Memoria, Primera Parte de Leandro Rivero Íñiguez

Memoria, Primera Parte de Leandro Rivero Íñiguez

Fernando Rivero
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Memoria, Primera Parte de Leandro Rivero Íñiguez

 Anoche volví a ver la película 13 Rosas. No se preocupen, que no voy a contarla. Sí les diré, porque es necesario, que trata de la represión franquista, de cómo aquellos que detentaron el poder durante tantos años decidieron humillar, torturar y asesinar innecesariamente a un pueblo ya vencido, a un pueblo al que sólo quedaba adaptarse a los nuevos tiempos. Me sorprendió una frase que, al parecer, se me había pasado por alto la primera vez –“No te olvides de mi nombre”, decía una de las rosas a su madre- y mi mente se fue volando con mi tío Leandro, hermano de mi bien querido abuelo Manuel.

     Aunque oriundos del pueblo riojano de Ribafrecha, pronto se trasladaron a Madrid, lugar donde cursaron sus estudios y formaron su carácter. Era una familia extraña, con once hijos bien diferentes, tanto en sus vocaciones como en sus personalidades, entre los cuales había gente seria, creativa, trabajadora, holgazana, bohemia y crápula. La rectitud con que su padre, Blas Rivero, dirigía su casa no fue óbice para que muchos de ellos, los más jóvenes, hicieran lo que les daba la gana. Hubo quien se fue a hacer las Américas y las hizo, y hubo quien lo acompañó y se las bebió. Lorenzo fue un buscavidas profesional. Te vendía lo que fuera, especialmente los cuadros de su hermano Alfredo sin su conocimiento. Una vez que mi abuelo Manuel acudió con su padre a Las Ventas, vio éste que uno de los toreros que hacía el paseíllo se parecía mucho a su hijo Lorenzo, cólera desmedida que pagó con quien culpa no tenía cuando vio que la semejanza no era casual. De los que yo conocí -exceptuando a mi abuelo, claro- el más entrañable era Alfredo, desaforado y vehemente, capaz de zarandear a un cura en época de Franco por sentarse en el asiento del autobús que él había cedido a una preñada, tirar a un tipo por un balcón por haber dicho lo que no debía o visitar la capilla ardiente del tirano, para ver si es verdad que por fin ha muerto el cabrón”.

     Fueran como fueran, todos adoraban a su hermano Leandro, el ayudante de ingeniero de montes que llegó a ocupar un alto cargo en el Ministerio de Obras Públicas durante la República. Él fue quien se encargó de enviar víveres a Valencia cuando el gobierno abandonó Madrid.

      Llegó la guerra y, como ocurrió en tantas familias, unos hermanos se vieron inmersos en el bando Nacional y otros en el Republicano, lo que conformó en gran medida su ideología política. Al finalizar, Leandro fue detenido y encarcelado no se sabía dónde. La única certeza era que ya no volverían a verlo. Su familia supo más tarde que había sido condenado por apoyo a la sedición y murió, de hambre y de frío, en la prisión navarra del Fuerte de San Cristóbal el día 30 de enero de 1940. Según hemos sabido recientemente, gracias a la Asociación Ahaztuak, está enterrado en una fosa común de uno de los pueblos de la cendea de Ansoáin.

      Nunca se volvió a pronunciar su nombre sin recelo, tal era el miedo que el águila había inoculado en el pueblo, el hermano más idolatrado se convirtió así en un fantasma innombrable, en un nombre que debía ser olvidado y encerrado en lo más profundo del alma, lugar inaccesible hasta para las garras más crueles. En aquella época dura de la represión, tener un familiar cercano encarcelado o ejecutado por rojo no era motivo de orgullo, no fueras a ir tú detrás, sino algo que debía quedar para el ámbito más estrictamente personal.

     El hombre siempre ha tenido esa necesidad de perdurar, de quedarse en el mundo aunque sea a través de la gente que lo ha conocido y querido, de seguir siendo alguien después del viaje final, no te olvides de mi nombre, ni de mi rostro, acuérdate de que un día yo también fui, existí, amé y odié, anduve por el mundo, te pedí un favor o te lo hice, contigo me reí y a veces era yo quien te robaba una sonrisa; recuerda, si te vaga, que un día me vestí bajo tu piel y anduve tus caminos, que supe de ti y tú de mí, que entonces fui mortal, parte de estos montes y estos ríos, y no ya sólo la vaga memoria de una idea. Recuérdame; no olvides jamás que fui persona, y tu alma jamás será hogar para la bala del tirano.

      No; no se conformó el bastardo con la muerte -otro trozo de carne por los suelos- no con matar al ruiseñor que lo alimenta y regalar al alma tormento y pena. De las dos Españas, una debía desaparecer de la faz de la Tierra, no haber existido siquiera, borrando a balazos su memoria, -estos católicos bajo palio, cristianos que niegan el pan y el agua a sus vecinos-.

     Pero eran personas de carne y hueso, personas con una vida, con esperanzas y anhelos, un nombre, un buen nombre que las ratas devoraron. Para el actual Estado español, que no olvidemos que sigue siendo el mismo de antaño, Leandro Rivero es oficialmente un traidor sedicioso cuyo terrible crimen fue seguir trabajando para el régimen democrático legalmente establecido. Jamás se ha revisado su caso, nunca otra vez su nombre ha ido a un tribunal que lo rehabilite, pues el miedo a qué sé yo impide al Partido Popular cerrar heridas. Dicen éstos, a los que jamás he oído abjurar abiertamente del franquismo, que no debemos reabrir viejas heridas. Me pregunto si se puede reabrir lo que no llegó a cerrarse. Temen fundamentalmente que las fortunas que algunos de sus acólitos hicieron a base de delaciones vuelvan a sus legítimos dueños, que quede al descubierto la barbarie de un régimen al que miran con nostalgia. No se pide sin embargo hacer más daño, yo no quiero que me devuelvan unos huesos –bien están donde están, para mayor vergüenza-. Yo quiero a Machado en Colliure, a Lorca en la cuneta y a Hernández llorando sangre de cebolla. Es nuestro pasado y hay que asumirlo. Pero exijo que se les devuelva su buen nombre, la memoria de sus vidas, que nos hagan saber que pasaron por el mundo.

     Es, sin embargo, tarde para la justicia: ya todos están muertos; ya no podré ver la cara de mi abuelo cuando le devuelvan a su hermano. España volvió a perder el tren de la conciencia. Dice Roma que no paga a traidores. España les regala el cetro.

 

Fernando Rivero García

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