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Memoria. Segunda parte. Los abuelos
Dícenme que escribo amargo y agrio, que mis palabras dejan en la piel triste regusto y bien podrían ser más placenteras, que el enfado y la acritud se han apoderado de mi verbo, que aquel grupo literario de ingleses enfadados a la historia ya pasó. Mi vida, sin embargo, no es oscura, me fascina lo que veo desde la ventana de mi mundo y es el Sol quien guía mis amaneceres. Busco siempre la utopía y nunca cejo. A mi edad sigo creyendo en la Justicia y en el Hombre y sueño con un mundo más justo y más humano. Pero, ¿qué queréis? No escribo sobre libros, aves de anchas alas, música o pintura. Escribo para terminar con la estulticia, criticar al poderoso que subyuga a mis iguales y desenmascararlo, hacer saber que sus palabras son falaces, que ocultan intenciones de bastardo; por tanto necesito hablar en plata, y aunque amarga la verdad, quiero echarla por la pluma. ¿No es esto otra forma de utopía? En cualquier caso, pido excusas por palabras tan amargas y me redimo, espero, con mi próximo relato, homenaje agradecido a la generación de mis abuelos. No busquéis en él feroces críticas, sino nostalgia, amor, cariño de quien sabe que vivieron.
He tenido la gran suerte de haber convivido con mis cuatro abuelos hasta pasados los treinta, y más suerte por ser ellos quienes fueron. Desde que nace, en el alma influyen muchas vivencias y personas que tiene cerca o llegan a ella a través de los libros. En mi caso han sido muy influyentes mis padres, por supuesto, y todo lo que ha emanado de mis pueblos, en especial mis abuelos. Hablar con ellos era como abrir la ventana y ver un universo ya extinguido, un pasado que te ayudaba a entender muchas cosas del presente. Sin mi Abuelo Manuel, Galdós no habría sido sino otro autor más. Me enseñó a ver el mundo mi abuelo con sus ojos, esa fuente del saber, manantial de agua serena pero inagotable, y mis hermanos y yo nos extasiábamos escuchándolo echar la vista atrás para traernos sus recuerdos y vivencias. A él le encantaba hablarnos, pues sabía que sus palabras dejaban huella y que nosotros éramos ávidos oyentes. Estoy convencido de que mis hermanos y yo debemos mucho de ese quiénes somos al contacto con esa generación que se fue con el siglo, porque fuimos esponjas y quisimos saber de ellos.
No eran batallitas de antiguo soldado lo que nos contaba mi abuelo. Mis padres y él nos trajeron toda la historia de España, toda la literatura a nuestros pies, y ese código ético de conducta y de juicio que nada tenía que ver con la moral católica al uso. De todos aprendimos, de los ejemplos de sus vidas atravesadas por la garra cruel de una guerra desmedida.
Independientemente de su ideología política, creo que las de esa generación nacida a principios del siglo XX fueron personas sufridas y abnegadas que supieron dar lo que ellos no habían recibido. Les tocó padecer la guerra más injusta, la más cruel de las contiendas, esa que no te permite fiarte del vecino, perdieron a la gente que querían, y, aun así, miraron a la vida frente a frente.
Fueron jóvenes vehementes cargados de ideales, utópicos que querían cambiar el mundo y sabían que su paso por él dejaría huella en la Historia. Concibieron un nuevo sistema de enseñanza en la que la libertad era el motor, quisieron democracia, igualdad y justicia social, y cuando consiguieron ponerse en marcha con la República, la vida empezó a ser multicolor. La guerra hizo aflorar las pasiones más dignas y las más miserables: desde quien se jugaba la vida para salvar a su enemigo de armas, hasta el que delataba a sus vecinos con ánimo de lucro.
El fin de la guerra, sin embargo, supuso una caída del telón, la muerte prematura de los ideales que habían movido sus vidas. La luz se apagó y todo quedó oscuro durante cuarenta años. La vida fue muy injusta con ellos, pues, independientemente del bando en que estuvieran, vivieron su edad dorada en un país triste, oscuro y encorsetado, esa España en la que no te salías de la fila para no significarte. Sus hijos, mis padres, nacieron en la noche de los tiempos, todo tristeza y oscuridad, pero los años setenta, cuando aún eran jóvenes, les trajeron ilusión y color. Para los otros, sus padres, ya era tarde. Ellos que habían vivido los ardores democráticos en su juventud, los que habían luchado y entregado la vida por cambiar el mundo, ilusionados por que otro mundo era posible, llegaban ahora tarde, ya viejos, a esta nueva oportunidad, a esa España por cuyas venas volvía a fluir la sangre tras la muerte del tirano.
Sea, pues, éste mi sentido homenaje póstumo hacia ellos.
Fernando Rivero García