pero el cainismo no acabó con la guerra. Sin ir más lejos, hoy en día seguimos asistiendo a un frentismo descarnado: el rival político no es adversario a respetar, sino enemigo digno de ser aniquilado y contra el que todo vale, contra el que se libra una batalla feroz y despiadada, sucia e inmoral incluso. Contra el que se puede esgrimir el insulto y la más vulgar falacia. Porque a él no se le debe reconocer la más evidente razón ni siquiera cuando la tiene. Porque con tal de rebatirlo está justificado incluso retorcer la lógica y la justicia. De la guerra y de aquel abyecto régimen del terror nos queda aún la saña, la mala baba que se destila entre ambos bandos —entre los que se distribuyen todos nuestros partidos políticos—. Aunque a veces forme parte “simplemente” del espectáculo —de mal gusto— destinado a ser lanzado como panes en el circo al público más incondicional, que todo —nutritivo o no— se lo come.

Por cierto, excepcional metáfora de la lucha entre las dos Españas es la discusión en la bucólica campiña a las afueras de Salamanca, mientras la tarde cae, entre Salvador Vila y Unamuno. Una lucha, si bien encendida, únicamente dialéctica y del ingenio: diametralmente opuesta a la representada por Goya en su duelo a garrotazos. La lucha, en definitiva, de una razón contra otra razón; no contra la bestialidad. Un género de enfrentamiento que hoy en día, en pleno siglo XXI, se echa terriblemente de menos.

No, pensar, decididamente, no está de moda. Una vez más, ¡muera la inteligencia! Mejor atiborrar al ciudadano, convertido en telespectador, con productos como Gran Hermano, Sálvame y demás telebasura —ya se la disfrace para revestirla de una presunta autoridad o no, pues en el saco podríamos meter también ciertos programas considerados “serios”—. Mejor mantener al rebaño bien adocenado. No es un fenómeno nuevo, en realidad, aunque en nuestro tiempo la lucha contra el pensamiento se ha vuelto especialmente feroz debido a que el poder dispone de medios jamás imaginados para ejercer su control y difundir su doctrina única, para aleccionar a sus víctimas y hacer que, inconscientes de que son ellas mismas quienes coartan sus libertadas gracias a un discurso aprendido y fielmente reproducido de generación en generación, se conviertan en sus propios carceleros.

No, los hombres y mujeres de pensamiento, los maestros, quienes enseñan a razonar a los demás, quienes forman las mentes y las vuelven libres, nunca estuvieron de moda, jamás gozaron de buena reputación entre las clases privilegiadas. Porque quien detenta el poder no está dispuesto a correr el riesgo de perderlo. Sócrates, Séneca, Hipatia… Cada uno con sus particulares circunstancias, la lista de víctimas es larga. Larga como largo es el reinado del terror de su verdugo. Hoy no nos condenan a muerte como antaño —al menos no en Europa, aunque en buena parte del mundo resisten regímenes para los cuales las ideas de una persona pueden justificar su ejecución—, pero saben perfectamente cómo relegarnos al ostracismo. Ahí tenemos el ejemplo de la tan cacareada primera potencia mundial, la que algunos se empeñan en llamar paraíso de la democracia, dirigida por un impresentable de escaso vocabulario —a nadie más le ha llamado la atención que su único adjetivo para todo sea “bonito”— que persigue públicamente a cualquier medio dispuesto a discrepar o a denunciar sus turbios negocios y discutibles métodos —tanto en el ámbito político como en el económico. No hablemos ya en el afectivo y sexual—. No, no es únicamente España: el mundo, en general, anda muy mal. No corren buenos tiempos para el pensamiento ni para las libertades.

valle de los caidosY es que basta encender el telediario para comprobar que aún no hemos hecho las paces con nuestro pasado, que tristemente sigue siendo en parte nuestro presente. De ahí, sospecho, el hermético y al tiempo elocuente título que Amenábar ha decidido dar a su película: Mientras dure la guerra —que también hace alusión al respaldo que Franco consiguió por parte de las diversas facciones militares sublevadas para ser nombrado jefe del estado, pactado solo mientras durase el enfrentamiento bélico—. Porque, en efecto, la guerra entre bandos y la guerra contra el propio pensamiento —que aún se desearía, por unos y otros, único—, todavía dura. Sin duda, Amenábar ha sabido poner el dedo en la dolorosa llaga. Imposible entender realmente de qué polvos viene estos lodos sin conocer nuestra historia más reciente.

El broche de optimismo lo pone la anécdota de la noche. Tras un pase en apariencia bastante concurrido, pero en el que la edad media del espectador no desciende de los sesenta —en realidad, más bien, los sesenta y muchos o…— muy pocos entramos en la sala para la penúltima sesión. Mientras tomo asiento, observo, en la fila de delante, a tres muchachos de no más de dieciséis años pertrechados con enormes raciones de palomitas. “Sí, estos son nuestros asientos”, confirma la madre de uno de ellos, que los acompaña. “Aunque no creo que vaya a venir nadie más”, vaticina. Y en efecto no anda descaminada. Pero no importa, porque la respuesta de uno de los adolescentes ya nos redime a todos —un solo hombre puede salvar la entera humanidad—: “¡Qué va! Si es un estreno. Y si a uno no le interesa la historia de España, pues por cultura general, aunque sea”. Y yo me digo que aún hay esperanza, aunque muchas veces no lo parezca.

Esa esperanza, lo sabía bien Unamuno, ha de residir precisamente en los jóvenes, como manifestaba, el 29 de septiembre de 1934, en un fragmento de su discurso con motivo de la jubilación como catedrático que me permito reproducir por su evidente pertinencia:

Y ahora, estudiantes míos, tengo que deciros otra cosa. Sería congojoso que os ejercitarais en el abuso de las armas de fuego —o de las llamadas blancas— y que las escondierais en el mondado libro de matute, pero más congojoso será que os dejéis ganar del ejercicio de otras armas peores. Me refiero a las de la calumnia, la injuria, la insidia y el insulto de que tanto empiezan a abusar vuestros mayores. Os están enseñando a calumniar, a injuriar, a insultar a la generación de vuestros padres y abuelos. Os están incitando a despreciarlos. Os están incitando a renegar de los que os dieron vida.

Vosotros, estudiantes españoles, que os ejercitáis en la investigación científica, histórica y social, en la dialéctica —escuela de tolerancia y de comprensión de la concordancia final de las discordancias; de la coincidencia de las oposiciones que dijo el Cusano— vosotros tenéis que enseñar a vuestros padres —a nosotros— que esa marea de insensateces —de injurias, de calumnias, de burlas impías, de sucios estallidos de resentimientos— no es sino el síntoma de una mortal gana de disolución. De disolución nacional, civil y social. Salvadnos de ella, hijos míos. Os lo pide al entrar en los setenta años, en su jubilación, quien ve en horas de visiones revelatorias rojores de sangre y algo peor: livideces de bilis.

Salvadnos jóvenes, verdaderos jóvenes, los que no mancháis las páginas de vuestros libros de estudio ni con sangre ni con bilis.

Pero volviendo en concreto a la película, monumental Karra Elejalde en su papel de anciano pensador que se debate entre el temor a la brutalidad física ejercida por los matones sin escrúpulos del régimen y el valor extraído de sus principios.

No obstante, he de reconocer que son los dos grandes personajes del bando franquista los que más me cautivan. A pesar de mi notorio rechazo hacia la figura de Millán-Astray, Eduard Fernández consigue, con su interpretación, ganarse incluso mi simpatía. Santi Prego, por otro lado, más allá de la lograda caracterización, construye, con un minimalismo interpretativo asombroso, un Franco inquietante que recuerda sobrecogedoramente al original: un individuo callado e indeciso, un “un pobre hombre” —como lo define el propio Unamuno— bajito y de voz ridícula al que su esposa mangonea, y que se diría permanentemente ausente; pero que, sin embargo, goza de un sublime oportunismo y esconde una astucia turbadora, revelada solo cuando confiesa a su hermano que prolongará la guerra a propósito para hacerse imprescindible en su propio bando.

Porque Amenábar podría haberse ganado el favor fácil de sus espectadores, previsiblemente de parte de los republicanos, denigrando o ridiculizando sin más a los sublevados. Sin embargo, el director ofrece una visión muy respetuosa de los mismos.

Tampoco se recurre al efectismo o la sensiblería: a pesar de que no se oculta la brutalidad de la represión, voluntariamente se evitan las escenas violentas. Y aunque por un segundo se observan cadáveres en las cunetas, en ningún momento se asiste a las ejecuciones. En general, la violencia raramente pasa de ser verbal. Sobrecogen la extrema delicadeza y sincera sensibilidad del director, con las que —al menos tras la demoledora Tesis, por cuyo crítico humor negro nutro una especial debilidad— suele abordar cada argumento escogido.

Es de justicia manifestar que, al margen de las soberbias interpretaciones y la excepcional ambientación y fotografía, muy acertada resulta la banda sonora, como todas las que el director ha compuesto para sus anteriores películas.

En resumen, Amenábar ha conseguido rodar una obra compleja y madura que, cosa difícil dado el tema tratado, nunca cae en el maniqueísmo ni el adoctrinamiento. Justo como Unamuno hubiese deseado.

Mientras dure la guerra

Ficha técnica

Año: 2019

Duración: 107 min.

País: España

Dirección: Alejandro Amenábar

Guion: Alejandro Amenábar, Alejandro Hernández

Música: Alejandro Amenábar

Fotografía: Alex Catalán

Reparto: Karra Elejalde, Eduard Fernández, Santi Prego, Patricia López, Inma Cuevas, Nathalie Poza, Luis Bermejo, Mireia Rey, Tito Valverde, Luis Callejo, Luis Zahera, Carlos Serrano-Clark, Ainhoa Santamaría, Itziar Aizpuru, Pep Tosar

Productora: Mod Producciones / Movistar+ / Himenóptero / K&S Films. Distribuida por Buena Vista International

Género: Drama | Guerra Civil

Premios

2019: Festival de San Sebastián: Sección oficial

 

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